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martes, 3 de enero de 2012

La liebre y el cazador

Cuando finalizó Fidela el cuento, ya estaba anocheciendo.
- ¡Chicos, vamos a recoger todo antes de que se haga de noche!
Poco caso hicieron los hijos al llamamiento de Pío, todos estaban dispuestos a marcharse, sí, pero de vacío. Por fin, cada uno metió en su mochila lo que había traído y se dirigieron a casa.
Lo primero que hizo Pío fue hacer fuego; primero puso unos tomillos secos como cama y encima varios troncos de haya. Pronto el fuego cogió fuerza; al principio venía a ser como si el propio infierno hubiera descendido a la cocina, chisporroteos, lenguas de fuego de diferente longitud que unas veces lamían los troncos y otras, querían dar lametazos por la chimenea. E incluso alguna atrevida pretendía hacerlo en el suelo. Poco a poco se fue calmando,  y los troncos de haya dejaron ver sus entrañas rojas, blancas, azuladas, al tiempo que se iban desintegrando formando en la base un montón de ascuas.
El primero que se había colocado al lado del fuego fue el gato. Se hizo el dormido, y digo que se hizo, pues al mínimo movimiento abría un ojo y luego volvía a cerrarlo. Acto seguido fue el perro; éste no se puso tan cerca del fuego como el gato, lo hizo en el lado opuesto, observado de vez en cuando por aquél, que tenía controlados todos sus movimientos. En una de éstas, Pío fue a echar más leña al fuego y sin querer le pisó la cola al gato. Este saltó y sin proponérselo se echó encima del perro.
Para qué contaros la que allí se armó, en una de las veces el perro consiguió coger al gato por el cuello, le zarandeó de un lado para otro y todos temieron por su vida. Pero como todos sabemos, el gato tiene siete, que es una forma de decir que es duro de pelar. No sé cómo el gato, logró ponerse debajo de la tripa del perro y se pegó a él, con los dientes y con las uñas. Por más que el perro quería morderle era inútil, pero el gato como podía iba haciendo de las suyas.
El perro ladraba lastimosamente como pidiendo auxilio, al que acudió Agapito, dando al gato una patada y sin querer le mandó al fuego.
¡Mira!, pegó tal brinco el gato al sentirse quemar sus patas, que salió por la chimenea como un cohete. Ni qué decir del alboroto que se había armado en casa.
Por fin, mientras Fidela preparaba la cena, Pío propuso a los demás que contaran algo.
- Hasta ahora, digamos que hemos llevado un orden riguroso para contarnos cuentos, con la ayuda de la abuela, pero ya veis que la pobre se duerme. ¿Qué os parece si lo hacemos a nuestro aire? Pienso que así nadie quedará obligado y que cada uno lo haga cuando le apetezca.
- Bien - dijeron todos.
- Entonces que comience el que lo desee.
Fue el abuelo Agustín el que levantó la mano, indicando con ello que quería ser él, comenzando de esta manera:
- En un pueblo de Castilla, había un cazador que tenía fama de que dónde ponía el ojo ponía el cartucho. Como un día cualquiera, se levantó temprano, cogió su escopeta y se fue al monte en busca de alguna presa. El día anterior había tenido mucha suerte, estaba levantada la veda para la codorniz. Se introdujo por los inmensos rastrojos con sus dos perros, Listo se llamaba uno y Espabilado el otro. Aún quedaban trigales sin segar.
A él le estaba prohibido meterse entre ellos, así que mandó a los perros que lo hiciesen. Obedientes y atentos a su voz, los dos perros fueron peinando el trigal sin dejar un centímetro despeinado. Luciano, que así se llamaba el cazador, esperaba atento con la escopeta en prevengan. Tan pronto como uno de los perros se quedaba quieto, como una estatua con una de sus manos levantada, Luciano sabía que allí había codorniz. Los perros se acercaban lentamente, sin respirar, en ese instante se oía el silencio. Por fin, de repente, se lanzaban y es cuando la presa echaba volar, circunstancia que aprovechaba Luciano para afinar su puntería y hacer el disparo. Toda la mañana anterior se la pasó de este modo y se trajo a casa, atadas al cinto, más de un par de docenas de codornices.
Siempre era la envidia de todos los del pueblo; la de algunos era sana, pero otros rabiaban al verle y le decían que dónde las había comprado. Luciano pasaba de éstos últimos, sabía que más de uno hablaba así porque eran muy malos con la puntería. Para compensarlo se iban a un pueblo de al lado donde había un señor que tenía una granja de esas que se dedican a venderte las aves que quieras, las van soltando por el campo en poco espacio de terreno. Luego van los compradores y se entretienen cazándolas. Pero eso a Luciano no le hacía ninguna gracia, eran aves que volaban a ras de suelo, por tanto eran presa fácil. A él le gustaba salir a campo abierto y allí, en igualdad de condiciones, seguir a la presa, a veces incluso toda la mañana para en muchos casos, quedarse con la miel en los labios.
