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domingo, 22 de enero de 2012

Mamá, ya tengo trabajo.

Cuando el abuelo Agustín terminó el cuento, Petra, la más pequeña, exclamó:
- ¡Qué bonito, abuelo! Tiene que ser muy triste no poder ver a los tuyos teniéndolos tan cerca.
- Sí, Petra, pero más triste es tener la vista y no poderse ni ver...
- ¡No le coma a la cabeza a la niña! - dijo Pío - qué sabe ella de egoísmos, envidias y odios humanos, ya tendrá tiempo.
- ¿Qué le ha parecido el cuento, abuela?
- No me entero de nada.
- Pues a veces, eso es una suerte - le dijo Fidela - ¡Saque otra papeleta!
La abuela se la ofreció a su nuera, la tomó, echó una sonrisita y dijo:
- Pío, te ha tocado.
- Bueno, pues yo voy a contar un cuento que oí hace mucho tiempo, y ya no me acuerdo a quién.
Cuentan que, en un pueblo manchego, vivía un matrimonio con sus seis hijos. La mayor tenía catorce años y los demás, no pasaban de ocho. Tenían cuatro tierras, que habían heredado de sus padres, que aun trabajándolas duramente les daban apenas para vivir. El padre trabajaba de sol a sol, la madre atendía a sus hijos, y aún sacaba tiempo para echar una mano a su esposo.
Tan pronto como los niños cumplían cinco años, ya ayudaban a sus padres en lo que podían. Como tenían unos cuantos conejos y en invierno la hierba escaseaba, sus padres les mandaban a coger tronchos de berza por los alrededores de la finca de un terrateniente que había en el pueblo. Este echaba las berzas enteras a las ovejas y los tronchos que dejaban, los arrojaba por la tapia. Como el suelo tenía cinco centímetros de hielo, tenían que arrancarlos. Cuando tenían un buen brazado, lo llevaban a casa. Los conejos se comían lo más tierno y lo que quedaba, que parecía un hueso, servía para hacer fuego.
En otras ocasiones, los llevaba su padre a coger olivas, cuando hacía un frío que pelaba. Salían de casa de madrugada, y volvían al atardecer, sin haber comido otra cosa que unas patatas asadas al amor de una brasa moribunda.
Cuando llegaba el verano había que trabajar duro. Cortar la mies, acarrearla a la era, que era una campa lisa donde se echaba el trigo para trillar. Con un trillo y una yunta de burros había que estar todo el día tirando, para luego, sirviéndose del viento, separar el grano de la paja.
Estando un día cogiendo garbanzos, el hijo mayor le preguntó a su padre: 
- ¿Quién fue el primero que puso vallas al campo?
- ¡Pues no lo sé, hijo! Imagino que al principio habría poca gente y en relación, mucha tierra. Pero a medida que fuimos aumentando, cada cual se iba apropiando del mayor trozo de terreno que podía, usando unas veces la fuerza, otras la astucia y algunas la inteligencia, formando grupos donde el sudor de todos, generaba sustento para todos. Pero éstos, dijo, serían los menos, por lo que se ve ahora. La mayoría, como te he dicho antes, se impondrían por la fuerza. Y así hemos llegado al día de hoy, donde cuatro desaprensivos, por cuatro duros exprimen a los demás.
- ¿Y por qué no se levantan contra ellos, padre?
- No es tan fácil hijo, tienen el dinero, otros el poder, apoyado por las armas.
- ¡Pues eso no es justo, padre!
- Justo, hijo, era un señor que se llamaba así y murió hace tiempo.
 - ¿Os estáis durmiendo? dijo Pío.
- No padre, siga que el cuento se las trae...
- Sigo entonces. Un día el padre cayó muy enfermo. Poco a poco fueron comiéndose cuanto tenían, hasta el punto de que la madre le dijo a la mayor:
- Hija, sintiéndolo en el alma no vas a tener más remedio que ponerte a trabajar.
- No se apure madre, preferiría trabajar aquí, pero si no puede ser de otro modo lo haré. 
 Sin decirle nada a su madre, se fue decidida a casa del terrateniente. Un montón de perros le ladraban sin cesar,  con cara de pocos amigos.
Al fin, apareció el dueño.
- ¿Qué quieres tú?
La niña, ante su presencia, se quedó cortada.
- Pues, pues, vengo a pedirle trabajo.
- ¿Tú no eres la hija de Damián?
- ¡Sí señor!
- ¿Y qué le pasa al vago de tu padre?
- Que está enfermo.
- ¿Enfermo? Ya me conozco yo las enfermedades de los que son como vosotros.  ¡Cuento que es lo que tenéis! Y ¿qué es lo que sabes hacer?
- Pues de todo un poco, llevo trabajando desde que tenía cinco años.
- Siendo así igual te puedo sacar provecho.
- ¿Cuánto me dará usted?
- ¡Ya empezamos con lo de siempre! ¡Cuánto, cuánto! Dile a tu madre que venga y ya hablaremos
- ¡No!, quiero saberlo ahora.
- ¿Te parece un duro y la comida?
- Vale, pero ¿qué tendré que hacer?
- Pues hacer la casa, la comida, atender a mis dos hijos pequeños. Mi señora bastante tiene con pintarse las uñas, yo con ir al café y de caza con los amigos, llevar las cuentas de lo que gano, tengo también lo mío...
- Bueno, señor, a ver qué dice mi madre.
La niña llegó a su casa loca de contenta.
- ¡Mamá, mamá! ¡Ya tengo trabajo!
- ¿Y quién te lo ha dado?
- Uno que no lo quiere ver ni en pintura, se lo da a los demás por un duro y las sobras de su mesa. Ha sido el terrateniente, madre.
- Es una miseria hija, ya lo sabemos, pero lo necesitamos.
- Tranquila madre, ya se recuperará papá y podremos valernos por nosotros mismos. Además, viendo la cara de asco que tiene el dueño, prefiero seguir viviendo toda la vida con estrecheces pero queriéndonos. 

Moraleja:
No serás terrateniente
trabajando honestamente
con el sudor de tu frente,
sino, con el del de enfrente...

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