(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

viernes, 23 de marzo de 2012

Prólogo novela "El tren"

A partir de ahora iré publicando capítulos de la novela de mi padre titulada "El tren".
Espero que os guste y tenga tanta aceptación como los cuentos.
Un saludo.
Mari Cruz.







Era un día de noviembre de 1952. La mañana era fría, aún no había salido el sol en el pueblo de Peñalver, cuando Agustín, su esposa Eustaquia y sus cuatro hijos Conchi, Dori, Herminio y Paulino esperaban en la carretera  a que llegase la camioneta que los conduciría a Guadalajara con destino a Bilbao.
Por fin se la vió venir por el calvario. Así se llamaba la curva que desde el monte permitía ver el pueblo, que estaba en un valle. Dio la vuelta a la entrada y subimos lo seis y pocos más. Era la primera vez que yo, Herminio, montaba en un coche y como era muy sentimental, antes de hacerlo había cogido de un carro que tenía un toldo, un trozo como recuerdo de aquella partida. Aquella camioneta me arrancaba de mi tierra, de mi infancia, de mis amigos, de mis juegos infantiles, canicas, clavo, etcétera. Rugió por unos momentos, tiritando, como si acusase el frío del exterior, y por fin, se puso en marcha.
Aquello para mí era extraordinario.
-¡Madre! ¡mire cómo corren los árboles! ¡el sol nos viene siguiendo!
En fin, todo me asombraba. Alguien dijo una vez: “Vivir es como viajar en un tren, solamente los niños y los que son como niños llevan la nariz pegada al cristal, contemplando el paisaje, soñando despiertos. Los demás, o van dormidos, o como si lo fueran, porque van absortos en sus problemas, de tal modo que no les dejan vivir”.

