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domingo, 22 de enero de 2012

La herencia




Cuando murió Federico, dejó a sus dos hijos Agustín y Florencio una tierra extensa, situada en un lugar privilegiado para poder sacarle un buen rendimiento. Federico, hasta el día de su muerte, había cultivado con gran esmero parte de aquellas tierras. Cada día al amanecer se encaminaba montado en su burro a su querida huerta.
Había levantado con no poco esfuerzo cuatro paredes de piedra para delimitar el trozo de tierra que para él era como el paraíso.
Tenía de todo: árboles frutales, vides, hortalizas de todo tipo, incluso gallinas, conejos, en una pequeña cabaña hecha con cuatro hojalatas y algunas maderas.
Como estaba situada al pie de la montaña, había un yacimiento de agua pura y cristalina, que Federico transformó en una preciosa fuente de donde manaba lo que más que agua parecía un chorro de plata, con una temperatura ideal para todo el año.
Parte del agua la había conducido a una pequeña presa, hecha por él, que le servía para regar la huerta.
Para cobijarse del frío y del calor tenía una pequeña cabaña abrazada materialmente por una gran parra, que le servía de sombrilla cuando apretaba el calor en verano.
Allí Federico se pasaba las horas muertas, feliz y contento, mimando cada una de las cosas que con gran esfuerzo había logrado tener.
Cuantos pasaban por allí se quedaban admirados de su labor. Un día pasó uno y le dijo:
- ¿Cómo consigues tener un huerto tan precioso?
- Muy sencillo - le contestó Federico -, trabajando y amando lo que hacemos. Yo lo tengo muy claro, amigo - dijo Federico - como me decía mi padre: ‘Somos como un huerto, nuestro hortelano es la voluntad y recogemos lo que sembramos’. Este es el lema que he seguido siempre, para cultivarme y para cultivar mi huerto y no hay más secreto que éste: trabajar, trabajar y amar lo que haces.
Ya un año antes de morir, Federico fue poco a poco abandonando el huerto. Tenía una grave enfermedad que se lo comía por dentro y el hombre había perdido gran parte de la ilusión que antes tenía con su huerto. De modo que, muy a su pesar y con harto dolor por su parte, el huerto, el día que murió, se podía decir que había muerto con él.
Mientras vivía su padre, Agustín, que era como él, el tiempo que le dejaban libre sus labores en otras tierras lo pasaba a su lado, gozando tanto como su padre con aquel trozo de terreno, que parecía un vergel. Pero coincidió su período militar con el último año de vida de su padre y por eso, el huerto se había convertido en una ruina.
Pues su hermano Florencio, pasaba de hincar la azada en la tierra. Le era más cómodo hincar el diente a todo cuanto cada tarde traía su padre del huerto.
Florencio no hacía nada a gusto por su cuenta. Para que trabajara en algo, había que obligarle y así le salían las cosas... Cuando se trabaja de mala gana no hay manera de que algo salga bien. Pues bien, a los pocos días de morir Federico Agustín hablo con Florencio y le dijo:
- Ahora que padre ha muerto, tendremos que repartirnos a medias todas las tierras y el huerto.
- Vale - dijo Florencio -, yo no pienso matarme como vosotros. Para cuatro días que está uno aquí, lo sensato es disfrutar.
- Y, ¿a qué le llamas tú disfrutar? ¿A pasarte el día en la taberna bebiendo y jugando a las cartas, mientras otros sudan para que tú puedas comer?
- ¡A mí no me líes, Agustín! Yo no soy como tú y como padre.
- Pero, ¿te gusta comer?
- ¡Hombre, claro! Comer, beber y... y ¿a quién no?
- A mí también, Florencio, pero yo no soy un piojo como tú, un parásito, que vive a cuenta de los demás.
- ¡A mí no me insultes, que te parto los morros! Aunque te prevengo que, aunque me insultes, no vas a conseguir nada de mí, el trabajo no es lo mío, eso queda para los que no saben hacer otra cosa.
- Desde luego hermano, tienes un morro que te lo pisas - dijo Agustín -, pero dejémonos de rollos y vayamos al grano, hermano. Vamos a ir ahora mismo al terreno donde padre hizo un huerto y lo vamos a partir a medias. Luego, tú haz lo que quieras con tu parte.
