(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

jueves, 12 de enero de 2012

El gran danés y el pequinés


En una ciudad cualquiera y en casi todos sus parques públicos, podemos ver a primera hora de la mañana, al mediodía, por la tarde y por la noche, como aquéllos que tienen su casa un perro de cuatro patas, le llevan a uno de estos parques para que hagan sus necesidades fisiológicas.
Aunque para cuando llegan al parque, gran parte de ellos se lo han dejado por las aceras, de modo que el ciudadano de a pie tiene que ir sorteando las dichosas cagadas para no pringarse.
Entre las cagadas de los perritos y los escupitajos de fumadores empedernidos, acatarrados y griposos, la verdad que da gusto andar por la ciudad.
La calle, que es la casa de todos, se diría que es de unos pocos. Gente que se para a charlar ocupando toda la acera, otros que van caminando de tres en tres o más, como los caracoles, haciendo caso omiso del resto de los viandantes que también tienen derecho a pasar por allí.
En fin, ni siquiera voy a ponerle nombre a la ciudad del presente cuento, imagínense ustedes una cualquiera y estará a tono con lo que le sucedió a los protagonistas.
Yo no soy amigo de parques, porque para qué: niños con patines o patinetes, que a la mínima te la meten... Si hay quince bancos, al principio en cada uno de ellos no hay más que una persona, todo el mundo quiere estar a su aire.
Excepto aquellos que han saboreado de tal modo la soledad que ya no pueden más y buscan consuelo en cualquier ser humano que tengan a mano. Porque al fin y al cabo, ninguno somos una isla más tarde o más temprano necesitamos la compañía de los demás.
El tema de conversación, al principio, suele ser el tiempo, el fútbol o la política para romper el hielo.
Puede caerte en suerte el pobre anciano que te cuente con todo detalle la guerra civil española, o que se te arrime una señora con dos o tres niños de cuatro o cinco años con un helado de chocolate chorreándoles hasta el codo, de tal suerte que en cualquier momento te ponen como un cristo.
Pues bien, un día cualquiera en uno de esos parques estaba yo sentado en un banco, cuando vi llegar a un señor que medía casi dos metros, acompañado por un perrito pequinés, esos que van siempre enseñando los dientes, con cara de mala leche.
Yo me pregunté: cómo es que un tiarrón como éste lleva un perro tan pequeño. Luego recordé que en un tratado de psicología se decía que el motivo era para resaltar más el individuo, por un complejo de inferioridad.
Quitó la correa al perrito y a cierta distancia observó cómo el animal se liberaba por detrás y por el medio.
La verdad es que no fue gran cosa, pero a mí, que estaba bastante cerca de la escena, me venía un tufo que apestaba. Y es que, el perrito dichoso, lo tenía todo concentrado, hasta la mierda...
Tan pronto como hizo sus necesidades, el perrito en cuestión se puso a dar un paseo por todo el parque, pero como se le cruzase alguien en su camino no se lo pensaba dos veces, echaba de su asquerosa boca un ladrido seco y acto seguido iba el mordisco, si el intruso no andaba listo.
Por fin su dueño le llamó y le puso de nuevo la correa, y de esta manera se puso a dar vueltas por el parque, cosa que agradecí yo, pues cuando se arrimaba a mí el perrito me daban ganas de morderle; tenía yo un día perro, por tanto el perrito estaba de más para mí.
He de reconocer que aquel día tenía que haber salido de casa con el bozal puesto, estaba que mordía. Pena me daba ver a los perros con bozal, siendo así que de no meterse con ellos salvo raras excepciones, los perros no mordían a un ser humano. Y si se mordían entre ellos es porque no se conocían, porque no estaban en su medio natural. Mejor les vendría el bozal a gente que tuvieran un día como el mío, o a tanto bocaza que anda suelto, pues sueltan cada una que mejor estarían callados.
Acompañado con estos pensamientos andaba yo, cuando por una esquina apareció un señor, como de metro y medio, acompañado por un gran danés. Era un perro que llamaba la atención, tenía una estampa preciosa, su piel era negra con unas manchas blancas repartidas por todo el cuerpo. Lo tenía todo, era largo, alto, más bien delgado, su mirada noble y de andares pausados y elegantes.
La verdad es que no hacía buena pareja con su dueño, supongo que si tenía un perro tan grande siendo el tan pequeño lo habría hecho por la ley de la compensación: yo no seré grande, pero mi perro sí. Como aquel pobre que presumía de tener un tío millonario en América. Ni siquiera le había mandado nunca un duro, pero él fardaba del tío de América, así se consolaba el pobre, pobre.
Por desgracia, hay mucha gente que funciona así por la vida, supongo que se dicen a sí mismos: ya que no somos, pareceremos. No es mucho, pero prefieren llamar la atención que pasar inadvertidos, eso les espanta, de ahí que se hagan notar dando la nota, cueste lo que cueste.