La camioneta dio la vuelta al calvario y el pueblo desapareció de mi vista. A trancas y a barrancas subió por la navarrisca hasta llegar a la ermita de San Roque. La ermita era pequeña, a un lado tenía una gran olma (un día un rayo, la partió de arriba a abajo en dos y se sustituyó por estas mas pequeñas). La puerta tenía una pequeña rejilla por donde podía verse un pequeño altar lleno de tazones con lamparillas y encima San Roque con su perro. Tenía una mirada serena, perro y él se miraban con afecto, ¡vamos, que daba la impresión de que se encontraban allí a gusto! Estaba en plena llanura, cuando en mayo los trigos estaban crecidos, verdes, y salpicados de amapolas. ¡El espectáculo era maravilloso! Los trigales, mecidos por el viento, al fin se quedaban dormidos, en respetuoso silencio para que San Roque y su perro pudieran dormir. Luego, al rayar el día, el viento volvía a agitar los trigales, formando como un oleaje en un mar de hierba. Los insectos se desperezaban trepando hasta las espigas, como queriendo contemplar aquella maravilla. Los pájaros jugueteaban en el aire rozando a veces las espigas, pero, al sentir las punzadas de sus barbas, se elevaban de un salto, cantando, y volvían a repetir lo mismo incesantemente.
El trigo, que se empeñaba en darles alcance, no podía, le faltaban las alas, y por más que se revolvía de un lado para otro movido por el viento, no conseguía despegar del suelo. Su misión era quedarse pegado a la tierra, y secarse, y convertirse en pan. La de los pajarillos, juguetear a su alrededor, hasta que granase, y le sirviera de sustento. Por lo tanto, queriendo o sin querer, ambos colaboraban a un fin. El trigo, creciendo un poco cada día incitado por los pajarillos, que con sus idas y venidas le obligaba a madurar deprisa para saborear sus granos. La noria de la vida, muerte aparente, que inmediatamente pasa a formar parte de la vida. Por tanto, ¿qué es la muerte y qué es la vida?
La camioneta siguió dando tumbos por el empalme, camino que la llevaba a la carretera general. A ambos lados de la inmensa llanura se podían ver los viñedos y los melonares, uvas de todo tipo, blanca, negra, de cojón de gallo. Estas últimas me recordaban que una vez cogimos, sin permiso del dueño, un racimo para comerlo. Nos pilló, y nos llevó al ayuntamiento. Allí los colgaron en el balcón para que los viese todo el mundo, hasta que se secasen. Esa era la costumbre.
También las viñas me traían recuerdos de cuando íbamos a vendimiar. Después las llevábamos a las bodegas y en una especie de piscina, las echaban. Luego nos descalzábamos y a pisar, hasta que no saldría una gota. Lo primero que salía era el mosto. Por cierto, echábamos buenos tragos. Después pasaba a unos depósitos, para con el tiempo y tras fermentar, convertirse en vino. Tanto viñedos como melonares estaban guardados por espantapájaros, muñecos hechos con ropas viejas para ahuyentar a los pájaros. ¡Qué melones y qué sandías había entonces! Se les dejaba madurar en la mata, no como ahora, que los cogen verdes y no saben a nada. Aquéllos sabían a gloria. Ahora todo son prisas, ni dejan madurar la fruta ni la gente acaba de madurar. Les haría falta calor humano, pero no hay tiempo para eso, de modo que la mayoría de la gente están verdes; con buena presencia, eso sí, pero, sin esencia. Los que más, se preocupan más de parecer que de ser. Y así nos va. Y que no me digan ¡qué vamos a hacer! El mundo exterior es de todos, pero tu mundo interior sólo te pertenece a tí. Tú tienes que irlo formando y es el que te dará fuerzas para no ser una oveja más del rebaño. Tendrás que caminar por el mundo, pero no es lo mismo ir descalzo que con una buenas botas.
Mientras yo iba con estos pensamientos pasábamos por el pueblo de Tendilla. Era un pueblo pequeño formado por cuatro casas que hacían guardia a ambos lados de la carretera. Mi madre sacó una tartera que contenía una tortilla con unos pimientos fritos encima. A todos se nos abrieron los ojos.
-¡Tortilla!- gritamos, y alargamos las manos esperando nuestra ración. Mi hermana Conchi apenas cogió un trocito, lo miraba por todos los lados para ver si tenía algún bicho. Por fin dijo:
 - Esto que tiene aquí negro, ¿qué es?
Mi madre le dijo que era un trocito de cebolla. Le bastó eso para que ya no quisiera comerla, lo cual le vino de perlas a mi hermana Dori que, como yo, nunca ponía pegas a la hora de comer. A mí me dieron mi trozo, y pronto reclamé lo mismo que Dori. No me fue muy difícil, porque Paulino no quería tortilla que supiera a pimientos ni pimientos que supieran a tortilla. Así que, de maravilla.
Mis padres casi se quedaron sin nada. Era curioso, si nosotros teníamos hambre ellos nunca tenían. Yo, como niño, pensaba, qué raros son los padres, supongo que luego comerán, cuando nosotros no les veamos. Y claro que comían, ¡se comían los hígados! por no podernos dar muchas veces lo necesario. Al ver que nosotros estábamos comiendo, otro matrimonio hizo lo mismo, y curiosamente también llevaban tortilla. Conchi y Paulino le dijeron a mi madre que querían de aquella tortilla.
- ¡Mira que sois, quitaros de aquí que os voy a dar un guantazo!
La señora lo oyó y les dio un trozo a cada uno; se lo comían con verdaderas ansias.
Mi padre dijo:
-Usted perdone, ya sabe cómo son los chicos.
-Los chicos y los grandes, señor. Ya podemos tener la mejor fruta en nuestro huerto, que si por la pared del huerto del vecino asoma una rama con manzanas sabrosas, somos incapaces de pasar de largo sin coger alguna aunque sean iguales o peores.
La camioneta seguía su camino. Pasó por Horche, un pueblo que estaba en lo alto de una montaña, y que ya estaba a un palmo de Guadalajara. ¡Con qué alegría bajaba la cuesta que la llevaba a la capital! Y es que, cuesta abajo, ruedan hasta las piedras.
Por fin llegamos, paró en cocheras, abrió la puerta el conductor y bajamos todos. Luego se subió a la baca y empezó a bajar los bultos. Los nuestros eran dos o tres baúles de madera de unos cincuenta centímetros de alto, lo mismo de ancho, y como un metro de largo. Estaban forrados con hojalata, con dibujos de colores y encima algunas tablas en todos los sentidos. Mi padre cogió su maleta de lona marrón con franjas con la bandera de España y atada con una cuerda por si las cerraduras que llevaba de tres pesetas no funcionaban, y se abrían en cualquier momento. Con todo ese equipaje nos fuimos a la estación del tren que estaba allí mismo. Mi padre facturó los baúles y acto seguido subimos al tren.
Era un tren de madera, movido por una máquina de vapor. Los asientos también eran de madera. Nos sentamos en un departamento donde deberían ir cuatro a un lado y cuatro en frente, pero, según la demanda, podía ser el doble. Mi padre tuvo que quitarse el cinto para poner orden, pues todos queríamos ir al lado de la ventanilla. Por fin acordaron que lo hiciéramos por turnos, y así llegó la paz. No por mucho tiempo, porque mi hermano Paulino tenía que hacer mayores y se fue con el revisor al servicio. Enredando, y sin saber para qué era, tiró de la cadena que había a un lado, y cuál no fue su sorpresa cuando vio que salía agua con gran fuerza. Salió corriendo y vino donde estábamos nosotros.
-¡Madre, madre! ¡que he soltado la presa! ¡que he soltado la presa!
Fueron mis padres corriendo, y cuando vieron lo que era, se echaron a reír. No tenía nada de extraño. Mi hermano, al ver salir el agua pensó que era la presa de regar que teníamos en el pueblo.
Hasta aquí he contado la historia de cómo salimos de mi pueblo con destino a Bilbao. De ahora en adelante, es cuando empieza la novela, que humildemente me propongo escribir. En ella he pretendido reflejar, con distintos personajes, algunos comportamientos sociales, tratados con ironía; pero con realismo y sin rodeos. No pretendo herir a nadie, sólo exponerlos.
Ni me mueve otra cosa que desahogarme, y si puedo ser útil a alguien, tanto mejor.


jueves, 22 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 1 - El pastor de almas y el pastor de ovejas


Capítulo primero.

