(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

sábado, 7 de enero de 2012

El egocéntrico, egoísta y egotista

¿Quién no se ha topado alguna vez con esa clase de persona que se cree el centro del mundo, egoísta y egotista? En cierta ocasión un amigo le propuso a otro que si quería acompañarle para ir a visitar a su anciana madre a la residencia donde se hallaba hace tiempo. Antonio, que así se llamaba el hijo de dicha señora, le dijo a su amigo Felipe:
-La residencia está a diez km del pueblo, y yo no tengo coche. Si te parece vamos en el carro, engancho a él el caballo percherón y en unas dos horas nos plantamos en la residencia.
-Vale -dijo Felipe- mañana tengo el día libre y no tengo prisa para volver.
Se levantaron temprano, llenaron la bota de buen vino -estaban en La Rioja- y para acompañarlo metieron en un talego unos cuantos chorizos, un pan de pueblo y unas cuantas tortas, pues Antonio era muy goloso. Estaba rayando el día y la aurora pronto iba a dejar pasar a un sol radiante.
-¡Vamos, antes de que empiece a calentar! -dijo Felipe.
Subieron los dos al carro, Antonio tomó las riendas de Panza Gorda, que así se llamaba el caballo. Felipe se puso al lado de Antonio y lentamente, sin prisas de ningún tipo, se pusieron en camino. Y nunca mejor dicho pues no quisieron ir por carretera sino por un camino paralelo para evitar a los coches e ir más tranquilos.
Al principio iban taciturnos los dos, menos Panza Gorda, que iba todo el camino cagando y tirando pedos, de tal envergadura que alternándose con el crujido de las ruedas formaban una orquesta que hubiese molestado a cualquiera menos a nuestros dos amigos, que no eran muy exigentes en cuanto melodías. ¡Es más! Antonio presumía de tener el caballo que más pedos tiraba -por aquello de la panza gorda- y en ocasiones se sumaba con los suyos, un poco más finos, pero poca cosa. Porque él también tenía buena barriga.
De repente sólo se oía el traqueteo del carro al tropezar con los cantos del camino. Panza Gorda se había despachado a sus anchas, y lo único que dejaba oír ahora era el ruido que producían sus enormes cascos. Paradójicamente era ligero de cascos, aunque no era muy ligero….Pues cuando menos se lo esperaba Antonio, se salía del camino y pegaba un buen bocado a todo lo que se le ponía por delante.
Pero hablando, hablando…yo también me he salido del camino, así que volvamos. Felipe, que hasta entonces había permanecido callado, se puso a hablar solo.
-¡Qué vida más puta Antonio! Hace diez años murió mi padre, el año pasado mi madre, tengo los tres hijos con paperas, no nos llega ni para patatas y yo cada día mas achacoso. Me duele el estomago, el hígado, padezco de lumbago y no por ser un vago, sino por haber trabajado toda mi vida como una mula. ¡Vamos, que no tengo ganas más que de morirme!
-¡No digas eso Felipe, que puede castigarte dios!
-¿Más?
-Sí, más – le dijo Antonio. Te conozco desde hace mucho tiempo, cuando éramos niños, y siempre estás con lo mismo, siempre quejándote de tu mala suerte, y ¿sabes por qué te pasa eso? Porque vas por la vida como las caballerías, con orejeras mirándote al ombligo, y no ves a nadie que no seas tú mismo.
-¡No digas sandeces Antonio! ¿Has visto a alguien más desgraciado que yo?
-Qué ingenuo y egocéntrico eres, Felipe, ¡a montones los hay! Y en muchísimas peores circunstancias que tú. Y te puedo asegurar que aún les queda tiempo para ver a los demás y darles su comprensión y apoyo. Cuando lleguemos a la residencia te vas a enterar de lo que vale un peine, pues como hace tiempo que estás calvo, no lo sabes. ¡Vamos a desayunar! Verás cómo se te levanta el ánimo y algo más.
-¡Algo más! Si ya no recuerdo cuándo.
-¡No empieces de nuevo y come! ¿Qué tal está el chorizo?
-Mejor que el mío.
-¡Y dale! Eres un peste Felipe, no podrás joder…pero siempre estás jodiendo.
-La pena -dijo Felipe- es que no tenemos postre.
-¡Que no! Entra a por uvas.
Antonio, dobló un poco los dedos índice y corazón de la mano derecha, un poco abiertos, y se los puso delante de las narices a Felipe que entró a por uvas, dejándose apretar por ellos.
-Qué tonto eres Felipe, ¿aún no sabes que cuando alguien te dice ‘entra a por uvas’, y te pone así los dedos es con el propósito de retorcerte la nariz?
-Yo pensé que me decías que entrara a por uvas a la viña.
-Y esa era mi primera intención, pero primero quise ver si picabas, y picaste... bueno, ¿vas tú a por uvas o voy yo?
