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domingo, 22 de enero de 2012

La niña ciega y su abuelito


- Bueno, ¿quién quiere empezar hoy a contar algo?
- ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! ¡Yo! - gritaron todos los hijos.
- Tranquilos - dijo Pío. Para que no haya líos, vamos a hacer una cosa. En unas papeletas, pondremos nuestros nombres, las doblaremos bien y las meteremos en la gorra del abuelo, y la abuela que está un poco sorda, y no puede oír bien lo que decimos, será la encargada de ir sacando una a una las papeletas, y al que le toque, le toque. ¿Qué os parece?
- Bien - dijeron los demás.
Así lo hicieron, las mezclaron bien y se las dieron a la abuela.
 - ¡Abuela! Saque usted una.
Tuvieron que repetírselo varias veces. Al fin sacó una, la cogió Pío, la abrió y dijo:
- El nombre es... - lo dejó en suspense un rato - ¡Agustín!
- ¡Vaya! - dijo el abuelo. He tenido suerte, a mí me encanta contar cuentos,
pues por otras veces, sabían que tenía carrete para rato. Los contaba con mucha gracia y además eran aleccionadores. Todos esperaban con impaciencia que comenzara el abuelo,
            - Lamento que el cuento no sea del todo divertido, pero no todo van a ser risas, de las cosas tristes también se saca provecho.
- Pues bien, era un día de primavera del año 1911. En un pueblecito vivía una familia casi como la nuestra. Una de las niñas, por una mala caída, se dio un golpe en la cabeza y quedóse ciega, ni qué decir de la angustia de aquellos que tanto la querían.
Aún siendo gente humilde, con ayuda de todo el pueblo, la llevaron a los mejores especialistas, pero ni por esas, la niña no recuperó la vista.
Todos estaban pendientes de ella, para ayudarle; pero el que más tiempo estaba con ella era su abuelito.
Como decía, una mañana de primavera, después de que su mamá la hubiese vestido y peinado con primor su dorada melena, su abuelito la cogió de la mano con intención de dar un paseo por el campo.
Gorriones, golondrinas, aviones o vencejos, atronaban las calles, yendo de un lado para otro, en busca de insectos para llevarlos a sus nidos.
La niña giraba la cabeza de un lado a otro, como queriendo verlos.
- Qué pena Lucía que no puedes contemplar este espectáculo tan maravilloso.
- No te preocupes abuelito, lo veo con los ojos del alma.  
- ¡Sabes abuelito! Cuando me quedé ciega todo eran sombras; pero poco a poco los demás sentidos, acudieron en mi ayuda haciéndose más listos y te puedo asegurar, que con el tiempo y tus explicaciones, casi puedo ver las cosas. Porque tú eres, mis ojos, mi compañero, y mi abuelito a quien tanto quiero.
- Gracias hija mía.
Al decir esto se le saltaron las lágrimas.
- ¿Qué te pasa abuelito?
- Nada, nada ¿Porqué?
- Sé que me engañas, me estás apretando tanto la mano que me haces daño.
- Perdona, no me he dado cuenta.
 Siguieron calle abajo ante las miradas de admiración de algunos vecinos. Por fin salieron del pueblo, a campo abierto.
 -¡Qué bien huele por aquí abuelito!
- ¿A qué te huele?
- Pues a hierba cortada.
- Tienes razón, la está cortando el Sr. Rumaldo.
- A rosas, a tomillo, ahora me ha venido el aroma de la albahaca ¿me das una ramita? por favor.
- Toma.
- ¡Qué bien huele! ¡Es una maravilla!
- ¡Cuidado! Has metido el pie en el riachuelo.
- No te preocupes, hace calor y pronto se me secará.
- Trae que te quite el calcetín.
El abuelo lo escurrió con fuerza y lo puso a tender en un espino. Cogió una piedra rectangular y sentó en ella a Lucía.
        
- Pon el pie encima de este periódico.
- ¡Qué calentito abuelito!
- Sí, nena, esto lo aprendí estando en la guerra. Cuando teníamos mucho frío nos poníamos unas hojas entre pecho y espalda y era un gran alivio.
- ¡No te muevas! Que voy a cogerte un ramo de flores, las hay de todos los colores.
- Vale abuelito, estate tranquilo, me entretendré sintiendo el sol y el aire en la cara y respirando hondo para sentir el aroma de todo lo que nos rodea.
- ¡Abuelito, abuelito!
- ¡Voy Lucía, voy!
- ¿Qué te ha pasado cariño?
- Que me he puesto de pie, he resbalado y me he dado con la piedra en la cabeza.
El abuelo la tomó sus brazos y vio que tenía una pequeña herida que sangraba un poco, la tapó con su pañuelo limpio y lo más rápido que pudo se dirigió al pueblo.
Nada más llegar, la cogió un vecino joven y fuerte y la llevó hasta su casa.
 - ¡No se alarme, señora! No es nada, ni siquiera ha perdido el conocimiento, tiene sólo una heridita en la cabeza.
 Su mamá la tendió en la cama hasta que vino del médico.
- Tranquila, señora, la niña no tiene nada, sólo está un poco nerviosa, que descanse y mañana como nueva.
 
 Todos estaban angustiados, y el que más el abuelito, que no paraba de llorar. Pasaron unas dos horas cuando del piso de arriba se oyeron gritos.
- ¡Veo! ¡Veo!
Salieron todos corriendo y Lucía les salió al encuentro gritando loca de alegría.
-¡Veo, mamá, veo!
 No se lo podían creer, pero era cierto, y para demostrárselo a todos cogió un cuento y se puso a leer:
- Érase una vez....
Todos lloraban de alegría y no entendían qué había sucedido.
La explicación que dio el médico, fue que como se había quedado ciega por un golpe, al darse otro en el mismo sitio, la cabeza se había puesto en orden.
Ni qué decir, cómo disfruto Lucía desde aquel día.

 Moraleja:
¡Ojalá!, Dios no lo quiera
si un día pierdes tus ojos, ten calma,
aún te quedan los del alma.


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