(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

martes, 31 de enero de 2012

Cuentos de un tabano

Tengo un padre escritor que por falta de recursos no ha podido publicar sus libros.
Pero creo que va siendo hora de que vean la luz.
Cuentos de un tábano, es una serie de 41 cuentos habiendo en cada uno de ellos una enseñanza.
Solo esperero que disfruteís tanto de ellos como él al escribirlos.
Os iré poniendo capítulos para que podaís leerlos.

 

Prólogo


En un hermoso pueblo, situado en un valle, vivían un matrimonio, sus cuatro hijos y los padres del esposo.
El marido tenía 43 años, era un hombre de estatura media, curtido por el duro trabajo que exige la tierra.
Al nacer le pusieron de nombre Pío; su madre justificaba su nombre, alegando que como era mujer de pocas palabras, al llamarle tendría que hacer poco esfuerzo.
Su mujer se llamaba Fidela, era menudita, vivaracha, muy trabajadora y todo el tiempo que tenía libre, que era poco, lo dedicaba a ir a la iglesia o a rezar el rosario.
El mayor de los hijos tenía 15 años, se llamaba Prudencio; el segundo, Agapito, la tercera Paula y la cuarta Petra, de doce, diez y seis años respectivamente.
El abuelo se llamaba Agustín y la abuela Julia. Agustín rozaba ya los 70 y Julia los 75.
Ambos habían quemado sus vidas en las labores del campo, que deja una huella indeleble. Frentes arrugadas, espaldas encorvadas, manos minadas por la artrosis, apenas podían andar. Sus cabezas plateadas y sus ojos - que es donde el alma tiene sus ventanas - serenos, limpios, tristes; y sólo alegres cuando venían sus nietos de la escuela, sacándoles de su ensimismamiento, con sus besos y sus risas.
En las largas noches de invierno, al calorcillo que desprendían los troncos de roble, olivo o haya, se reunían todos y gustaban de contarse cuentos, historias o batallitas.
Así se les hacían más cortas, al tiempo que aprendían unos de otros y se divertían.
Los cuentos que vienen a continuación, son el resultado de unas cuantas noches de aquéllas.
Van dedicados a los niños, que lo son por su edad y a los que crecieron, pero no perdieron el niño que todos llevamos dentro.

El águila y el topo




En principio, y visto desde la montaña, cualquiera hubiera pensado que algo muy gordo se cocía en el valle. Lo digo por la gran humareda de vapor de agua que provocaban los primeros rayos de sol al calentar el aire húmedo que se había pasado toda la noche durmiendo en el valle.  En el corte de una gran roca tenía su nido un águila real. Estaba en compañía de dos aguiluchos nacidos hacía dos semanas. Nadie diría por su aspecto indefenso y casi ridículo que fueran hijos de su madre, tan hermosa, con un poderío en todo su porte que hacía honor a su nombre de águila real, pues realmente lo era, no porque a alguien se le hubiese ocurrido ponerle ese nombre, sino por derecho propio. No siempre sucede así, pues el que es realmente algo lo sigue siendo independientemente de cómo le llamen y del estatus al que pertenezca.
Se puede ser rey y ser un gilipollas y ser mendigo, por carecer de lo necesario para el cuerpo por una serie de circunstancias, pero tener una inteligencia heredada y enriquecida por la vida, que para sí quisieran muchos que nadan en la abundancia.
Poco a poco se iba acercando el sol a donde estaba situado el nido, al tiempo que la sombra se alejaba.
No se llevaban bien la luz y la oscuridad. Ésta había sido la reina de la noche, ahora aparecía la luz y ante ella no tenía nada que hacer, así que como un gran fantasma que se alejara mirando de reojo para no herirse con los rayos de sol, se iba marchando de aquella roca.
Cuando los primeros rayos de sol acariciaron el plumón de los aguiluchos, éstos, que en toda la noche no se habían movido de debajo de su madre, dieron un pequeño salto, abrieron de par en par sus alas dando giros alrededor de su madre como invitándola a jugar al corro de la patata. Y así lo hicieron durante un rato, tras lo cual los pollos comenzaron a piar, pidiendo alimento con verdadera insistencia. La madre se hacía la loca, pues aún era pronto, no había buena visibilidad.
Pero para que no la volvieran loca realmente, desplegó sus enormes alas y con gesto majestuoso, se puso a dar un paseo por los aires. Realmente era digno de ver aquel espectáculo, prácticamente no movía las alas, se dejaba llevar por las corrientes de aire como una enorme cometa. En éstas estaba el águila cuando un ruido de disparo de escopeta rasgó el aire y rompió el silencio que había en el valle. Desde lo alto el águila escudriñó minuciosamente cada árbol, cada seto hasta que de pronto divisó al cazador.
Ni corta ni perezosa se lanzó como una flecha hacia él. En la primera pasada le quitó el sombrero con una de sus garras. Ni qué decir tiene que el cazador iba de un lado para otro buscando cobijo, pero el águila insistía una y otra vez en su intento de darle un escarmiento.