El pastro de almas y el pastor de ovejas


La  máquina del tren empezó a resoplar echando humo por todos los lados, apenas se la veía. Pitaba como una condenada y tuvimos que cerrar las ventanillas para no ahogarnos.
Por fin se puso en marcha, muy lentamente. Yo miré por el cristal desde el último vagón, y más que un tren parecía un gran gusano que, a duras penas, se arrastraba por la tierra. Poco a poco fue cogiendo velocidad y nosotros a zarandearnos de un lado para otro, dándonos sin querer con los hombros unos contra otros.
Mi padre, con el vaivén del tren se quedó dormido, al instante. Mi madre se puso a hacer ganchillo, hacía unos tapetes preciosos, y nosotros lo pasábamos bomba con el traqueteo del tren.
Al poco rato vimos aparecer por el pasillo a un cura. Era pequeño y regordete, tendría unos cincuenta años. Lucía una hermosa calva, y vestía una sotana negra y el sombrero que llevaba en la mano, tenía un cordón que rodeaba la parte superior y terminaba en una borla que colgaba hasta el ala del sombrero. Su cara era redonda y colorada, la nariz pequeñita y chata. Los ojos también eran redondos, yo diría que verdes, su mirada era noble y aguda, muy penetrante y regordetas las manos. En una de ellas llevaba un maletín negro. Todo el mundo se levantaba a su paso y le besaba la mano. Los niños hacían cola entre risitas, le besaban deprisa y se iban corriendo a su sitio.
Mi padre, que momentos antes estaba roncando, se despertó con el barullo, y cuando pasó por nuestro lado, le invitó a que se sentara con nosotros. A mí no me hizo ninguna gracia, pues íbamos a ir como sardinas en lata. El cura aceptó y se puso a mi lado.
- ¡Buenos días nos dé Dios!
- ¡Buenos días!-, contestamos todos a un tiempo.
- Permítanme que me presente. Soy el padre Lucas, tengo mi iglesia en un pueblo de Cuenca llamado El Corral. Allí estoy ejerciendo mi ministerio desde que me ordenaron hace veinticinco años. Sólo tiene cincuenta vecinos, que viven todos del campo. Yo les echo una mano de vez en cuando, cuando hay que segar, o recoger las aceitunas... Unos días voy con unos, y otros con otros. Pienso que no todo está en rezar, ¡a Dios rogando y con el mazo dando! Además, de ese modo, nos conocemos mejor, ¿no les parece?
- Desde luego - dijo mi madre - así deberían ser todos. Es más, tenían que casarse. Mi madre decía que ‘los curas, o casaos, o capaos’.
Mi padre le pegó con el codo a mi madre para que no siguiera, pues cuando se ponía a decir verdades, no tenía pelos en la lengua. En cambio, mi padre era más cortado para eso. Para él, el cura, el médico, el alcalde, el sargento de la guardia civil, etcétera, eran como dioses. A mi madre le importaba un pepino el lugar que ocupaban las personas; respetaba a quien se lo merecía, sin más, desde el rey, al último ciudadano. Para ella éramos todos iguales, respetaba a las personas por sus hechos, sin tener en cuenta nada más.
El padre Lucas, echó una sonrisita y no dijo una palabra.
En ese momento el tren se paró bruscamente, las ruedas echaban chispas. Estábamos en un pueblo llamado El Redil. Como era de noche, y había caído una gran nevada, sólo se veían las chimeneas echando humo y unos ventanucos por donde se veía una luz tenue, producida por el fuego de leña que había en las cocinas. Entre las sombras, pude ver a un señor que se dirigía al tren. Por fin subió, y fue derecho a sentarse al lado del padre Lucas.
-¡Buenas noches a todos! ¡hace un frío de la hostia! ¿no les parece?
- Pues debe hacerlo - dijo mi padre - porque aquí estamos helados, ¡imagínese fuera!
- No tengo que imaginármelo, ¡lo llevo metido hasta los huesos!
- ¿Cuál es su gracia? - le dijo el padre Lucas.
- ¿Mi gracia? Yo no soy nada gracioso, padre.
-¡No, si le pregunto que cómo se llama!
-¡Ah!.., Canuto, para servir a Dios y a usted.
- Y, ¿a qué se dedica, señor Canuto?
- Soy pastor de ovejas.
- ¡Vaya! - dijo el padre - Los dos somos pastores, usted de ovejas y yo de almas.
- ¡Pues nadie diría que somos del oficio, padre! Se ve que a usted le va mejor que a mí. No hay más que vernos a los dos. ¡Se ve que usted está bien cebao! En cambio, yo, estoy como un palo seco y arrugado, quemao por el sol y, siendo más joven que usted, parezco mucho mayor. Yo salgo de mi casa después de ordeñar, sobre las cinco de la tarde, y no regreso hasta las doce del mediodía, pasando frío o calor,  según se dé, procurando llevar a mis ovejas a los mejores pastos, aunque estén en el quinto coño. No crea usted que es fácil. Y usted padre, ¿qué hace?
- Bueno, ..., yo no tengo que llevar mis ovejas, perdón, a mis fieles quiero decir, a ninguna parte, ..., vienen ellos solos a oír mis sermones, a rezar para ganarse el cielo....
-¡Qué cosas tié usted, padre! ¡pues no están lejos los cielos como para llegar a ellos con oraciones! El carpintero de mi pueblo hizo una escalera grande, muy grande, para subir al cielo a ver a su mujer que murió el año pasao, y por más que lo intentó, lo más que consiguió fue romperse los morros en el suelo. ¡Miá que suben alto los aviones! pues ni por esas. Cuando se les acaba la gasolina no les queda otro remedio que volver al suelo. ¿Y usted pretende llegar rezando? ¡Ja ja ja!
