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martes, 10 de enero de 2012

Los hijos y los pajaritos

Cuando acabó Paula, fue Pío el que se dispuso a contar el siguiente, un tanto malhumorado por el chaparrón de reproches que, unos de viva voz y otros con su mirada, le habían hecho con motivo de la caza.
Así que después de carraspear un poco, comenzó de esta manera:
- Érase un hombre que tenía cinco hijos. Mientras fueron pequeños, él y su mujer se habían desvivido por sacarlos adelante. En el primer año del nacimiento de cada uno de ellos, apenas si podían dormir él y su mujer. Cada dos horas había que darles de mamar, y a algunos hubo que darles el biberón. No veáis la cara que ponía José, que así se llamaba el marido, cada vez que el niño berreaba a cualquier hora de la noche, cuando acababan de coger el sueño, interrumpido por el biberón anterior. Mientras su mujer María, trataba de callar al niño metiéndole el chupete o el dedo pulgar, cuando el dichoso chupete no aparecía por ningún lado.
José, como digo, se tiraba de la cama medio dormido, iba a la cocina y preparaba el biberón. Se lo entregaba a María, ésta se echaba unas gotas en el antebrazo, por la parte interna, para comprobar la temperatura antes de dárselo al niño. José, que se había metido rápidamente en la cama y  empezaba a roncar de nuevo, las más de las veces era despertado por María con frases como éstas:
- ¡Esto está que arde! ¡Qué quieres, que se abrase la criatura! ¡No vales para nada, ni siquiera para calentar un biberón! ¡Inútil, que eres un inútil!
Ahí le ves a José, levantándose de nuevo para ponerlo al baño maría, con agua fría. Antes de ir a la habitación se echaba un traguito, hacía un gesto de asco y se lo daba a María.
- ¡A ver si está bien ahora!
- ¡Ahora lo has dejado helado! ¡Cómo es posible que seas tan torpe, José!
- No lo sé.
El niño de turno croaba como una rana en celo. María le ponía en los brazos de José y se iba a la cocina, a preparar, como Dios manda, el biberón.
José le ponía el chupete al niño pero éste lo escupía una y otra vez. Después probaba metiéndole el dedo pulgar; el niño chupaba con ansias, a José le hacía cosquillas y tiraba de él con fuerza. El niño al notar su falta volvía a berrear.
- ¡La madre que te parió! ¡Te callas!
De este modo, lo único que conseguía era elevar el volumen de la musiquilla que se traía el chiquillo. En una de éstas, le tapó la boca con su manaza. El niño se ponía rojo y José negro. Por temor a ahogarle, aflojaba la mano de vez en cuando, dando lugar a una música como la que sale de una trompeta, cuando a intervalos, el trompetista pone la mano a falta de sordina. A ese sonido tan extraño, acudía María.
- ¡Qué le estás haciendo al niño! ¡Le vas a ahogar, animal! ¡Ven cariñín,  que tu padre es una bestia! ¿No ves qué pronto se ha callado conmigo?
- ¡Este sabe mucho, no ha nacido y ya distingue la tapadera del puchero!
- ¡Toma!, y trátale con cariño, verás cómo no llora.
María se fue de nuevo a la cocina, José para asombro suyo pudo comprobar que el niño se había quedado dormido en sus brazos. Viendo dormir al chiquillo, se puso a echar un pitillo. Echó unas bocanadas de humo con verdadero placer y al tiempo sintió cierta humedad entre sus piernas.
- ¡Caramba!, debo estar meándome de gusto, el pitillo me está sabiendo a gloria.
Siguió fumando tranquilamente, hasta que el calorcillo que sintió al principio se convirtió en frío. Con un gesto brusco, tiró el niño a un lado y pudo ver que tenía todo el pijama mojado.
El niño recomenzó a berrear como un energúmeno, José no sabía qué hacer primero, si atender al niño o a sí mismo. Por fin se decidió por lo primero, destapó el paquete de la criatura y con un movimiento reflejo se llevó ambas manos a la nariz. El niño tenía una torta, que no olía a gloria precisamente.
- ¡Madre mía, madre mía, qué porquería! ¡Quién me diría que un día, así me vería!
Con las yemas de los dedos pulgar e índice de la mano derecha y con sumo cuidado, cogió el pañal para depositarlo en el suelo, pero al elevarlo, la torta le cayó encima.
- ¡Dios mío, Dios mío, qué asco!
Aquello era una merienda de negros, el niño llorando por el suelo, José con la torta encima y María que en ese instante asomaba por la puerta con el biberón.
- ¡Te tengo dicho que no fumes donde esté el niño! ¡El niño no tiene que tener humos!
- ¡Humos, los que tú le harás que tenga el día de mañana, con tu comportamiento y si no, mira cómo te tratan los otros!
- ¡Eres como un niño, me dan ganas de darte una a torta!
- ¡No me hace falta, mira la que llevo encima!
- ¡Si es que eres un inútil! Para nada que haces, mira la que armas.
- ¡Mira, entre el niño y tú me tenéis hasta el gorro!
- ¡Pues que te creías amigo, que el tener hijos era sólo el placer que se siente al intentarlo! ¡No majo, esto es cosa de dos, te guste o no! Y si no, ¡no haberlos hecho!
Con todo este lío, el niño se había quedado sin tomar el biberón de las dos de la madrugada, pues ya eran las cuatro.
- Y ¿qué hacemos ahora José?
- ¡Y yo qué sé! ¡Dale el doble!
- ¡Cómo puedes ser tan animal, si hago eso va a reventar!