Felipe bajó del carro y subió con dos enormes racimos de uvas negras pequeñas pero muy sabrosas. Cogiendo los racimos por el ramo, en cuatro segundos acabaron con ellos a mordiscos. Sin darse cuenta habían llegado a Logroño, pronto se lo hizo notar un guardia de circulación, que les llamó al orden cuando pretendían saltarse un semáforo en rojo.
-¿A dónde van ustedes?
-Vamos a la residencia de ancianos.
-Con este carro no pueden ir por la calle principal, vayan por aquella de allí que hay mucho menos tráfico.
-¡Vale, muchas gracias agente! –respondieron los dos al unísono.
Aun así les costó lo suyo llegar a su destino. Por fin entraron en el patio de la residencia guiados por una monjita.
-¿A quién quieren ver ustedes?- preguntó la hermana.
-A la señora Angustias, que es mi madre- dijo Antonio.
-Pasen por favor.
Les condujo por un estrecho pasillo hasta un salón enorme donde había un montón de personas mayores, sentadas en mesas de a cuatro. En una de las paredes había colgado un televisor, al que nadie miraba, o si lo hacían, era con la mirada perdida.
-Felipe -le dijo Antonio- aquí no hay ningún cuadro.
-¿Te parece poco el que tenemos delante?
Mientras Antonio charlaba con su madre, Felipe se sentó en una mesa al lado de tres ancianos, dos hombres y una mujer.
-Buenos días, ¿cómo están ustedes?
Hubo de repetirlo varias veces, hasta que recibió contestación.
-Buenos días señor, bien, vamos tirando.
-¡Vaya!, pues no les va tan mal si les sobra para tirar.
Parece que la broma nos les hizo ninguna gracia, pues permanecieron con un gesto serio y sombrío.
-Mire señor, al entrar aquí a más de uno se nos quitan las ganas de bromas -dijo Juan, uno de los señores. Tengo ochenta años, ya llevo aquí cuatro, y me voy muriendo a pedazos, entre dolores de todo tipo, soledad y angustia. Estamos como pajarillos enjaulados, tenemos todas nuestras necesidades básicas cubiertas, pero nos falta verdadero cariño.
-¿No tiene usted hijos? -preguntó Felipe.
-Sí, cuatro, pero hace ya tiempo que no vienen, dicen que les da mucha pena verme así.
-Y ¿por qué no se lo llevan a casa?
-Dicen que no tienen sitio.
-¡Y una mierda, lo que no tendrán serán ganas!
- No lo sé, pero aquí me tiene, que estoy que no me tengo y no los tengo.
-Y ¿usted señor cómo está?
-Pues mal señor, muy mal, lucho desde hace tres años contra un cáncer de estómago, me estoy quedando en los huesos, me está comiendo poco a poco, pero apenas me deja comer.
-Y ¿usted señora, qué tal?
-Fastidiada hijo, tengo ya noventa años, mejor que me muriera, pero el señor no quiere llevarme, a los viejos no los quiere ni dios.
-No diga eso señora, verá como un día se acuerda de usted.
-¡Calle! ¡Calle! No diga eso ni en broma, a ver si le va a oír.
-Pues ¿no decía usted antes que quería morirse?
-Sí, eso se dice, pero cuando imaginas la muerte de cerca todos la espantamos como podemos. Y mire usted que ya ni veo, ni oigo apenas, pero aun así no quiero morir.
Felipe aún pudo charlar con varios ancianos. Cada uno le contó sus aventuras, y estaba el hombre abrumado por tanta pena, cuando Antonio vino a donde estaba pidiéndole que abandonasen el lugar para volver al pueblo.
-¿Vamos, Felipe?
-Cuando quieras Antonio, por un lado dan ganas de quedarse con estos pobres y por otro, estoy deseando de salir, porque me ahogo de pena y de rabia, al verlos así.
Cuando ya tomaron camino del pueblo, Felipe le dijo a Antonio.
-Jamás olvidare la lección de hoy. ¿Quieres creerme, que mientras pensaba en esos pobres no me dolía nada?
-Claro que te creo Felipe, ya te lo decía esta mañana, que si dejas de mírate al ombligo y miras a tu alrededor, siempre encontrarás personas que están en peor situación que la tuya. No debemos alegrarnos del mal ajeno, como aquel que dice que el mundo funciona así: “estoy jodido y me alegro, de verte jodido a ti, que otro jodido se alegra, de verme jodido a mí”. Los que piensan así son unos imbéciles, porque el mal de otro no le va a quitar el suyo. Pero sí debemos conformarnos, viendo a través de otros, que siempre las cosas pueden ser peor. Luchando siempre por superar cualquier problema, y cuando no puedas hacer más, mira, piensa y ayuda a los demás, y verás….

Moraleja
Todos tenemos problemas
aunque algunos no lo crean.
No lo hagas para alegrarte
sino para conformarte.
Si de moral estás bajo
mira desde ti, hacia abajo.

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