- ¡Hijo mío...! ¿tú crees en Dios?
- A veces, padre; cuando tengo miedo, cuando se secan los pastos y no puedo dar de comer a mis ovejas, cuando estoy enfermo, cuando pienso en la muerte, o cuando se me muere un ser querido. Por esas cosas así, me acuerdo de él. También cuando veo las flores, los animales, los árboles en flor en primavera, que luego en verano dan esos frutos tan ricos..., cuando la tierra se cubre de nieve y poco a poco va empapándose... Cuando después del crudo invierno, la tierra en primavera vomita vida por todas partes, cuando veo nacer un cordero, o cuando de un huevo tan débil sale un pajarillo... En fin, cuando contemplo la vida, creo en Dios y le doy gracias por vivir, aunque a veces, la vida sea un coñazo, pero eso ya no es cosa de Dios, sino cosa nuestra, que por envidias o egoísmos nos hacemos unos a otros la puñeta. Mire usted, yo no sé si habrá Dios o dios sabe quién, pero la vida está ahí, eso no hay quien lo dude. ¿Quién? ¿qué? ni lo sé ni me importa, estoy vivo y es lo que cuenta. Que después hay un dios esperando...., ¡de maravilla! Que no hay nada.., ¡no me voy a enterar! Lo importante es vivir y dejar vivir, ¿no le paice, padre?
- ¡Me deja usted alucinado, señor Canuto! yo pensaba que la gente del campo no pensaba.
- Eso es algo, padre, que no podemos evitar. Luego, pensemos bien o mal es cosa nuestra. Lo que yo tengo muy claro es que si pienso bien, me siento bien, y si hago el bien, también. Y si hago lo contrario, me encuentro mal. Usted perdone, padre, yo no creo en los curas, ni voy por tanto a misa, mi iglesia es el campo, ¡allí me parece tocar a Dios con los dedos! En la ciudad me cuesta más verlo, aunque ustedes dicen que está en todas partes, ... ¡y pué que así sea! pero con tantas prisas, egoísmos, envidias, ambiciones, odios, ... la verdad que cuesta ver algo de Dios en alguna parte. Hay gente buena, pero ni siquiera pueden parecerlo, porque se los comerían. En cambio, en el campo, todo es puro, tal cual, todo camina como si alguien muy sabio lo llevara de la mano. El hombre parece en cambio que está dejado de la mano de Dios, y no es Dios quien se ha soltado, es que, por ser libre, se agarra o se suelta de su mano cuando quiere.
- ¿Por qué no cree usted en los curas?
- Pues porque predican una cosa y hacen lo contrario; no todos, pero una gran mayoría. ¡Es que no casa! Hablan de Cristo, que estaba siempre al lado de los más necesitados, y ellos se arriman a donde más hay. Dicen que cuando le estaban crucificando dijo: ‘¡Perdónalos, porque no saben lo que hacen!’, y cuando la Inquisición, ¡no perdonaron ni a su madre por defender su poder económico y social!
-¡Pero hombre, Canuto, esos fueron unos pocos, no puede usted juzgar a todos por ellos! Yo estoy de acuerdo que hay curas, como de otras profesiones, que no merecen tal nombre; pero hay otros que queman su vida por los demás, pasando privaciones.
- De acuerdo, padre Lucas, ¡si yo no niego eso! Sólo le reprocho que dependan del Estado, ¿por qué no trabajan? Hablarían con más libertad, sin tener miedo a nadie; y no así, que tienen que estar al sol que más calienta. También tengo manía a las beatas, ¡esas sí que son como ovejas! Se tragan todas las hostias que les dan ustedes sin preguntarse nada por su cuenta. Eso puede que sea bueno para ustedes, pero no para la sociedad, que debe estar hecha de hombres libres, y no ser un rebaño. ¿Que uno cree libremente, tomando de aquí y de allá? ¡Estupendo, pero que no sea una oveja! Mire usted, yo tengo tres mil ovejas. Con dos perros y yo, las llevamos donde queremos. Y eso es lo que pretenden, no sólo la mayoría de los curas, sino todos los gobiernos. ¿No cree usted padre, que sería mejor para todos que nadie tratara de aborregarnos? ¡No es justo que pa bien de unos pocos tengan que sufrir tantos! ¿No le paice?
- ¡Claro que me parece, hijo! Pero en la viña del Señor hay de todo, bueno sería que todo el mundo tuviera cultura para ser más libre. Y no hablo de universidades, hablo de preguntar y de preguntarse. Eso, está al alcance de todos, pero hay mucha gente cómoda, prefieren que piensen por ellos; y los otros, ¡qué más quieren!
Estaba amaneciendo, el sol asomaba su rostro anaranjado por el horizonte. La gente se desperezaba por todos los pasillos. Tenían las ropas arrugadas; unos se echaban las manos a la espalda, y los otros al cuello con gestos de dolor. La mayoría sacaron sus tarteras y se pusieron a desayunar con ganas.
- ¡Bueno, padre, yo me bajo en la próxima!
- Yo también, hijo. Me alegro de haberte conocido.
- Lo mismo digo, padre, ¡y perdone si le he ofendido en algo!
- ¡Hombre, la verdad duele, hijo, pero, purifica!
El tren se paró en Chinchilla. El padre Lucas y Canuto despidiéronse de nosotros y se perdieron por el andén. Un señor de al lado comentó: -¡Vaya par de pelmas! se han pasado toda la noche cascando, supongo que cada uno de sus ovejas... ¡Esto no tié arreglo! Mientras haya ovejas, habrá pastores.... ¡Allá ellos! yo, ¡soy un lobo!