La coña comienza cuando se quedan a solas con sus miserias, que no lo serían tanto si fueran de frente y no de espaldas a la realidad. Pero en fin, la vida de cada uno es como un toro de lidia y cada cual lo torea lo mejor que puede. Lo que no cabe es pasarse la vida en el burladero, temblando de miedo. Más tarde o más temprano hay que salir al ruedo y es más prudente ante el toro, mirarlo siempre a los ojos que mirarle al rabo...
Mas sigamos con el señor del danés. Primero se dispuso a dar una vuelta por todo el parque con el ánimo de lucir su perro. Caminaba a su lado más tieso que un palo con gesto orgulloso.
El perro pasaba de ceremonias, iba a su aire, tranquilo, seguro de sí mismo haciendo caso omiso de cuanto le rodeaba.
 En éstas, de no se sabe dónde, apareció el pequinés antedicho. Como un rayo se fue derecho a por el gran danés. Con un ladrido seco, como ronco, pero insistente y enseñando los cuatro dientes que le quedaban, comenzó a moverse en círculo acercándose cada vez más.
Así estuvo un gran rato, mientras el gran danés pasaba olímpicamente de él. Pero como toda paciencia tiene un límite, no iba a ser menos en el caso del danés. Harto de tanto ladrido molesto, se lanzó sobre el pequinés cogiéndole por el lomo y lo lanzó por los aires como si fuera un muñeco de trapo.
Cayó al suelo el pequinés y todos pensamos que había llegado su hora. Pues no señora, ahora comenzó el baile de san Bito, que aunque se escribe con uve yo lo opuesto con be, por el gran lío que se armó allí.
Cuando el gran danés se disponía a rematarlo, nadie nos explicamos cómo, al alzar la cabeza el danés llevaba prendido de su morro al pequinés. Por más que trataba aquél de quitárselo de encima no lo conseguía, movía enérgicamente la cabeza de un lado para otro, pero ni por esas. El pequinés no le soltaba.
En esto apareció el dueño del pequinés, todo sofocado, rojo como un tomate y se puso a insultar al dueño del danés:
- ¡Coge tu perro, mamón! ¿No ves que me lo va a destrozar?
- ¡Eso quisiera yo! - dijo el otro. Pero a ver quién mete el morro en esta pelea. Además, ¿qué dices de destrozar al tuyo, si es el mío el que está perdiendo sangre porque le tiene cogido y no le suelta?
- ¡Que le separes te he dicho, gilipollas, o te parto la cara!
Mira, oír el pequeñajo el segundo insulto y lanzarse sobre el grandullón fue todo uno. El primer puntapié fue a parar al sexo y el segundo, cuando el otro se agachó por el dolor, al seso.
Le puso la cara como un cristo, todos los que observábamos la escena nos hacíamos cruces, siendo así que el del danés media más de dos metros. Pero de poco le estaba sirviendo, el pequeñajo tenía una mala leche que para sí quisiera el otro.
Cuando el grande se recuperaba un poco del último golpe decía:
- ¡Pedazo de mierda, te voy a machacar!
Pero aún no había terminado la frase cuando ya tenía otra parte de su cuerpo magullada, por las patadas o los puños del enano.
La cosa resultaba chistosa, por un lado peleándose los dueños y por otro los perros.
Tras muchos esfuerzos, el danés logró deshacerse del pequinés, que parecía un trapo viejo pero que hasta el último momento no dejó de morderle donde pillaba, mientras el danés se tenía que conformar con esquivarle lo mejor que podía esperando el momento de echarle el guante como Dios manda. Lo cierto es que esperando ese momento, se olvidó de algo muy esencial, como: ‘quien da primero da dos veces’, y al final, terminó con los morros como un choto y cuando se desembarazó del otro, no le quedaron ganas de ir a por más.
Lo propio le estaba pasando al grandullón con el enano, se las estaba dando todas en el mismo sitio. Cierto que tenía facultades físicas como para comérselo crudo, pero le faltaba coraje, mala leche que se dice, cosa que el enano tenía de sobra.
Habrían pasado por lo menos veinte minutos y no había aparecido aún ningún guardia municipal. Por fin, medió uno en la pelea, les amonestó de palabra a los dos y les puso la correspondiente multa.
Lo que no tuvo que poner es la cara más hinchada al grandullón porque no era posible, ni el morro más deforme y sangrante al gran danés, iban bien servidos los dos.
Sí les dijo en tono de guasa a los dos:
- Bien mirado, se puede decir que los dos han quedado empatados, puesto que si sus perros, el pequeño del grandullón, hizo morder el polvo al danés del enano, para equilibrar la balanza fue el enano quien le metió a usted mano - dijo señalando al más alto. Así que en paz, y que no vuelva a pasar, ¡vale!
- ¡No vale! - dijo el más pequeño. ¡A mí no me llama usted enano!
- ¿Y qué va a hacer usted, pegarme a mí también? ¡Le parto la porra en la cabeza!
- No he dicho nada, señor guardia, no quiero líos con la autoridad, y menos con los que defienden la ley de la fuerza.
- No entiendo lo que dices, enano, pero será mejor que no me des tiempo a pensarlo.
- ¡Oh, pero usted piensa! - dijo el enano. Pues nadie lo diría, yo pienso que tiene cara de los que comen pienso...
- ¡Serás maricón, como te pille te machaco!
 - ¡Inténtalo si puedes! - dijo el enano mientras corría que perdía el culo.


Moraleja:
A un tío con mala leche
sin músculos aparentes,
no le importa lo que le echen
aunque le rompan los dientes.
¿Para qué le sirven las pelotas
al que le faltan agallas?

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