El cazador se ponía las manos en la cabeza para proteger el poco seso que tenía. En una de las pasadas, el águila le rasgó en dos la cazadora, llegando a clavar sus zarpas en el solomillo de aquel pillo.
- ¡Le he pillado, le he pillado!- decía el águila desde lo alto.
Y como prueba de su contento, se puso a girar en redondo dando volteretas, momento que aprovechó el cazador para salir de allí con el rabo entre las piernas y los otros dos... puestos de corbata.
En estos momentos el sol era ya dueño y señor de todo el valle. El águila dejó de hacer piruetas de alegría y recordó que en el nido le estaban esperando sus hijos, con más hambre que el perro de un titiritero, así que se puso manos a la obra...
Desde la altura divisó una serie de montículos de tierra removida que destacaban entre el verdor de la llanura y su aguda vista vio como un topo asomaba su cabecita por uno de ellos para sentirse acariciado por el sol.
Aunque no podía ver el sol, pues su hogar siempre estaba en la oscuridad más absoluta, gustaba cada mañana de tomar un baño de luz solar. Primero sacaba con mucha precaución su cabecita y cuando su olfato no le anunciaba ningún peligro, gustaba de ponerse panza arriba mientras se decía:
- ¡Qué pena no poder ver lo que presiento por mis otros sentidos y lo que me imagino, oyendo el bullicio que producen tantos seres nada más que los rayos del sol van disipando la niebla del valle...! Pero en fin, parece ser que yo nací ciego para que otros vean... o tengan la oportunidad de apreciar lo maravilloso que es poder ver. Lástima que la gran mayoría ven, pero no saben mirar y en ese caso es mejor, mucho mejor, ver con el alma, como yo.
Con estos pensamientos estaba el señor topo, cuando el águila se abalanzó sobre él. Mas, afortunadamente para el topo, ésta falló, lo que le permitió meterse en su topera.
El águila, de muy mal humor, se quedó desconcertada. Pocas veces fallaba y como su amor propio había sido herido por un simple topo pensó:
- ¿Pero es que voy a permitir que un monigote como éste se burle de mí? ¡No se lo cree ni él! No es mi estilo, pero estoy dispuesta a esperar lo que haga falta para sacarme de la espina que este topo ha clavado en mi orgullo.
El topo, que era ciego pero no tonto, pues tenía buen olfato, supo desde el primer momento de la presencia del águila, así que en vez de adentrarse en la topera, quiso ver en qué paraba todo aquello. Le extrañaba que el águila no hubiese emprendido el vuelo nada más fallar en su intento.
Se acercó con mucho cuidado, como a unos veinte centímetros del ojo de luz de la salida y como desde allí no corría ningún peligro, se dirigió al águila en estos términos:
- Buenos días, señora águila, reina de los cielos, qué, ¿tomando el solillo?
El águila, que tenía un humor de perros, miró a su alrededor para ver por cuál de los orificios salían aquellas palabras, que denotaban más guasa de la que ella estaba dispuesta a soportar.
Cuando estuvo segura, se acercó, metió el pico cuanto pudo, pero no pudo... lo intentó con sus garras pero lo único que conseguía era que el topo siguiera burlándose desde más adentro, lo que percibía por venir la voz más grave que antes, pero no con menos guasa.
- ¿Por qué no sales un poco, amigo? Hoy me siento cansada de volar, quiero descansar a pie firme y, la verdad, me gustaría un poco de compañía. La soledad, cuando no se elige, es mala compañía.
- ¿Y por qué has pretendido cazarme antes, si sólo querías conversación?
- Fue un accidente, querido amigo, caí sin darme cuenta cerca de donde tú estabas
- ¡Y yo me lo voy a creer! - dijo el topo. No me vengas con disimulos ahora, lo único que pretendías era jamarme, pero eso jamás, mientras pueda evitarlo.
- Vamos, no seas suspicaz, te aseguro que lo que quiero es charlar un poco contigo.

