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domingo, 22 de enero de 2012

El párroco y las hijas de María.

Mucho antes de que Paula terminara de contar el suyo, la abuela ya tenía la papeleta en su mano.
 La cogió Agapito, y leyó:
- ¡Prudencio!
- ¡Vaya! ¡ya era hora! Mamá, yo os voy a contar uno, que os vais a partir de risa.
- ¡Cuidado, Prudencio! Sé prudente, que hay ropa tendida, y a ti te van mucho los cuentos y chistes verdes.
- ¿Es verde el que vas a contar?
- Sí, pero de un verde clarito, casi no se nota, además Paula no se va a enterar.
- ¡Eso lo dirás tú! - dijo Petra -, los niños de ahora saben todos latín, no como hace años, que sólo lo sabían los curas.
- Mamá - dijo Prudencio -, saber no es malo, depende del uso que se haga de ello, peor es la ignorancia y si no me crees a mí, escucha el cuento y te convencerás. 
En un pueblo aragonés, situado en la montaña, donde el frío en invierno pela hasta las patatas, con no más de trescientos habitantes, estaba a cargo de la pequeña parroquia de Santa Eulalia, de la que dependían las demás iglesias de los pueblos de alrededor, don Inocencio, que así se llamaba el párroco.
Tenía una nutrida clientela entre beatas, ricos, que querían serlo también en el otro mundo, e hijas de María, que solían serlo las hijas de estos últimos, pues las hijas de los campesinos, no tenían mucho tiempo para rezar, aunque se acordasen de Dios y de la Virgen cada vez que tenían que ayudar a sus padres en el duro trabajo de la tierra.
Don Inocencio tenía treinta años, casi recién salido del horno, sabía mucho de filosofía, teología y de la Biblia, pero de la vida, cruda y dura, no tenía ni idea. No obstante como hombre joven que era, tenía, además de rezar, las necesidades que todos los seres humanos no podemos esquivar: comer, dormir, respirar, defecar y copular. El hombre llevaba con gran naturalidad todo, menos lo de no poder copular. Había hecho voto de castidad, pero no podía evitar el arder en deseos, pese al voto, de ponerse las botas.
Cuando le venían estos malos pensamientos, se flagelaba, rezaba a Dios y a todos los Santos, pero ni por esas. Sus deseos se aumentaban cada vez más. El pobre hombre estaba angustiado y fue a ver al señor obispo, le explicó su caso y el obispo, que tenía ya 75 años, le dijo que no se preocupase, que con el tiempo todo se cura, que lo mismo le pasaba a él cuando era un simple cura. Que ahora, su cuerpo ya no le pedía otra cosa que sopitas y buen vino. 
Don Inocencio volvió al pueblo, convencido de que con el tiempo se le pasaría pero ¿y hasta entonces? ¿cómo podría apagar aquel fuego en el que ardía?
- Rezaré, y Dios me ayudará  - se dijo.
Como todos los años, llegó el mes de mayo, mes dedicado por entero a la Virgen María.
Las hijas de María le traían a la Virgen ramos de flores silvestres preciosas, cada día. Iban todas, que eran unas veinte, a cogerlas al campo. Uno de estos días le invitaron al padre Inocencio, para que las acompañara.
- ¡Venga, don Inocencio, verá qué bien lo pasamos!
El, se resistió al principio, pero por fin se animó.
Era un día maravilloso. Cielo azul con algunas nubes, que parecían de algodón, un sol radiante que hacía posible la nitidez de aquellas florecillas de todas las formas y colores. Abejas que se afanan yendo de una flor a otra para recoger el polen... en fin, era un hervidero de vida, al que se sumaban las hijas de María, con sus vestidos de colores, que de vez en cuando el viento juguetón levantaba, dejando ver, lo que mejor sería no ver, de no poder coger...
- ¡Mire, padre, qué flor morada más preciosa!
Se mordió los labios, para no decir lo que pensaba.
- ¡A mí sí que me estáis poniendo morado! ¡Dios mío! aparta de mí este cáliz...
De un pinar próximo se oyeron gritos de auxilio. Todas pretendían ir a ver qué pasaba, pero el padre Inocencio no se lo permitió, alegando que, no sabiendo quién era, podría ser peligroso.
- ¡Vosotras seguid cogiendo flores! Yo voy a ver qué pasa.
Se adentró un poco en el pinar, y cuál no fue su sorpresa cuando vio que la que gritaba era Consuelo, una de las hijas de María.