miércoles, 21 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 2 - El rico y el mendigo

Capítulo segundo.

El rico y el mendigo


Chinchilla era un pueblo bastante grande, tendría unos trecientos vecinos. Eran las siete de la mañana y por las calles había gran movimiento de gente que iba cada uno a su trabajo. Los hombres del campo salían con sus yuntas unos, y otros con sus rebaños de ovejas o de cabras.
Había una fábrica de armas donde trabajaban hombres y mujeres. Cerca del tren, que aún estaba parado, pasó un grupo de ellas, todas con su mono azul y con la canariera en la mano. La canariera era una cesta pequeña donde llevaban la comida; a las mujeres el buzo les estaba muy ancho y llamaba la antención verlas con pantalones. Por cierto, que un viajero comentó:
- No sé los líos que habrá en este pueblo, siendo así que en casa llevan los dos los pantalones.
A lo que un señor mayor contestó diciendo que no fuera iluso, que desde que el mundo es mundo ha habido mujeres que llevaban los pantalones cuando en casa tenían un marido que era un bragazas.
- Mire usted, yo no estoy a favor de que nadie avasalle a nadie, la mujer, mujer, y el hombre, hombre. Ninguno, a mi juicio, es más que el otro, son complementarios; por tanto, deben colaborar, pero sin perder ninguno su personalidad y su propia esencia.
Todos nos preguntamos qué hacíamos ahí tanto tiempo parados, y de pronto llegó un coche de esos antiguos, muy bonito; de él bajó un señor gordo, con sombrero de ala, y un traje beis y zapatos de charol. En la mano llevaba un bastón con mango dorado, yo diría que era de oro, con una figura como la cabeza de algún animal.
Hay mucha gente que gustaba y sigue gustando de llevar la cabeza de un animal. Yo, personalmente, pienso que es mejor llevar la de uno, pero claro, si no la tienen o la tienen de cemento, hay que llevar alguna en su lugar, para disimular.
El chófer empezó a meter bultos de todas las clases al tren. El señor cogió un pequeño maletín de cuero y subió al tren. Se puso frente a mí, al lado de mi padre. Antes, con una gran sonrisa como la de esos que comen bien todos los días, nos saludó cordialmente a todos.
¡Lo que hace la ropa! Nosotros íbamos vestidos de pobretones, y, la verdad, ante alguien así uno se sentía avergonzado. Le pones a un asno un traje, y ya no parece tan asno. Lo malo es que cuando abra la boca, pues por muchos esfuerzos que haga, no hará otra cosa que rebuznar.
Cuando estaba a punto de arrancar el tren, se puso a mi lado un señor mayor de unos sesenta años. Era un hombre delgado, sin afeitar, el pelo grasiento, manos y uñas negras de suciedad. Llevaba unos zapatos por los que enseñaba parte de los dedos, llenos de heridas, y sucios los pantalones. Un abrigo lleno de agujeros, ¡seguro que le estaba mejor al difunto que a él! Olía a todo menos a limpio, y no hacía más que rascarse por todos los lados sin parar.
Yo me apreté lo que pude contra mi hermano Paulino, pensando que así evitaría llenarme de piojos.
El tren arrancó, yo diría que con alegría ante el nuevo día, pues hacía un sol espléndido, y aunque estaba todo cubierto de nieve el espectáculo era maravilloso.
Los tejados tenían como medio metro de nieve que, con el sol, se iba derritiendo, junto con los carámbanos de casi medio metro, que colgaban de los aleros. Los árboles parecían de cristal. Al impacto de la luz solar, sobre sus ramas, se producían unas irisaciones preciosas.
-¡Ya podía dejar de nevar, que estamos ya en mayo!-, comentó el rico.
A lo que el mendigo le contestó:
- ¡Dígamelo a mí, señor, estoy que me muero de frío y de hambre!
El rico le miró con desdén, y comentó:
- Yo no comprendo cómo hay gente en el mundo que pase hambre, lo que hay que hacer es trabajar. Mire..., ¡míreme a mí, si no! yo empecé de la nada, y unas veces con el sudor de mi frente,  y las más con el sudor del de enfrente, lo cierto es que nunca me ha faltado de nada, si acaso vergüenza.
Echó una carcajada sonora y nos miró a todos con aire de suficiencia, casi con desprecio.