El topo se aproximó, manteniendo una distancia prudente y le dijo:
- Bueno, ya me tienes aquí, ¿qué deseas? Cuéntame.
- Pero saca la cabeza, a mí, cuando hablo, me gusta mirar a mi interlocutor a los ojos. Las palabras pueden engañar pero los ojos es muy difícil, si se tiene cierta experiencia.
- Pues en mi caso, de poco te serviría verme los ojos, los tengo semitapados, para lo que me sirven por donde yo me muevo. Pero no te creas que los echo de menos, cuando perdemos un sentido los otros se agudizan, por la ley de la compensación, y te puedo asegurar que si la vista es importante, el olfato y el tacto no le van a la zaga.
“Con este cabrito lo tengo claro”, pensó el águila, “En fin no quiero rendirme tan fácilmente”.
- Como tú quieras, amigo, si quieres que charlemos de este modo,  tú ganas. ¿Y cómo te va la vida, amigo topo?
- Bueno, vamos tirandillo, removiendo tierra constantemente para poder comer todo lo que sale, lombrices, gusanos... La verdad es que no me puedo quejar, porque en la tierra hay mucho bicho ‘arrastrao’...
- Pues yo tampoco puedo quejarme - dijo el águila - porque pájaros hay a mantas, en la tierra y en el cielo. En realidad digamos que en la tierra, porque sería una falta de respeto llamar pájaros a los que siempre estuvieron en los cielos o a los que por méritos propios al morir subieron a ellos...
- Menudo lío te has armado amiga, ¿de qué pájaros estás hablando?
- Pues mira, uno son los que yo me como, que proceden de la tierra y que a veces vuelan por el cielo. Otros son esos, que llaman humanos, que ¡menudos pájaros están hechos algunos! Y volando más alto, los ángeles, que, dicen, tienen alas y los que fueron aquí buenos seres humanos que al morir le salieron alas para llegar al creador. ¿Cómo puedes vivir metido toda tu vida en una topera oscura, sin ver la luz? Con lo hermoso que resulta para mí vivir en una alta montaña y cada mañana, cuando sale el sol, alzar el vuelo, recrearme planeando sobre el valle, al tiempo que contemplo los árboles, las flores, los ríos... y cuando lo deseo echo pie a tierra para sentirlo aún más de cerca, ¡es maravilloso, amigo!
- Si tú lo dices, así será para ti - le contestó el topo. Pero yo nací dentro de la topera, por tanto no echo de menos eso que a ti te apasiona, yo soy feliz a mi manera. Esto me trae a la memoria la fábula del mono y el pez: ‘El mono estaba en un árbol junto al río, vio como un pez iba de un lado para otro. Creyó, desde su punto de vista, que se estaba ahogando y sin pensárselo dos veces, se lanzó al agua y lo sacó para salvarle. Se subió al árbol y el pez, mientras agonizaba, le dijo: Te agradezco la intención, amigo, pero deberías saber que cada ser somos distintos de los demás, que cada uno va como mejor le parece, según su clase y sus posibilidades. De nada sirve pretender que un asno eche a volar o que un pájaro rebuzne. Tú has querido ayudarme o pretender que viva como tú, y ya ves, lo que has conseguido es darme la muerte’. Por eso te digo, águila, que sigas tu camino y me dejes a mí con el mío.
El águila levantó el vuelo y pensó: “Menuda lección que me ha dado el topo, es la primera vez que me topo con un topo que me tapa la boca. Me está bien empleado por despreciar a todos los que no vuelan alto, ahora he comprendido que tanto da volar más alto o más bajo, arrastrarse por la tierra, andar a dos patas o a cuatro, que lo principal consiste en que cada uno siga su camino con la mayor dignidad posible, respetando el derecho que tienen los demás a vivir a su aire, aunque a nosotros nos parezca que los nuestro es lo mejor, porque no somos capaces de entender que todos somos iguales pero diferentes... que el otro es, otro”. 