- ¿Qué te pasa, Consuelo?                                                                   
- Que se me ha metido un bicho entre la ropa y no lo veo, por más que lo busco, pero me pica mucho, padre.
- Acércate, para ver si consigo encontrarlo ¡no te preocupes! no puede ser muy grande, así que no te va a comer. Lo primero que tienes que hacer es quitarte el vestido.
Consuelo obedeció inocentemente, y se lo dio al padre para que lo examinase. El, hizo como que lo miraba con detenimiento y luego dijo:
- ¡Aquí no hay nada! lo tendrás en otro sitio ¡quítate el sujetador!
- ¡Me da mucha vergüenza!
- Tranquila Consuelo, quien tiene vergüenza ni come ni almuerza. Además yo soy un santo varón, con buena vara - dijo por lo bajinis el padre Inocencio.
- ¿Qué ha dicho, padre?
- ¡Nada, nada! cosas mías.
- ¡Prudencio, si vas a seguir en ese tono mejor que te calles! - le dijo Fidela a su hijo.
- Tranquila mamá, trataré de contarlo sin que te moleste.
- Ya que te quitas el sujetador, quítate también las bragas, así acabamos antes. 
- De nuevo el padre simuló que observaba las prendas con detenimiento y al fin dijo:
- Aquí no está tampoco.                                                    
- ¿Y dónde puede estar? - dijo Consuelo.
- Pues igual se ha metido en el monte de Venus - contestó el padre Inocencio.
- No creo que se haya metido en el monte, porque a mí me sigue picando mucho.
- Si no digo en el pinar hija, el monte de Venus se llama al vello que tienes debajo del ombligo.
- ¡Ah! Yo no lo sabía padre.
- Deja que te mire yo, a ver si lo encuentro, ¡que tú eres más torpe!... El caso hija, es que aquí hace mucho calor ¿te importa que me quite la ropa?
- No padre, así me dará menos vergüenza estando los dos igual.
- ¡Oh! ¡Oh! ¿Qué es eso? - dijo Consuelo, señalando con el dedo por debajo de la cintura al padre Inocencio.
- ¿Esto? Es un palito que me trae frito.
- ¿Y por qué, padre?
- Porque no para quieto, ni aun cuando estoy dormido.
- Pues tiene que ser molesto, padre.
- Sí hija, no lo sabes tú muy bien. Bueno, voy a ver si está el bicho en el monte.
Miró y miró y al fin, no vio.
- ¡Pues aquí no está! ¿No se habrá metido en la cueva que hay debajo del monte? - dijo el padre. 
Consuelo siguió:
- Pues si se ha metido ahí, lo tenemos claro padre, a ver quién lo saca.
- ¿Te parece que lo intente con el palito?
- Sí, padre, que ya lo siento otra vez, y estoy segura de que está ahí.
Don Inocencio metió el palito y tan pronto como lo hizo, Consuelo comenzó a dar gritos:
- ¡Huy! ¡Ay! ¡Ay! ¡Oh! ¡Ah! ¡Ahí! ¡Ahí!
- ¡Hija, ponte de acuerdo contigo misma! No sé si gritas de dolor o de placer, o si me indicas dónde está el bicho.
- ¡No importa padre, siga buscando y no haga caso de lo que diga yo!
El padre Inocencio se pasó un buen rato, y nunca mejor dicho, buscando el bicho.
Por fin, cayó rendido.
- ¡Uf! ¡Uf! Estoy agotado, hija. Este bicho me está matando.
- ¡Pues a mí me está animando! - contestó Consuelo - y el caso es que no deja de picarme.
- Pues habrá que dejarlo para otro día.
- Como quiera padre, pero, ¡no se olvide!
Se vistieron y fueron a juntarse con las demás.
- ¿Qué había pasado, padre?
- Nada hijas, que a Consuelo se le ha metido un bicho, en una parte delicada, yo no he conseguido encontrarlo. La verdad es que no me he atrevido a mirar por debajo del vestido, a ver si alguna de vosotras lo encuentra, la está martirizando a la pobre.
- ¡Ven Consuelo! - dijo una de ellas, y se la llevó detrás de un seto.
Muy astuta Consuelo, con disimulo, cogió el primer insecto que encontró y se lo puso a la entrada de la cueva, de manera que no le fue difícil encontrarlo a su compañera.
Después de un rato volvieron las dos tan contentas.
- ¡Ya lo hemos encontrado, padre!
- ¡Gracias a Dios, hijas! ¡Hala! Vámonos al pueblo, que ya es hora de almorzar.
- ¿Qué os ha parecido el cuento? - dijo Prudencio.
- Es divertido - dijeron todos -, pero de verde claro, nada. ¡Tú siempre el mismo!
Moraleja:
Si una mujer te pidiera
que de un balcón te tiraras
mejor que al Señor rezaras,
ya que al final lo harías
por muy párroco que fueras.

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