(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

martes, 31 de enero de 2012

El águila y el topo




En principio, y visto desde la montaña, cualquiera hubiera pensado que algo muy gordo se cocía en el valle. Lo digo por la gran humareda de vapor de agua que provocaban los primeros rayos de sol al calentar el aire húmedo que se había pasado toda la noche durmiendo en el valle.  En el corte de una gran roca tenía su nido un águila real. Estaba en compañía de dos aguiluchos nacidos hacía dos semanas. Nadie diría por su aspecto indefenso y casi ridículo que fueran hijos de su madre, tan hermosa, con un poderío en todo su porte que hacía honor a su nombre de águila real, pues realmente lo era, no porque a alguien se le hubiese ocurrido ponerle ese nombre, sino por derecho propio. No siempre sucede así, pues el que es realmente algo lo sigue siendo independientemente de cómo le llamen y del estatus al que pertenezca.
Se puede ser rey y ser un gilipollas y ser mendigo, por carecer de lo necesario para el cuerpo por una serie de circunstancias, pero tener una inteligencia heredada y enriquecida por la vida, que para sí quisieran muchos que nadan en la abundancia.
Poco a poco se iba acercando el sol a donde estaba situado el nido, al tiempo que la sombra se alejaba.
No se llevaban bien la luz y la oscuridad. Ésta había sido la reina de la noche, ahora aparecía la luz y ante ella no tenía nada que hacer, así que como un gran fantasma que se alejara mirando de reojo para no herirse con los rayos de sol, se iba marchando de aquella roca.
Cuando los primeros rayos de sol acariciaron el plumón de los aguiluchos, éstos, que en toda la noche no se habían movido de debajo de su madre, dieron un pequeño salto, abrieron de par en par sus alas dando giros alrededor de su madre como invitándola a jugar al corro de la patata. Y así lo hicieron durante un rato, tras lo cual los pollos comenzaron a piar, pidiendo alimento con verdadera insistencia. La madre se hacía la loca, pues aún era pronto, no había buena visibilidad.
Pero para que no la volvieran loca realmente, desplegó sus enormes alas y con gesto majestuoso, se puso a dar un paseo por los aires. Realmente era digno de ver aquel espectáculo, prácticamente no movía las alas, se dejaba llevar por las corrientes de aire como una enorme cometa. En éstas estaba el águila cuando un ruido de disparo de escopeta rasgó el aire y rompió el silencio que había en el valle. Desde lo alto el águila escudriñó minuciosamente cada árbol, cada seto hasta que de pronto divisó al cazador.
Ni corta ni perezosa se lanzó como una flecha hacia él. En la primera pasada le quitó el sombrero con una de sus garras. Ni qué decir tiene que el cazador iba de un lado para otro buscando cobijo, pero el águila insistía una y otra vez en su intento de darle un escarmiento.

El cazador se ponía las manos en la cabeza para proteger el poco seso que tenía. En una de las pasadas, el águila le rasgó en dos la cazadora, llegando a clavar sus zarpas en el solomillo de aquel pillo.
- ¡Le he pillado, le he pillado!- decía el águila desde lo alto.
Y como prueba de su contento, se puso a girar en redondo dando volteretas, momento que aprovechó el cazador para salir de allí con el rabo entre las piernas y los otros dos... puestos de corbata.
En estos momentos el sol era ya dueño y señor de todo el valle. El águila dejó de hacer piruetas de alegría y recordó que en el nido le estaban esperando sus hijos, con más hambre que el perro de un titiritero, así que se puso manos a la obra...
Desde la altura divisó una serie de montículos de tierra removida que destacaban entre el verdor de la llanura y su aguda vista vio como un topo asomaba su cabecita por uno de ellos para sentirse acariciado por el sol.
Aunque no podía ver el sol, pues su hogar siempre estaba en la oscuridad más absoluta, gustaba cada mañana de tomar un baño de luz solar. Primero sacaba con mucha precaución su cabecita y cuando su olfato no le anunciaba ningún peligro, gustaba de ponerse panza arriba mientras se decía:
- ¡Qué pena no poder ver lo que presiento por mis otros sentidos y lo que me imagino, oyendo el bullicio que producen tantos seres nada más que los rayos del sol van disipando la niebla del valle...! Pero en fin, parece ser que yo nací ciego para que otros vean... o tengan la oportunidad de apreciar lo maravilloso que es poder ver. Lástima que la gran mayoría ven, pero no saben mirar y en ese caso es mejor, mucho mejor, ver con el alma, como yo.
Con estos pensamientos estaba el señor topo, cuando el águila se abalanzó sobre él. Mas, afortunadamente para el topo, ésta falló, lo que le permitió meterse en su topera.
El águila, de muy mal humor, se quedó desconcertada. Pocas veces fallaba y como su amor propio había sido herido por un simple topo pensó:
- ¿Pero es que voy a permitir que un monigote como éste se burle de mí? ¡No se lo cree ni él! No es mi estilo, pero estoy dispuesta a esperar lo que haga falta para sacarme de la espina que este topo ha clavado en mi orgullo.
El topo, que era ciego pero no tonto, pues tenía buen olfato, supo desde el primer momento de la presencia del águila, así que en vez de adentrarse en la topera, quiso ver en qué paraba todo aquello. Le extrañaba que el águila no hubiese emprendido el vuelo nada más fallar en su intento.
Se acercó con mucho cuidado, como a unos veinte centímetros del ojo de luz de la salida y como desde allí no corría ningún peligro, se dirigió al águila en estos términos:
- Buenos días, señora águila, reina de los cielos, qué, ¿tomando el solillo?
El águila, que tenía un humor de perros, miró a su alrededor para ver por cuál de los orificios salían aquellas palabras, que denotaban más guasa de la que ella estaba dispuesta a soportar.
Cuando estuvo segura, se acercó, metió el pico cuanto pudo, pero no pudo... lo intentó con sus garras pero lo único que conseguía era que el topo siguiera burlándose desde más adentro, lo que percibía por venir la voz más grave que antes, pero no con menos guasa.
- ¿Por qué no sales un poco, amigo? Hoy me siento cansada de volar, quiero descansar a pie firme y, la verdad, me gustaría un poco de compañía. La soledad, cuando no se elige, es mala compañía.
- ¿Y por qué has pretendido cazarme antes, si sólo querías conversación?
- Fue un accidente, querido amigo, caí sin darme cuenta cerca de donde tú estabas
- ¡Y yo me lo voy a creer! - dijo el topo. No me vengas con disimulos ahora, lo único que pretendías era jamarme, pero eso jamás, mientras pueda evitarlo.
- Vamos, no seas suspicaz, te aseguro que lo que quiero es charlar un poco contigo.