Moraleja:
Si viven bajo tu techo
como si están en la calle
tienen el mismo derecho,
porque nadie es más que nadie,
a vivir siempre a su aire
sin perjudicar a nadie.
Delito, no es ser diferente,
sino ser intransigente.

domingo, 29 de enero de 2012

La peluquería

Como cada mañana, Arantxa y Begoña, dos chicas jóvenes, acudían a la peluquería. En la puerta había un letrero que ponía: ‘Se arreglan todo tipo de cabezas’.
Estaban en vísperas de Navidad y si bien durante todo el año no les faltaba trabajo, en estos días era agobiante.
Aún no se habían abrochado todos los botones del uniforme, cuando entraron dos señoras: la una llevaba un abrigo de paño, marrón claro y a especie de bufanda rodeándole el cuello, lucía una piel entera de zorra, cabeza incluida, con unos ojos de cristal que a primera vista nadie diría que la zorra no estaba dentro de la piel. Pues no, en esta ocasión la zorra estaba dentro del abrigo...
- ¿Qué va a ser señora? - le dijo Arantxa.
- Pues no sé, niña. Si teñirme, si darme mechas o hacerme algún rizado. ¿A ti qué te parece?
- A mí, señora, lo que usted diga. Usted es la que paga y por tanto la que manda.
- ¡Pues vaya una profesional que estás hecha! Tu obligación es indicarme lo que más me conviene.
Arantxa se mordió los labios por no contestarle de malos modos y le dijo:
- Ya sé que mi deber es orientarla, y usted misma se ha anticipado en el tipo de cosas que puedo hacerle, ahora es usted quien tiene la palabra.
- Bueno niña, empieza por lavarme la cabeza y luego ya veremos. ¡Pero niña, qué estás haciendo! ¿Crees que estás pelando una gallina?