- ¡Escúchame, hijo de puta! - le dijo el mendigo - Yo he trabajado en tu fábrica treinta años, haciendo escopetas. Entraba a las seis de la mañana y salía a las seis de la tarde. Así un día y otro durante treinta años. Caí enfermo y tú, por más que te supliqué, me echaste a la calle. Sabías que tenía tres niñas, y una mujer, ¡y poco te importó dejarme tirado en la calle! Es más, no soy el único, has hecho siempre lo mismo, has exprimido a la gente como a limones, ¡hasta la última gota! y cuando ya no te servían, les has dado una patada en el culo, ¡y aún tienes la poca vergüenza de presumir de que no la tienes!
El rico cambió de actitud. Agachó la cabeza y con una voz débil, que en nada se parecía a la de antes, dijo:
- Perdóneme usted, señor, yo ignoraba que había sido uno de mis empleados, por eso hablé así. Le puedo asegurar que ser empresario no es nada fácil. Si eres bueno, te comen las moscas, porque no me negará usted que, si bien hay empleados ejemplares, hay otros que no merecen el pan que comen, por ser unos irresponsables. Lo cierto es que pagan justos por pecadores, tanto si hablamos de empresarios como si hablamos de obreros. Los seres humanos somos muy majos todos; todo depende del lugar que ocupemos y las oportunidades que tengamos. Con esto no estoy justificando el mal. Debemos luchar contra las malas acciones empezando por las nuestras, y luego, las de los demás y dándonos y dando a los demás, por enésima vez, la oportunidad de rectificar. Todos somos capaces de lo mejor y de lo peor, que admiramos o despreciamos en los demás. Así que, señor, le ruego que me perdone y le aseguro que no olvidaré la lección que me acaba de dar. Procuraré de ahora en adelante que mi comportamiento sea más humano y más justo. Sé que no me va a ser fácil, pero quizás vivir no sea otra cosa que caer y levantarse y seguir adelante aprendiendo de nuestros errores, pues ¡somos tan asnos que no aprendemos con los de los demás!
Sacó de la cartera una tarjeta y se la ofreció al mendigo.
- Hágame el favor de presentarse a esta dirección de mi parte, yo hablaré en su favor, para que de ahora en adelante, todo le sea más favorable.
El mendigo tomó la tarjeta, le dió las gracias, y se disculpó por los insultos aunque siguió reafirmándose en que, si bien no sería un canalla, lo que había hecho era una canallada. Pero al menos ambos comprendieron que hay que saber separar los hechos de las personas, a quienes siempre debemos dar una nueva oportunidad, teniendo en cuenta que nosotros también lo somos pues, ninguno somos del todo buenos o malos, sólo somos mejores o peores, obedeciendo a nuestros genes y a nuestras circunstancias.
- Por otro lado, ¿quién es rico y quién es pobre? Pienso que teniendo lo necesario, y es menos de lo que pensamos, podemos ser muy felices, y con todo el oro del mundo, unos desgraciados, pues sólo tenemos lo que somos capaces de retener.
Esto lo dijo mi padre, que parecía que estaba dormido, y añadió:
- Lo más grande de este mundo no se compra con dinero, la inteligencia, su buen uso, la sensibilidad ante lo bello, la capacidad de amar..., en una palabra, el grado de humanidad; la capacidad para aguantar lo que venga siendo dueños de la situación. Porque cuando todo va bien, bien va todo. Eso lo hace cualquiera. Lo difícil es no soltar el volante y aguantar cuando estamos al borde del precipicio.
El tren discurría por un valle lleno de patatales. Era una hermosura, todo verde y salpicado de flores blancas con el centro amarillo. Por fin llegamos a un pueblo que se llamaba Melón, un gran cartel colgado en la estación así lo anunciaba.
Mi hermana Dori le dijo a madre:
- En este pueblo todos son melones, ¿no?
- ¡Cállate chica, que te pueden oír!
El rico y el mendigo se bajaron y nosotros también para estirar un poco las piernas. Fue por poco tiempo, pues el jefe de estación, con su pito, nos anunció que el tren iba a salir, así que subimos y nos acomodamos en nuestros asientos.
Yo me puse con las piernas estiradas hasta el asiento de enfrente, lo que me valió un tortazo de mi madre. A mi hermano Paulino se lo dió mi padre por bajar la ventanilla de golpe. Cuando estábamos en éstas, subieron una pareja de recién casados y una señora alta y delgada que, al parecer, viajaba sola.