El topo se aproximó, manteniendo una distancia prudente y le dijo:
- Bueno, ya me tienes aquí, ¿qué deseas? Cuéntame.
- Pero saca la cabeza, a mí, cuando hablo, me gusta mirar a mi interlocutor a los ojos. Las palabras pueden engañar pero los ojos es muy difícil, si se tiene cierta experiencia.
- Pues en mi caso, de poco te serviría verme los ojos, los tengo semitapados, para lo que me sirven por donde yo me muevo. Pero no te creas que los echo de menos, cuando perdemos un sentido los otros se agudizan, por la ley de la compensación, y te puedo asegurar que si la vista es importante, el olfato y el tacto no le van a la zaga.
“Con este cabrito lo tengo claro”, pensó el águila, “En fin no quiero rendirme tan fácilmente”.
- Como tú quieras, amigo, si quieres que charlemos de este modo,  tú ganas. ¿Y cómo te va la vida, amigo topo?
- Bueno, vamos tirandillo, removiendo tierra constantemente para poder comer todo lo que sale, lombrices, gusanos... La verdad es que no me puedo quejar, porque en la tierra hay mucho bicho ‘arrastrao’...
- Pues yo tampoco puedo quejarme - dijo el águila - porque pájaros hay a mantas, en la tierra y en el cielo. En realidad digamos que en la tierra, porque sería una falta de respeto llamar pájaros a los que siempre estuvieron en los cielos o a los que por méritos propios al morir subieron a ellos...
- Menudo lío te has armado amiga, ¿de qué pájaros estás hablando?
- Pues mira, uno son los que yo me como, que proceden de la tierra y que a veces vuelan por el cielo. Otros son esos, que llaman humanos, que ¡menudos pájaros están hechos algunos! Y volando más alto, los ángeles, que, dicen, tienen alas y los que fueron aquí buenos seres humanos que al morir le salieron alas para llegar al creador. ¿Cómo puedes vivir metido toda tu vida en una topera oscura, sin ver la luz? Con lo hermoso que resulta para mí vivir en una alta montaña y cada mañana, cuando sale el sol, alzar el vuelo, recrearme planeando sobre el valle, al tiempo que contemplo los árboles, las flores, los ríos... y cuando lo deseo echo pie a tierra para sentirlo aún más de cerca, ¡es maravilloso, amigo!
- Si tú lo dices, así será para ti - le contestó el topo. Pero yo nací dentro de la topera, por tanto no echo de menos eso que a ti te apasiona, yo soy feliz a mi manera. Esto me trae a la memoria la fábula del mono y el pez: ‘El mono estaba en un árbol junto al río, vio como un pez iba de un lado para otro. Creyó, desde su punto de vista, que se estaba ahogando y sin pensárselo dos veces, se lanzó al agua y lo sacó para salvarle. Se subió al árbol y el pez, mientras agonizaba, le dijo: Te agradezco la intención, amigo, pero deberías saber que cada ser somos distintos de los demás, que cada uno va como mejor le parece, según su clase y sus posibilidades. De nada sirve pretender que un asno eche a volar o que un pájaro rebuzne. Tú has querido ayudarme o pretender que viva como tú, y ya ves, lo que has conseguido es darme la muerte’. Por eso te digo, águila, que sigas tu camino y me dejes a mí con el mío.
El águila levantó el vuelo y pensó: “Menuda lección que me ha dado el topo, es la primera vez que me topo con un topo que me tapa la boca. Me está bien empleado por despreciar a todos los que no vuelan alto, ahora he comprendido que tanto da volar más alto o más bajo, arrastrarse por la tierra, andar a dos patas o a cuatro, que lo principal consiste en que cada uno siga su camino con la mayor dignidad posible, respetando el derecho que tienen los demás a vivir a su aire, aunque a nosotros nos parezca que los nuestro es lo mejor, porque no somos capaces de entender que todos somos iguales pero diferentes... que el otro es, otro”. 

Moraleja:
Si viven bajo tu techo
como si están en la calle
tienen el mismo derecho,
porque nadie es más que nadie,
a vivir siempre a su aire
sin perjudicar a nadie.
Delito, no es ser diferente,
sino ser intransigente.

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