- ¿Por qué lo dice, señora?
- ¿Cómo que por qué lo digo? ¡El agua está hirviendo! ¿Es que eres tonta muchacha?
 ‘La madre que te parió’, pensó Arantxa, al tiempo que se ponía más roja que un tomate. Ganas le daban de arrancarle los pelos, en vez de lavárselos con sumo cuidado para que la zorra aquella no se quejara.
Cuando terminó de lavarle el pelo, volvió a preguntarle que qué quería que la hiciese y como no se decidía, la metió en el secador hasta que se aclarara.
A su compañera Begoña le había tocado una cacatúa de mucho cuidado. Después de poner en el perchero su abrigo de visión, no sin antes pasárselo por los morros a todos para que lo vieran, le pidió a Begoña que le tiñese de color lila y cuando se contempló en el espejo, no le gustó, de modo que mandó que le tiñera de marrón.
De este modo, la señora se deshizo del color lila al tiempo que Begoña se ponía de todos los colores. Entre dientes se dijo: ‘Lo que hay que aguantar’.
- ¿Qué dices niña? - le dijo la señora.
- Nada, nada, hablaba sola.
- Creía que habías dicho algo de mí, porque la juventud de ahora no tenéis vergüenza...
Begoña, que no tenía la paciencia de Arantxa, ni corta ni perezosa la cogió de los pelos, le puso el visón por montera y con una patada en el culo la echó a la calle.
- ¡Desvergonzada, de esto se va a enterar tu jefe, haré que te despida!
¡Haga lo que quiera, señora!
Y cerró la puerta con tanta rabia que al golpe cayó uno de los cristales hecho añicos al suelo.
- ¡Será guarra la tía esta!
- Cálmate Bego - le dijo Arantxa -, ya sabes el lema: ‘El cliente siempre tiene razón’.
Cuando la señora que estaba en el secador vio la leche que tenía Bego, cambió de tono y se quedó más suave que un guante. Pensó para sus adentros: ‘A ver si me achicharran aquí dentro, de esta juventud no me fío ni un pelo. Antes había respeto a las personas mayores’.
Esto último lo dijo sin querer en un tono que le oyó Arantxa.
- ¿A eso le llama usted respeto, señora? Eso no era otra cosa que temor, el respecto se merece por la capacidad de raciocinio y no por la fuerza.
- Como tú digas hija, estáis hoy en un plan que cualquiera os contradice. Aunque ya estoy acostumbrada, tengo una criada de tu edad en casa, que es una sinvergüenza. Tan pronto como le llevo la contraria me salta con alguna patada y tengo que aguantarla, porque he tenido ya varias y todas son iguales...
- Y, ¿se ha preguntado usted si la culpa no es suya? - le dijo Arantxa. Porque lo que no se puede hacer, es tratar a las personas como si fueran esclavos, eso ya pasó a la historia.
En ese momento entraron tres señoras de unos cincuenta años.
- Buenos días.
- Buenos días - contestó Begoña. Siéntese usted, señora.
- ¡Eh!, que voy yo antes - dijo una de ellas.
- Pues pónganse de acuerdo, a mí me da lo mismo una que otra, se llevan ustedes poco...
- Pero ¿qué dice esta descarada? - contestó otra.