martes, 20 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 3 - Los novios y la solterona

Capítulo tercero.



El
 día era radiante, la aurora daba al cielo unas tonalidades rojo, anaranjado, azules, de todos los tonos, y en el horizonte poco a poco iba dejándose ver el astro rey. La hierba escarchada y endurecida, comenzaba a desperezarse con el calorcillo; las flores abrían sus pétalos y las gentes de Melón abrían sus ventanas para que entrase el sol. Los perros correteaban de un lado para otro, y las gallinas, al toque de diana del quiquiriquí del gallo, salían corriendo al corral, a picar lo que pillaban, y cuando no encontraban nada, se picaban unas a otras. La ley del picotazo, el de arriba pica al de abajo.
Mientras yo observaba todo esto, se sentaron con nosotros los recién casados, dieron los buenos días y se presentaron. Ella dijo llamarse Silvia y el novio añadió:
- Y yo Miguel Angel.
Silvia era de estatura mediana, proporcionada de carnes, pelo rubio, ojos azules preciosos, tendría unos veinte años. Aún llevaba puesto el traje de novia que le arrastraba por el suelo.
Miguel Angel no tendría muchos más, mediría uno setenta y cinco, era fuerte, la barba aún por parroquias, cara redonda y con gafas graduadas, que dejaban ver unos ojos oscuros, saltones, como de niño grande que se asombraba de todo. Así como la novia era tranquila, el novio era inquieto. No paraba de moverse, y a veces se mordía las uñas.
¡Daba gusto verlos! Se miraban de hito en hito, se bebían las palabras el uno del otro, ahora se cogían las manos, luego se daban besos, ¡donde pillaban, carne o saliva! y yo me preguntaba, '¡debe estar buena! pues no paran de besarse el uno al otro'. Cuando no se besaban en los ojos:
- ¡Qué asco!- decía yo - ¡van a comerse las legañas!
A lo que una señora alta y delgada respondió:
- Cuando se está enamorado no se tienen legañas, niño, son gotas de rocío. Y la saliva es como la miel más dulce.
Yo no había reparado antes en esta señora. Era, como he dicho, alta, delgada, vestida de negro, con un sombrero grande también negro. Su pecho adornado con un crucifijo y un par de medallas de la virgen.
Como vio mis ojos de asombro, se presentó diciendo que se llamaba Petronila.
- Yo me llamo Herminio, señora.
- No soy señora, niño, ¡soy señorita y a mucha honra!
Lo decía como enfadada. Tenía cara de requemada, de amargada. Cada vez que hablaba estiraba el cuello como una cobra.
- ¿Qué es el amor? - le pregunté yo.
A lo que ella contestó:
- Es un sentimiento que hace perder a dos el conocimiento, y que cuando uno de los dos lo recupera, se acaba. Otros dicen que es ciego, y por eso hay muchos matrimonios que no se pueden ni ver. En fin niño, no me preguntes más, lo han definido de mil formas, pero sólo saben lo qué es los que son incapaces de decir lo que es, aun siendo esclavos de él.
- ¡Bendita esclavitud!- dijeron los novios - estar enamorados es ¡maravilloso! ¿no les parece a ustedes?
- Sin duda. - dijo mi madre - Cuando en una pareja perdura el amor es lo más grande, y lo que ayuda a salvar cualquier obstáculo. Lo malo es que no siempre es así. Yo diría que el amor es como una vela encendida, hay que cuidarla, y abrigarla de todos los vientos. Y eso es cosa de los dos, pues tan pronto como uno la coge para sí, el otro se queda a oscuras. Tiene que estar en el medio de ambos, cada uno debe olvidarse de su amor propio y ocuparse del amor. Lo que vivís ahora vosotros es como la llama que sale cuando se hace una hoguera. Luego se va calmando la cosa, y vienen las ascuas; lo que hay que procurar es que tarde lo más posible en convertirse en ceniza. Para eso hay que alimentarlo, echando leña y ¡no metiendo leña! Y la mejor leña para el fuego del amor es el propio amor entre los que se aman. Que hoy será pasión, mañana cariño, ¡qué más da! lo importante es que no se apaguen los sentimientos de respeto mutuo, comprensión y necesidad de afecto del uno hacia el otro.
- ¡Tú de qué vas, tío! ¡eres un gilipollas, te voy a partir la cara! ¡Que no la mires! ¿vale?
Las voces venían del pasillo. Sin apenas darnos cuenta nadie, Miguel Angel salió y se dirigió como una flecha hacia un soldado que estaba fumando un pitillo, y que al parecer había dirigido alguna mirada a Silvia. El soldado, se quedó cortado y tan sorprendido que no pudo reaccionar, tan solo le dijo:
- ¡Vale macho, no te pongas así! yo tengo ojos y miro ¿no?
- ¡Pues mira a otra parte! ¡A mi mujer no la mira nadie! Si vuelves a hacerlo ¡te parto la cara!
- A nadie se le puede quitar lo que de verdad le pertenece - le dijo mi padre - No hay que ponerse así, hombre. La palabra celo significa cuidado, y no está mal cuidar de lo que nos pertenece, pero, con causas justificadas y no por pequeñeces. Mientras Silvia te quiera, no podrá quitártela nadie, y si algún día deja de hacerlo, de poco te serviría tratar de retenerla a la fuerza, así que, tranquilo, muchacho.
- A mí también me defendía mi novio de ese modo - dijo la solterona - 'Cariño, ten cuidado con ese charco', '¿qué le pasa a mi carita de melocotón?', '¿quién se va a comer esa naricita?', ... Tan pronto como alguien se ponía a mirarme, se lanzaba como una flecha. Las horas con él parecían segundos.... Pero, un día comenzaron a cambiar las cosas, y los segundos parecían a su lado horas. Cuando pisaba un charco, me decía: '¡Sapoo! ¡que eres un sapo, todos los charcos pa tí! ¡mira por dónde vas!'. Y la piel de melocotón, pronto se convirtió en lija del cuatro.
- Bueno, señorita, que a usted le haya ido mal, no es motivo para pensar que nos vaya a pasar a nosotros - le dijo Silvia.
- Desde luego, cariñito, a tí no te va a pasar nada de eso. ¡Todo irá sobre ruedas, por un campo florido con mil aromas acompañados por el canto de los pajarillos! ¡Qué ingenua eres chiquilla! Ahora estáis en la luna de miel, ¡luego vendrá la luna de hiel!
- A usted lo que la pasa es que es una solterona amargada y cree que a todos nos tiene que pasar lo mismo que a usted - le dijo Miguel Angel.
Y siguió:
- Yo la quiero con toda mi alma, y ella a mí, y eso será toda la vida.
- ¡Hombre, qué menos!.. ¡Ojalá! os lo deseo de corazón, pero os adelanto que no os va a ser nada fácil. Depende de vosotros el evitar que esa hoguera se convierta en cenizas sin daros cuenta. Así que no os confiéis, y alimentar el fuego de vuestro amor constantemente.
El tren se detuvo en un pueblo llamado La Gloria. Los novios se despidieron de todos nosotros y, al bajar del tren, de poco se rompen los morros. Iban mirándose a los ojos y no vieron la escalera.
- Cariño, ¿te has hecho daño?
- No, mi vida, a tu lado no siento otra cosa que el palpitar de nuestros corazones. ¿Me quieres?
- Te adoro.
- ¡Qué mayor tesoro! - dijo un mozo de estación que contemplaba la escena.
La solterona bajó detrás de ellos.
- ¡Vaya nombre de pueblo, La Gloria! Sólo el nombre me pone enferma, ¡no creo que haya gloria ni aquí ni en ninguna parte! Para mí sólo existe el infierno, y aunque a esos chicos les he dicho esas cosas, me muero de envidia al verlos tan felices. Sin amor somos como una planta sin agua, nos secamos, y así estoy yo, seca por fuera y por dentro. ¡Ojalá encontrara yo un día el amor! que aunque no fuese siempre un paraíso, ¡sería mucho mejor que vivir en este infierno!