No digamos de algunos de los mencionados anteriormente, que ni siquiera permitían que las aves compradas fuesen esparcidas por el campo. Como haciendo una gracia, ponían delante de sí la jaula llena de aves y allí mismo disparaban a placer. A Luciano este solo pensamiento de revolvía el estómago. Cómo podían llamarse cazadores, aquellos canallas, se decía a menudo.
Como os decía al principio, después de que el día anterior lo pasase entre trigales, hoy le apetecía meterse por el monte de arriba, a ver si tenía un poco de suerte y cazaba alguna liebre. Andando, andando, pudo ver varios hoyos en el suelo, donde alguna liebre había estado encamada. Por algunas cagarrutas que había en una de ellas y como Luciano era un experto, pudo certificar que cerca estaba la liebre, dado que las cagarrutas aún estaban tiernas.
Hacía una mañana espléndida, la temperatura era un poco fresca, pero como el sol calentaba de lo lindo daba gusto caminar. El terreno era suave, salvo algún montículo sembrado por doquier de tomillos en flor y de espliego. Sin querer, Luciano iba tronchando los mismos y ellos, a sus pisadas respondían devolviéndole un aroma exquisito, que entrando por la nariz alegraba el cuerpo y el alma.
Más o menos como nos portamos los seres humanos, que si nos pisan un simple callo ponemos cara de mala leche, si no le pisamos al que accidentalmente lo hizo.
Casi con esta maravilla de día, Luciano se había olvidado de que estaba cazando, cuando de pronto su perro Listo comenzó a ladrar seguido por Espabilado. Rápidamente Luciano se echó escopeta al hombro no sin antes meter los cartuchos correspondientes y se puso a seguir a los perros. Pronto pudo ver cómo una hermosa liebre saltaba como si el suelo no fuese de tierra, sino de ascuas. Cuando le sacó una buena ventaja la liebre se sentó sobre sus posaderas. Levantó al aire el resto del cuerpo y en esa postura tan graciosa, girando la cabeza a modo de periscopio, parecía que se burlaba de ellos, invitándoles a seguirla.
A Luciano le vino a la memoria lo que en cierta ocasión le había contado su padre:
- Mira hijo, las liebres son como las mujeres, si alguna vez te encuentras con alguna, hazte notar, pero no la persigas demasiado, porque correrá cada vez más. Cuando ella vea que no la persigues, se sentirá ofendida. Entonces se posará pavoneándose, provocándote, y ese es el momento. Si es una mujer, para darte cuenta de que está a tiro y si es una liebre de que debes pegárselo.
Así que Luciano se dispuso a disparar pero en ese momento, para asombro suyo,  la liebre en vez de huir, vino corriendo hacia él. Ante una acción tan extraña como aquélla, Luciano se quedó pasmado y fue incapaz de disparar. La liebre se puso a sus pies en una postura suplicante,  juntas sus dos manitas y con lágrimas en los ojos:
- ¡Por favor! No me mates, he decidido venir donde ti para suplicarte, podía haber intentado huir pero no quise tentar a la suerte. Si me hubieras matado, mis niños se hubieran quedado sin madre. Han venido al mundo ayer, necesitan de mis cuidados, de no ser así morirían de hambre. Ten piedad de ellos, no suplico por mi vida, sino por la de ellos.
Luciano, que era un hombre sensible y honrado, se emocionó, se puso de rodillas, cogió a la liebre, la estrechó entre sus fornidos brazos y le dijo:
- Mira criatura, yo salgo a cazar porque no puedo reprimir mi instinto natural, no por necesidad. Si mi vida dependiera de comerte o dejarte, con toda seguridad mi vida sería antes que la tuya, no tengo yo la culpa, está montado así. Pero no es el caso, tengo la nevera llena y te puedo asegurar que siempre que mato una presa, siento pena después, pero ya no hay remedio. Ve con tus hijos, mujer, yo soy un cazador pero no un canalla.
La liebre acercó su cabecita a la suya, como queriendo darle las gracias y de un brinco se puso en el suelo; en menos que canta un gallo desapareció. Luciano llamó a sus perros para que la dejaran en paz. Jamás en su vida había sido tan feliz como en ese momento. Descargó la escopeta y silbando de contento siguió disfrutando de aquel día maravilloso.





                                                       Moraleja:
Matar a cualquier bicho
y por puro capricho
no lo veo natural
¡no lo hace ni un animal....!
                                            





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