- ¡Venga que tengo prisa!
Por fin se sentó una de las tres y mientras Bego trataba de arreglarle la cabeza, que no tenía arreglo, las otras dos comenzaron a pelar a todos los famosos que iban saliendo en las revistas que estaban ojeando.
- ¿Has visto Filomena, cómo se conserva Sara Montiel? Por ésta no pasan los años.
¡Así cualquiera! - dijo la otra. Con el dinero que tiene, se habrá hecho mil veces la cirugía estética. De no ser así, tendría pellejos para abastecer de botas de vino a España entera. Aunque si te das cuenta, lo que no engañan nunca son los ojos y las manos. Bueno, miento, porque hoy en día con las lentillas hasta eso pueden disimularlo.
- El que está buenísimo es mi favorito, Miguel Bosé. ¡Qué hombre, Dios mío!, y qué alto y guapo es. Vamos, que ves esto, ahora piensas en el marido que te toca esta noche, ¡si es que te toca!, que a veces ni eso, y se te pone la carne de gallina pensando cómo lo pasas con él y en cómo lo harías con un tío tan bueno.
- Pues no sé qué te diga, chica - dijo la otra. No sé qué le ves tú, a mí no me dice nada.
- ¡No!, si a mí tampoco me ha dicho nada nunca, porque de hacerlo me derretiría como manteca en llama. En cuanto a qué le veo, me basta con lo que imagino...
- Y, ¿qué me dices de Lolita? Si no fuera porque es hija de quien es, ahí iba a estar, tiene unos morros  de choto y una pinta de camionero...
- Mira Filo, éste es el que me gusta a mí.
- ¿Quién? ¡Ah!, Osborne, no está mal. Pero no es mi tipo, a mí me parece un fantasma, para mí es como un cangrejo, que a la hora de comer le quitas las patas y la cabeza y ¿qué te queda?
 En éstas estaban cuando entreabrió la puerta un hombre maduro, que se dirigió con voz áspera y chillona a la que había entrado con el zorro al cuello.
- ¿Qué? ¿Cómo va la cosa, Julia?
Julia, que no le oía por que estaba con la cabeza dentro del secador, ni se inmutó. Entonces el hombre dio un paso y con las llaves del coche dio unos golpes en el puchero aquel.
 - ¡Juliaaa, Juliaaa!
Julia sacó un poco la cabeza y con cara de mala leche le dijo:
- ¡Qué es lo que haces tú aquí! ¡Es que no puedo estar tranquila un momento!
Sí, mujer sí, lo que no entiendo que es para qué vienes aquí, por más que te quites las canas los años no te los quita ni tu madre... - ¡Calla, grosero! Como tú voy a ser, que te da lo mismo ir de un modo que de otro, si no fuera por mí, daría pena verte.
- La que das pena eres tú, no haces otra cosa que preocuparte del pelo, pero tienes menos seso que un pomelo. Cuando he visto letrero de: ‘Se arreglan cabezas’, pensé que tenían aquí algún psicólogo de esos, que buena falta te hace.
- ¿Qué insinúas, que estoy loca?
- Vamos a dejarlo Julia, no es el lugar ni el momento. Te espero fuera.
Mientras dentro de la peluquería se cocía todo este lío, el marido de Julia se entretuvo en poner un letrero que decía:



Aquí se arreglan cabezas
mas solamente por fuera
porque lo que es a la mía
con coletas o con trenzas
hasta el día que se muera
no la arregla ni su tía.
 

viernes, 27 de enero de 2012

La hacienda




Todos los fines de semana, Prudencio y su nieto Aniceto cogían sendas cañas y se iban a pescar al río del bonito pueblo donde vivían. 
Abuelo y nieto, más contentos que unas castañuelas, recorrieron los dos kilómetros que les separaban el río y por fin llegaron. El abuelo, un poco cansado y el nieto, que sólo tenía diez años, más fresco que una lechuga.
- ¿Cómo es que te cansas tanto, abuelo?
- Porque yo ya he andado mucho, hijo...
- ¿Cómo que mucho? Si has andado lo mismo que yo.
- Yo no me refiero, Aniceto, a lo que hemos andado ahora, sino a lo que he a dado en toda mi vida.
Se colocaron en un recodo del río, alfombrado de yerba con alguna florecilla silvestre. Aniceto desplegó su pequeña caña y se puso manos a la obra. De una cajita de plástico cogió una de las lombrices y con mucho cuidado la colocó en el anzuelo.
Ya se disponía a lanzar Aniceto, cuando vio que su abuelo aún no había empezado a encarnar el anzuelo.
- ¿Qué te sucede, abuelo?
- Que no veo ni tres en un burro, hijo, y el caso es que tengo dos problemas...
- ¿Qué te pasa, abuelo? Cuéntame .
- Pues mira Aniceto, cuando tenía tu edad creía que veía mucho, por tener buena vista. Pero ahora que la tengo mala, cuando quiero ver no veo y cuando no quiero ver, veo más de lo que quisiera...
- ¡Qué rollo abuelo, no te entiendo nada!
- Ya lo entenderás cuándo llegues a mi edad. No verás y verás más de lo que quieres y no oirás y no quisieras oir tanto...
- Déjame que te ayude con lo del anzuelo, abuelo.
Cuando las dos son cañas estuvieron listas, lanzaron los dos a un tiempo, las clavaron en la tierra y a esperar. Mientras los peces picaban, el abuelo y el nieto se pusieron a picar de una tartera que contenía una sabrosa tortilla española, tapada parcialmente por unos ricos pimientos verdes.
- ¡Abuelo, abuelo! ¡Están picando en la mía!
Aniceto pegó un salto, cogió la caña enseguida y con sumo cuidado fue rebobinando. En éstas estaba, cuando en la superficie pudo ver una enorme trucha que luchaba con todas sus fuerzas por desembarazarse del anzuelo.
- ¡Es una trucha enorme, abuelo!
- Tranquilo Aniceto, no tires de golpe, ve cobrando el hilo suavemente hasta que esté en la orilla, luego ya me encargo yo recogerla con el redeño.
Tras unos minutos de inquietud lograron sacarla del río.
- ¡Qué hermosura, abuelo!
- Sí hijo es preciosa, por un lado da alegría cogerla y por otro pena, pero ya tenemos la cena.
Recogieron todo y más contentos que unas pascuas se dirigieron a casa. Cuando sacaron del zurrón la trucha, los padres de Aniceto se quedaron boquiabiertos.
- Bueno padre, mientras Juana prepara la trucha, a mí me gustaría hablar con usted, ahora que no nos oye. Ya sabe usted padre, que a mí el dinero me importa un pito, con lo que yo gano y con la ayuda de su pensión a mí me basta para vivir. Pero mi mujer no está de acuerdo con que usted no nos dé el dinero que le dieron cuando murió madre y vendió las tierras. Ya sé que la mitad la repartió entre mis hermanos y nosotros, me refiero a la parte que se quedó usted, que en vez de meterla en el banco la debe tener escondida en alguna parte de la casa. Pues bien, Juana quiere que nos la dé a nosotros, todos los días me está dando la tabarra y yo ya no puedo más, padre.
- Pero hijo, cómo comprendes que puedo hacer eso, ya os doy la pensión por cuidarme, el otro dinero es de todos vosotros. Ya sé que tus hermanos no lo merecen, porque se han desentendido de mí, pero qué quieres hijo, yo, aún así quiero morirme sin hacer distinciones entre vosotros, espero que tú lo entiendas.
- No, si yo lo entiendo padre, la que no lo comprende es mi mujer. No puede hacerse idea de lo mal que me siento hace días, porque no me atrevo a decirle que, sintiéndolo en el alma, le tengo que pedir que se vaya de casa, si no accede a lo que quiere Juana.
- ¿Vas a echar al abuelo de casa, papá?
- Tú calla, hijo, que éstas son cosas de mayores y tú no entiendes...
- ¡Claro que no os entiendo! Yo sólo sé que quiero mucho al abuelo y eso que no es mi padre, y que si tú le quisieras como yo, nunca le echarías a la calle.
Aniceto se abrazó a su abuelo que estaba llorando amargamente.
- ¿Crees que a mí no me da pena, hijo?
- Pues no se nota, padre.
- ¿Qué quieres que haga? Es cosa de tu madre.
- No papá, es cosa tuya, es tu padre, no el de mamá, lo que sucede es que eres un calzonazos.
No tuvo tiempo Aniceto de pronunciar la última palabra, cuando su padre le puso de un guantazo la cara al revés.
- ¡Pégame lo quieras, pero seguiré diciéndote lo que todo el pueblo te llama a escondidas! ¡Eres un calzonazos!
De no ponerse el abuelo por medio Aniceto hubiera salido mal parado.
- ¡Baja a la cuadra y sube la manta del mulo, para que el abuelo no pase frío mientras encuentra cobijo!
Aniceto clavó sus ojos de odio en su padre y bajó a la cuadra a por la manta. Para sorpresa de su padre, subió sólo la mitad.
- Pero, ¿qué has hecho, muchacho? ¿Por qué has roto la manta?
Aniceto, seguro de sí mismo y mirándole de frente le dijo:
- Tranquilo, lo he hecho pensando en ti.
- ¿Cómo que en mí?