lunes, 19 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 4 - El enfermo y su mujer



Capítulo cuarto.



La 
Gloria era un pueblo bastante grande. Como eran las cuatro de la tarde, el andén estaba repleto de gentes que iban de un lado para otro. Unos habían bajado del tren y otros que se disponían a subir.
- ¡Pipas, cacahuetes, manzanas acarameladas, caramelos de limón y menta!
Así daba gritos el caramelero recorriendo todo el tren desde el andén, y quien más y quien menos, le compraban algo, alargando sus brazos por las ventanillas. A nosotros nos compraron mis padres unos martillos de caramelo. Antes de empezarlos a chupar, mi hermano y yo nos liamos a martillazos, siempre andábamos peleándonos. Eramos como el agua y el vino, y el caso es que nos queríamos mucho, pero, tan pronto como estábamos juntos la armábamos.
Mi padre nos llamó al orden haciendo ademán de quitarse el cinto, y no hizo falta que se lo quitara, ya sabíamos cómo las gastaba.
El pasillo era un gallinero de gente con maletas que iban de un lado para otro buscando asiento. A nuestro departamento llegó un matrimonio. Ella tendría unos cuarenta y cinco, y él, rayando los cincuenta. A mí me extrañó el que ella llevara todos los bultos. Mi padre le ayudó a ponerlos en su sitio. Era una mujer de mediana estatura, muy morena, físicamente se la veía que era fuerte. Ojos castaño oscuro, su mirada era franca, pero se adivinaba que estaba sufriendo mucho. Sus ojos vidriosos la delataban.
- Me llamo Mari Cruz, y mi marido Anastasio.
Yo no había podido ver antes al marido, porque le tapaban mi padre y ella tratando de poner las maletas en su sitio. Era un hombre de estatura mediana, muy delgado. Lo primero que me llamó la atención fue que casi no tenía un pelo en la cabeza, y no porque fuese calvo, tenía cuatro pelillos sueltos sin fuerza. Apenas tenía cejas, y aunque el bigote era ancho, estaba formado por grandes claros, como cuando una rata mojada sale de una alcantarilla.
Eso sí, tenía unos ojos claros, yo diría que verdes, que cuando te miraban te atravesaban, y no es que tuviese cara de mala persona, pero aquellos ojos tenían una gran fuerza.
¡Pobre hombre! era lo único en él que daba signos de vida, porque el resto más bien parecía un cadáver.
Mi madre, con mucho tacto y respeto, le preguntó a la señora:
- ¿Qué le pasa a su esposo?
- Sería largo de contar, pero, abreviando le diré que tiene cáncer linfático, le están tratando con quimioterapia y radioterapia. No sé si saldrá de ésta, porque el tratamiento es durísimo. Ya ve, se le ha caído el pelo y la dentadura y ha perdido mucho peso.
La mujer se emocionó y mi madre trató de darle ánimos.
- Tranquila mujer, hoy en día hay muchos adelantos, y si él tiene ánimo y ganas de vivir, saldrá adelante, ¡ya verá!
- ¿El? Tiene muchas ganas de vivir, y desde el principio ha querido saber lo que tenía, aunque con el tratamiento ha cambiado el carácter bastante y a veces no quiere ver a nadie; pero tan pronto como se encuentra un poco bien, él es el primero que está siempre de guasa.
- Pues más le vale - dijo mi padre - A mí me pasa eso y me pego un tiro o me muero de miedo.
- Nadie sabe cómo va a reaccionar, hasta que no le pasa, señor - comentó el enfermo que, momentos antes tenía la mirada perdida en el paisaje - Yo, lo veo así de sencillo: ¿qué me han dicho los médicos? ¿que puedo morir?.. ¿Y quién no? así que procuro vivir lo mejor que puedo, con más o menos ganas, según tenga el día; pero luchando siempre, porque sé que cuando deje de hacerlo, ¡la palmo! Pero esto no es cosa de uno sólo. Gracias a Dios tengo tres hijas, Mari Cruz, Arancha y Sandra, y sobre todo una mujer que es oro molido. De pocas palabras, pero de muchos hechos, que es lo que cuenta. Cuando ocurre una cosa como ésta, la gente fija la atención en el enfermo, y no reparan en los que están a su lado. El enfermo es como un niño, se mete en sí mismo; no es egoísmo, es la enfermedad, que no le deja ver a nadie, y se siente tan débil que quiere que todo el mundo esté pendiente de él. No me admiren a mí, pues, sino a esta mujer que, calladamente, tiene que soportar mi mal humor, mis rarezas, mis ironías, mis sarcasmos... Miren, en confianza, yo a nivel sexual, me he convertido en una barra de hielo. Ella aún es joven y sé lo mal que lo pasa la pobre. Y aunque no puedo hacer nada, me duele en el alma que pase por eso. Por tanto, les digo que se fijen en ella, y no en mí, pues lleva la peor parte.  Ya las hay que cuando vienen mal dadas, dan media vuelta. ¡Qué sería de mí, que no valgo para nada, si me faltara ella! Seguiría viviendo, pero, si ahora me es difícil, luego me costaría más buscarle sentido a la vida. Y no sólo porque no me falte nada, que ella la pobre si trae pescao me da lo mejor y se come las cabezas, y así con todo, sino porque sin ella me siento como un niño desvalido. Nunca he sido de esos que demuestran el cariño, y ahora, menos, pues no tengo ganas a veces de nada, pero la quiero. Quisiera demostrárselo, pero es difícil cambiar un genio.
- ¡Ya lo decía mi abuelo! - dijo mi madre - Es más fácil cambiar un cerro que un genio.
- Pero bueno, señora, conociéndose, ya sabe cada uno lo que tiene.
-Ya sé que no será fácil, tendrá que tener usted mucha paciencia, pero, así es la vida, a todos nos da palos, más tarde o más temprano. El mérito está en seguir luchando, aunque a veces no le veamos el sentido. El pago lo llevamos por la satisfacción que da el deber cumplido, aunque ni lo entendamos, ni a quienes hacemos el bien lo merezcan.
Momentos antes, mis padres y estos señores habían cogido unas papeletas de una rifa que estaba haciendo un señor en el tren.
- ¡La sota de espadas!
- Yo no la tengo - dijeron mis padres - Mire usted, Mari Cruz, a ver si la tienen ustedes.
- ¿Para qué? a nosotros ya nos ha tocado la lotería.
- Mira, mujer - le dijo el marido - que la suerte es como una mujer borracha que no distingue a personas.
- ¡Vaya, la tengo yo! - dijo Mari Cruz - ¡Aquí, señor, aquí! ... ¿Qué me ha tocado?
- Una gata persa azul... mire...
- ¡Qué bonita, es preciosa! - dijo Mari Cruz - ¿Te gusta, Anastasio?
- Sí, Mari, ya sabes que a mí me gustan mucho los animales, todo lo que sea naturaleza. Además, siempre será mejor tener en casa un animal irracional, que eso habría que demostrarlo, que un ser humano racional que no razona.
- ¡Tú siempre con tus filosofías!
- ¡Vale, mujer, no te enfades! ..., ¿me das un beso?
- ¡Déjate de besos! Lo que tienes que hacer es tratarme mejor. No pido mucho, ya sé que no siempre tendrás ganas, pero, alguna vez sí, ¿no?
- De acuerdo, lo intentaré, mujer.
- ¡Eso llevas diciéndome toda la vida! y no lo haces nunca... ¡pues demuéstramelo!
El tren estaba llegando a la capital, La Esperanza. Mi padre ayudó a Mari Cruz a bajar los bultos hasta el andén. Con gran emoción se despidieron de todos nosotros.
            - ¡Qué puta vida! - comentó mi padre - Una gente tan maja, ¡y vaya problemón! ¡Ojalá tengan suerte y salgan adelante!-