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martes, 3 de enero de 2012

La abeja y el oso

Cuando terminó el cuento, Pío bajó la cabeza un tanto avergonzado ante la mirada de censura que le lanzó el abuelo Agustín. A Pío le gustaba mucho cazar y no es que fuese de aquellos que disparan a cualquier cosa que se mueve. Pero el cuento le había hecho reflexionar y de alguna manera comprendió que lo que hacía, a menos que fuese por necesidad, no estaba bien.
- Ahora soy yo - dijo Paula- , la que quisiera contar uno que leí hace muy poco. Se trata de unas abejas y un oso.
Era una primavera del año... bueno, no recuerdo la fecha. Lo cierto es que en un pueblecito de la Mancha, un señor tenía varias colmenas, pero no pensaba sólo en sí mismo, aunque no era un hombre de letras sabía que si cuando cogía la miel no dejaba la suficiente para el mantenimiento de las abejas, estas morirían o se irían a otra parte. Así que respetando esta norma vivía y dejaba vivir que es de lo que se trata.
Pues como iba diciendo, un día de primavera Marceliano, que así se llamaba el señor de las colmenas, salió de su casa con el ánimo de echar un vistazo a sus abejas.
Antes de llegar al sitio, y por todos los lados, veía como las  abejas se afanaban, yendo de un lado para otro en busca de las flores más diversas. Cuando las localizaban, metían la cabeza hasta el cuello y chupaban el néctar con verdaderas ansias; sin darse cuenta se pringaban casi todo el cuerpo de polen y de este modo iban fecundando a otras flores. ¡Labor maravillosa!, porque gracias a eso podemos disfrutar en verano de esos frutos tan jugosos. 
Estaba Marceliano absorto con esta maravilla cuando de lejos aún, pudo ver cómo un gran oso merodeaba por el colmenar. No llevaba otra cosa que una garrota en la mano así que se acercó sigilosamente pero no demasiado, sabía que un zarpazo de aquel animal podía matarlo. Se escondió detrás de un gran romero y con mucho dolor y asombro contempló la escena dramática que tenía ante sí.
El oso daba zarpazos sin control y ya había destrozado varias colmenas, metía sus manos y cogía los panales casi enteros llevándoselos a la boca. Los engullía con cera y todo.
Las abejas estaban agrupadas en el suelo y le decían:
- ¡Por favor! No destroces nuestro hogar, no sólo por la miel que es nuestro sustento, sino porque dentro están nuestros hijos. Coge si quieres, con cuidado, la necesaria pero no mates a nuestros hijos.
El oso hacía caso omiso de sus lamentos, el seguía con lo suyo, destrozando cuanto pillaba a su paso.
Todas las abejas menos una, no hacían otra cosa que llorar y llorar. Pero una de ellas, harta de tanto lamento por un lado, y de tanto abuso por parte del oso, ni corta ni perezosa, salió como una flecha del grupo y fue a clavar su aguijón en el ojo derecho del oso.
Este, al sentir el pinchazo, gritaba como un condenado.
- ¡Cabrita, cabrita! ¡Qué me haces!
- No soy una cabrita, soy una abejita.
- Pues, ¡aparta, maldita!
El oso, desesperado, se echó una mano al ojo, pero con tal fuerza que se lo sacó de cuajo.
No veáis cómo se puso, medio ciego daba golpes al aire. La abejita, al impacto del zarpazo había caído al suelo y perdido el conocimiento, pero las otras fueron en su ayuda. Cuando se recuperó dijo:
- ¿Qué me ha pasado, dónde estoy?
- Tranquila mujer, has sido muy valiente y gracias a ti no lo ha destrozado todo el oso.
Mientras decían esto, vieron venir al oso muy furioso, erguido y enseñando los dientes, un ojo desorbitado y el derecho medio colgando a la altura de la nariz.
Crecidas por la actuación de la abejita, no se lo pensaron dos veces. Todas agrupadas se lanzaron contra el oso, picándole cada una por dónde podía.
El oso ante aquel ataque en masa no pudo hacer otra cosa que poner pie en tierra y salir corriendo. Cuando pasó por el lado de Marceliano, éste le dio un par de garrotazos.
El oso, ni siquiera se volvió, siguió su carrera loca yendo a parar a un precipicio por el que cayó quedando muerto en el acto.
Las abejas regresaron al colmenar donde encontraron a Marceliano llorando amargamente.
- ¡Llora, llora, llorón! Lo que tenías que haber hecho, era defendernos y no esconderte detrás del romero, ¡madero!
- Lo siento pequeñas mías, pero tuve miedo. Pero no os preocupéis. Ahora mismo voy a poner en orden todo esto y haré unas colmenas nuevas, para sustituir las que ha roto.
- Más te vale, Marceliano. De ello dependen nuestras vidas y el que tú sabores nuestra miel. Y no olvides poner una valla, para que no pueda entrar el oso.
Mientras Marceliano ponía manos a la obra, para restaurar todo aquello, las abejas pusieron a la abejita valiente encima de una colmena y le dijeron:
- Desde hoy te nombramos nuestra reina, ya que lo tienes bien merecido por tu valor y por el ejemplo que nos has dado.
Al oír estas palabras, la reina auténtica del enjambre, dejó oír su voz con estas palabras:
- ¡Vuestra reina soy yo! Nadie puede usurparme el título, que por naturaleza me corresponde. No olvidéis que yo soy la que pone los huevos en la colmena y que gracias a eso la colmena es un hervidero de vida.
- No dejamos de reconocer la labor tan meritoria que te ha otorgado la madre naturaleza, pero tendrás que reconocer que si es importante dar la vida no lo es menos el defenderla. Y la verdad, en eso de defenderla tú no has sido lo que se dice un buen ejemplo. Deberíais habernos capitaneado desde un principio, y todo este desastre se podía haber evitado, pero eres una huevazas y no lo decimos por la cantidad de huevos que pones, tú ya nos entiendes... así que te guste o no, de ahora en adelante seguirás poniendo huevos que es lo tuyo. Y como para ese menester no necesitas la corona real, permítenos que te despojemos de ella y se la pongamos a nuestra heroína, que aún siendo la más pequeña, se ha portado como una auténtica reina.
Cuando ya tenía puesta la abejita la corona, todas se inclinaron haciendo una profunda reverencia y para asombro de todas hasta la reina huevona, que con ello daba a entender su reconocimiento a la reina valiente.
- ¡Gracias, queridas amigas! Mirad que no digo súbditas, pues si os considerase como tales, bien podría ser que en los momentos críticos, pensara más en mí que en vosotras, por eso os llamo amigas.
Con un gran aplauso acogieron todas aquellas palabras.
Con una reina así, difícil lo tenía cualquier oso que osara meterse con ellas.




Moraleja:
Más se parece vivir
a luchar que a danzar
por tanto poco dormir
para alerta siempre estar.

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