- Sí papá, la otra mitad la he dejado para cuando te eche yo a ti fuera de casa...
Su padre agachó la cabeza avergonzado, con llanto en los ojos se abrazó a su padre y le pidió perdón una y mil veces sin consuelo.
- Tranquilízate hijo mío, yo sé que tú eres un buen hijo y comprendo tu comportamiento, aunque me duela en el alma. Ya dijo alguien una vez: 'Si una mujer que pide que saltes por un balcón pídele a Dios que no sea muy alto'.
Cuando se fueron a la cama después de cenar, Juana le preguntó a su marido:
- Qué, ¿ya le has cantado las cuarenta a tu padre? Porque te lo repito una vez más, ¡o se va él o me voy yo!
- Puedes hacer lo que te venga en gana, Juana. Mi padre estará aquí hasta que muera, aunque no quiera su nuera y si no estás de acuerdo, ¡fuera!
Puso tal ardor en sus palabras, que Juana se quedó de piedra y no dijo otra cosa que:
- Hasta mañana.
- Adiós, Juana - contestó el marido.
Pero como las mujeres son como la carcoma, Juana no se dio por vencida.
Al poco tiempo empezó a darle a la abuelo la carga cuando no estaba su esposo.
Una mañana del crudo invierno, cuando Prudencio se levantó, Juana fue todo amabilidad para con él:
- ¡Buenos días, querido suegro! ¿Qué tal ha descansado?
Prudencio, todo mosqueado, contestó:
- Bien hija, bien, ¿y tú?
-
Aniceto, deja que se siente la abuelo al lado del fuego. ¿Quiere usted un par de huevos con jamón?
- Esto sí que tiene huevos - pensó Prudencio. Ayer sopas con pan duro y hoy huevos con jamón, ¿que querrá esta arpía?
- Abuelo, ¿por qué no nos da el dinero, si a usted no le hace falta? ¡Mientras esté aquí, no le faltará de nada!
El pobre Prudencio no pudo más y se rindió.
Fue a su cuarto y le dió los cuartos, aunque de buena gana le hubiera dado una patada en los cuartos traseros.
En mala hora, pues al día siguiente el trato fue muy diferente.
Cuando el abuelo se fue a sentar al lado del fuego, la nuera le apartó bruscamente:
- ¡Cómo tiene usted tanta cara, quitar al niño del sitio!
- ¿Me pones los huevos con jamón, por favor? - dijo Prudencio  - que ayer me sentaron muy bien.
- ¡Siéntese ahí y tome estas sopas de leche! Con eso va que chuta  ¡Total, para lo que hace!
Después de desayunar, Prudencio, hundido y preocupado, se fue a hablar con el cura del pueblo. Le contó con detalle todo lo sucedido y el cura, que serán lo que sean pero de tontos no tienen ni un pelo, le dijo:
- ¡Ay, Prudencio, qué imprudente has sido! ¡A quién se le ocurre darlo todo antes de morir! Mira, voy a darte 100 pesetas en monedas de a una. Cuando llegues a casa, te metes en tu cuarto, cierras la puerta y vas echando las monedas sobre un plato, una a una, haciendo el mayor ruido posible. Cuando hayas terminado, vuelves a empezar, y así una y otra vez, hasta que el resultado de la cuenta sean millones.
Así lo estaba haciendo Prudencio, cuando la nuera, que había estado con la oreja puesta, llamó a la puerta. Cuando Prudencio abrió, Juana le dijo:
- ¡Abuelo, pillín, no nos diste todo!
- ¡Qué va mujer, sólo te di una pequeña parte...!
- ¡Aniceto, deja que se siente el abuelo al lado del fuego! ¿Quiere usted huevos con jamón?
En fin, la misma canción...
- ¡Abuelo, pillín! Me dará usted algún millón por lo menos.
- Mira, Juana, yo ya soy muy mayor y tú me has hecho ver las orejas al lobo. Tengo más hijos, pero todo será para ti si me cuidas bien hasta mis últimos días, que no están ya muy lejos.
La nuera se desvivía porque Prudencio estuviese lo más cómodo posible. Hasta que un día le encontraron muerto en la cama. Ni siquiera respetó Juana el triste momento.
Buscó y rebuscó por todos los lados, destripó incluso el colchón pero el dinero no aparecía por ningún lado. Por fin, en un rincón tapado con unos libros, hallaron un cofrecito.
Con los ojos desorbitados, llena de ansias y angustiada, Juana abrió el cofre y en él encontró un papel doblado y un canto, una piedra pequeña.
Toda nerviosa se puso a leer, pensando que sería un cheque.
El papelito en cuestión decía:

Aquel que da su hacienda
antes de la muerte
merece que le den
con este canto en la frente...



 La idea original de la entrega de la manta dividida en dos por el hijo a su padre y  la hacienda, es de un cuento popular. La forma de narrarlo y todo lo demás es fruto de mi padre.