Y así lo hicieron. Cuando llegaron al lugar, a Agustín se le cayó el alma a los pies, contemplando el espectáculo que ofrecía el huerto.
Las paredes estaban derribadas, la maleza había asfixiado las hortalizas, la hiedra había dado un fuerte abrazo casi mortal a los árboles ahogándoles casi por completo.
Por efecto de las lluvias caídas, la fuente estaba arrancada de cuajo en el suelo, el chorro antes plateado ahora estaba casi hundido en la tierra y se mezclaba con el barro.
La presa estaba seca, vacía de agua pero llena de verdín y en uno de sus rincones, en un pequeño pozo, cuatro ranas croaban contentas y correteaban a sus anchas.
- ¡Ay, si viera esto nuestro padre! - comentó Agustín.
- Bueno, a ver si acabamos cuanto antes con esto - dijo Florencio. Tú, Agustín, ponte en un extremo y yo me pondré en el lado opuesto, así mediremos lo que tiene de largo, luego lo partimos por la mitad y en paz.
Cuando terminaron, pusieron una piedra para señalar la parte que le correspondía a cada uno.
Florencio se fue al pueblo y Agustín se puso manos a la obra.
Estaba ansioso por ver de nuevo aquel huerto como lo tenía su padre.
Lo primero que hizo fue levantar las cuatro paredes, fue una tarea difícil, hacía tiempo que no trabajaba y pronto le salieron ampollas en las manos.
Más él no se rindió hasta que las cuatro paredes estuvieron en su sitio, y rendido de cansancio, montó en su burro y se fue a casa.
Cuando Florencio le vio las manos sangrantes se mofaba de él:
- Hermanito del alma, ¿por qué te complicas tanto la vida?
- Y, ¿qué es la vida sin complicaciones, hermano?
- Pues yo vivo estupendamente sin meterme en esos berenjenales. Mis tierras las he arrendado, menos lo del huerto, y ahora, a esperar sentado a que me paguen sin hacer ningún esfuerzo. En cuanto al trozo del huerto, cuando tenga ganas iré a entretenerme un poco.
Casi había pasado un año en el que Agustín no había parado un momento, pero había valido la pena. La parte que él había trabajado, de nuevo parecía un vergel, todo estaba como en vida de su padre, era una maravilla contemplar las hortalizas, vides repletas de uvas, los árboles frutales inclinados casi hasta el suelo por el peso de sus frutos, y qué tomates y pimientos, cebollas, ajos...
Agustín se preparó una buena ensalada y como era mediodía y el sol pegaba demasiado, se puso a comerla bajo la parra.
Sin moverse de donde estaba alargó la mano, cogió un buen melón y como se le había olvidado la navaja, le pegó un golpe contra una piedra, a la que el melón no se resistió, desprendiendo jugo abundante y echando las tripas en forma de pipas.
Cogió uno de sus trozos y metió al morderlo hasta las narices.
- ¡Qué rico, Dios mío qué rico, chico! - pues había visto con un ojo a Florencio, que le miraba con cara de guasa.
- Qué, ¿me das un trozo, hermano?
- ¡Cómo no! Toma, ¿qué te parece, Florencio? ¿A que sabe a gloria?
- Bueno, Agustín, no seas exagerado, no sabe ni mejor ni peor que los que a mí me trae el que le tengo arrendadas mis tierras y sin hincarla...
- Eso lo dirás tú, Florencio, porque no sabes lo que significa haberlo sembrado y cuidado con esmero día a día hasta verlo así. Te puedo asegurar que es muy diferente, saben al gloria.
- Lo que tú digas, hermano, pero yo a ese precio no pago tu gusto.
- Pues allá tú, Florencio, pero no sabes lo que te pierdes.
- Yo sembré algunos el año pasado - comentó Florencio - pero se ve que el trozo de tierra mío es peor que el tuyo, porque los míos parecen pepinos.
- Pero, ¿qué dices? Si nunca te has dignado después a venir a quitarles las malas hierbas o a regarles. La tierra es la misma, comprenderás que en una extensión tan pequeña la diferencia no puede ser mucha.
- Como tú digas, hermano, lo que sucede es que tú tienes mucha suerte en esto.
- No es suerte, Florencio, es poner empeño en lo que uno se propone y un par de...
- ¿Te vienes? Yo me voy al pueblo, a la taberna.
- No, gracias hermano, yo me quedo, hasta luego.

Moraleja:
Nada se nos da de balde
de lo que vale la pena.
Hay que estar dale que dale
hasta el fin de la faena,
mas tendrá su recompensa
quien así actúa y piensa.

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