- ¡Qué pena!
- ¡No hables así, José! Es tu hijo.
- Bueno María, vamos a calmarnos, dale el biberón y a ver si podemos dormir un poco, que mañana quiero ir a hacer un poco de senderismo.
Al día siguiente, José salió como de costumbre a practicar su deporte favorito por un sendero estrecho y empinado muy pedregoso, por el que por un costado el agua había hecho una pequeña garganta que en ese momento bajaba llena de agua cristalina.
Subió no sin esfuerzo, hasta la presa del pantano. Como había llovido mucho la noche anterior, la presa se desbordaba por un costado formando una gran catarata de espuma blanca, que se estrellaba contra las rocas del fondo, produciendo un gran estruendo. A partir de ese momento el camino se anchaba y prácticamente era llano.
José sacó de la bolsa un pequeño transistor y se puso a escucharlo con los auriculares.
No había caminado un kilómetro, cuando vio que venía un señor, ya mayor, en dirección contraria. Al llegar a su altura ambos se pararon para saludarse.
- ¡Buenos días! - dijo José.
- ¡A los buenos días! - contestó el desconocido. ¿Buen día, eh?
- No está malo - contestó José.
- Me llamo Cirilo, para servirle.
- Y yo José, si le parece a usted que puedo servirle para algo.
- ¿Por qué dice usted eso, hombre?
- Pues porque sería usted el único que considerase que valgo para algo. En casa todos me tienen por un inútil sobre todo mi mujer.
- Bueno, ya sabe cómo son las mujeres - comentó Cirilo.
- Nunca están a gusto con nada, sobre todo si ya llevas unos años de casados. Durante los primeros años de matrimonio, todo son carantoñas por parte de los dos, luego vienen los hijos y la cosa se va liando, la madre tira para un lado y el padre para otro, y es cuando empieza el baile. ¿A usted  le pasa lo mismo, Cirilo?
- A mí, y a todo hijo de vecino.
Mientras hablaban de esta manera, en un gran zarzal que había a sus espaldas se oyó un ruido, como el que producen los pajarillos cuando acaban de nacer.
 José, con la punta de la cachava, separó un poco las zarzas y pudo ver un nido de petirrojo, cuyo padre salió volando en ese instante. Para asombro de los dos, la madre no se movió hasta que José no rozó el nido con la cachava.
Los pajaritos, cuando marchó la madre se escondieron lo que pudieron. Entonces, Cirilo cogió una ramita, la puso a unos diez centímetros por encima del nido, y la fue acercando poco a poco. Enseguida, para asombro de José, los cuatro pajaritos a un tiempo, como movidos por un muelle,  sacaron sus cabezas, bueno cabezas, por decir algo. Aquello era todo picos abiertos, de par en par, al que seguía un enorme cuello, tratando de coger cualquier cosa que se pudiera comer.
- ¿Lo ve usted, José? Siempre me ha llamado la atención esta estampa. No puedo evitar al contemplarlos, el acordarme de lo que son los hijos. La naturaleza es el mejor ejemplo de todo José. Cuando los pajarillos son pequeños, los padres se desviven para traerles alimento. Una vez pude ver un nido de águilas. Durante el primer mes, los padres traían una pieza al nido. Si era un conejo, por ejemplo, sacaban de sus entrañas los trozos más delicados y se los daban a los aguiluchos con todo el cuidado, y yo diría que el cariño del mundo. Y los polluelos abrían sus fauces a más no poder, sin dar sensación de hartarse jamás. Pasado ese tiempo, tanto el padre como la madre, llegaban al nido, dejaban la presa tal cual y, ¡arréglate como puedas! Al principio los polluelos se quedaban desconcertados, no sabían por dónde empezar, miraban a sus progenitores con cara de pena como queriendo decirles: ¡dame, dame tú, por favor! Pero los padres se hacían el soga. Ante la disyuntiva de comer o no comer, los hijitos aguzaban su inteligencia y, aunque al principio les costaba lo suyo, al fin terminaban por aprender a comer solos. Y este comportamiento José, lo tienen todos los animales. Es el mejor modo de asegurar la vida y su continuidad. Alguien dijo una vez: ayudar a los jóvenes, sí, a ayudarse a sí mismos. Lo que no es bueno, ni para ellos ni para los padres, es consentirles que chupen de la teta toda su vida.
- Tiene usted, Cirilo, toda la razón; pero en la raza humana, la cosa no funciona así, y son las madres las que no se resignan a destetarlos nunca. Y este es el motivo de que muchos matrimonios sean un infierno. Mire usted, Cirilo, yo no estoy hablando de dejar de quererles, pero por quererles, hay que dar la impresión de hacerlo un poco menos, para que aprendan a defenderse por sí mismos, porque nosotros no vamos a ser eternos.
- Tiene usted toda la razón José, pero las madres son las madres y los padres los padres. Ellas son incapaces de admitir lo antes dicho y lo que consiguen con ello es infernar el matrimonio y hacer de los hijos unos inútiles o unos calzonazos, siempre dispuestos a chupar del bote.
- Bueno Cirilo, he tenido mucho gusto en conocerle, yo vengo por aquí a menudo, así que ya nos veremos.
- Vale José, hasta otro día.
 

Moraleja:
La culpa de que los hijos
se parezcan a las lapas
no la tienen siempre ellos,
sino tú, porque te pasas...
 

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