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miércoles, 18 de enero de 2012

El zorro, la tortuga y el erizo




Hacía un día espléndido, por un sendero del bosque caminaban conversando animadamente una tortuga y un erizo.
- ¡Qué día más maravilloso! - comentaba el erizo. ¿Ves - le dijo a la tortuga - cómo los rayos del sol penetran por entre las ramas de los árboles, dándoles a sus hojas unos tonalidades preciosas?
La tortuga estiró su cuello cuanto pudo y asintió con un gesto un tanto triste, viendo cómo en las copas de los árboles revoloteaban innumerables pajarillos multicolores.
- Sí, es cierto amigo erizo, pero a nosotros no nos está permitido gozar de él como a esos pajarillos.
- Bueno, amiga tortuga, todo es cuestión de conformarse con la suerte o el destino de cada uno de nosotros. Tú naciste tortuga y yo erizo, porque Dios lo quiso así, por tanto no le des más vueltas, disfruta de lo que se te ha dado y no te amargues dándole vueltas a algo, y valga la redundancia, que no tiene vuelta de hoja.
En ese preciso momento, se oyó un disparo de escopeta, un pajarillo cayó con un golpe seco encima de la hojarasca, se convulsionó por unos instantes y luego se quedó quieto para siempre.
Los dos contemplaron la escena con cierto asombro y con gran tristeza.
- ¿No ves? - le dijo el erizo a la tortuga. No todo es tan bonito como parece a primera vista, Dios no ha hecho las cosas de cualquier manera, a todos nos ha dado dones suficientes para que podamos vivir felices, pero si en vez de aprovecharlos nos pasamos la vida envidiando al de alrededor, no vivimos, y vida sólo hay una, así que aprovechémosla. Mírate a ti, te encerró en ese caparazón que te protege contra cualquier depredador por poderoso que sea, a mí me dio este cuerpo lleno de espinas, no te vuelvas loca. Él sabe bien lo que hace, a nosotros sólo nos toca aprovechar lo que nos dio viviendo lo más honestamente que podamos, sin pretender ser otra cosa que lo que somos.
En esta conversación estaban, cuando oyeron crujir cerca de ellos unas ramas secas; los dos guiaron sus cabecitas hacia el lugar de donde provenía el ruido. Sus cuerpos empezaron a temblar como
campanillas, no eran visiones lo que se ocultaba entre el matorral, era un zorro muy delgado, de ojos vivarachos y cara de pocos amigos.                               
- ¡Corramos! - dijo el erizo.

- ¿Correr? ¡Qué cosas tienes, amigo! Apenas puedo andar, como para pedirme que corra. ¡Déjame! Tú puedes ir más aprisa que yo, ¡escóndete!
- ¡Yo no te dejo sola! - dijo el erizo -, pase lo que pase correremos la misma suerte.

El zorro se lanzó primero sobre el pobre erizo, éste se hizo una bola, erizando al máximo sus espinas, de modo que el zorro se hincó varias en el morro.
No volvió a insistir más, con ambas manos trataba de rascarse para aliviar el dolor tan agudo que sentía.
- ¡Maldito bicho! ¡Me has puesto el hocico como un cristo! ¡Te voy a comer!
- ¡Inténtalo! Tú serás muy zorro, pero conmigo no, de poco te sirve, si se te ocurre intentarlo te voy a poner los morros como los de un hipopótamo.
Al zorro no le quedó otro remedio que desistir, el erizo abrió un poco la boca, levantó su cuerpecito por la parte delantera y con un gesto muy gracioso le miró al zorro desafiante, al tiempo que echaba una sonrisa picarona.
Para entonces el zorro ya había dado alcance a la tortuga, con sus manos y patas trataba de sacar lo que había dentro de su caparazón.
Todo era en vano, él se enfurecía cada vez más, babeaba, trataba de hincar el diente, pero como si nada.
La tortuga contemplaba sin inmutarse la escena: "¡Ya te cansarás!", se decía a sí misma.
Y así fue, al zorro no le quedó otro remedio después de intentarlo una y otra vez, que dejarla en paz.
Cuando desapareció, el erizo vino al encuentro de la tortuga.
- ¿Cómo estás?
- Bien, no me ha hecho nada.
- Pues yo le he puesto fino el morro, por muchas zorrerías que tenga ése, con nosotros lo tiene claro.
Pasado el incidente, ambos prosiguieron su camino. Para alguien que se quedara en la superficie de las cosas, la imagen era patética, pero no era tan simple la cosa.
La tortuga caminaba lenta pero segura y el erizo más menos lo mismo, después de aquella experiencia habían salido fortalecidos moralmente.
Por no poder volar, la tortuga se creía muy vulnerable, pero no era así, mirándolo bien, podía estar bien tranquila dentro de su caparazón.
El erizo panza arriba, sabía que estaba perdido, así que tenía buen cuidado de no ponerse nunca.
- ¿Te das cuenta, tortuga, de cómo Dios no hace las cosas a medias? A cada ser le ha dado sus dones y su modo defenderse. A unos a través del mimetismo, a otros con armas muy sutiles les defiende de sus enemigos, al ser humano, que es nuestro mayor enemigo, le ha dotado de inteligencia, si bien no tiene púas o caparazón, está capacitado para fabricar armas para defenderse. Como puedes ver, a ninguno nos ha dejado indefensos. Pero todos tenemos que estar alerta, ojo avizor, para seguir viviendo, de no ser así siempre habrá alguno que nos eche el guante.
- ¡A mí, lo dudo! - dijo la tortuga.
- A ti también, amiga mía, la muerte ronda por doquier en forma de enemigo, y si no, dentro de ti cuando te llegue la hora.


Moraleja:
Como puede cada uno
se defiende en este mundo,
pero la mejor defensa
sin duda es la inteligencia.

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