(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

martes, 17 de enero de 2012

Mi gata Estrella

Este cuento es autobiográfico,
esta gata ayudó e hizo mucha compañía a mi padre
cuando cayó enfermo.

 


En lugar de la Mancha, de cuyo nombre me acordaré mientras viva (se llama Peñalver) nació un 11 de mayo de 1940 Herminio.
Su padre se llamaba Agustín y su madre Eustaquia. Tenía cuatro hermanos, Conchi, Dori, María Ángeles y Paulino. Allí todos los niños tan pronto como aprendían a andar ayudaban a sus padres en las tareas del campo; ir a la huerta a regar de madrugada, trillar en verano de sol a sol, llevar la comida en un burro a los segadores que estaban a varios kilómetros, escardar los trigales, etc...                

En pleno invierno era la recogida de la aceituna. El padre de Herminio, a su pesar, pues le daba mucha pena tener que levantarle a las seis de la mañana, primero le contemplaba en la habitación donde dormía; luego en voz baja, para no despertar a los demás, y mientras acariciaba su frente con la mano, llamaba a Herminio.
- Vamos  hijo, que ya es la hora.
El pobre Herminio a duras penas conseguía abrir un ojo y tras un rato, el otro. Por fin se levantaba, se aseaba, tomaba un poco de leche caliente y haciendo el menor ruido posible, tras sacar el burro de la cuadra, salían a la calle.
El padre tapaba al hijo con una manta y le montaba en el burro y cogiendo al asno por el ronzal atravesaban el pueblo. No se oía a nadie, algún perro que a su paso les ladraba o algún rebaño de ovejas que salía en ese momento.
Hacía un frío que pelaba, el cielo era negro aún, tachonado de innumerables estrellas muy brillantes. Tras recorrer unos cinco kilómetros llegaban al olivar. Agustín desmontaba a Herminio, que tiritaba de frío como una campanilla, y lo primero que hacía era una pequeña hoguera para que se calentara. En ella echaba unas pequeñas piedras, y os preguntaréis para qué. Pues muy sencillo, cuando Herminio se ponía a coger aceitunas del suelo que estaban hincadas en el hielo, sus manos se ponían blancas y no las sentía, era incapaz de coger una aceituna. Entonces, sirviéndose de un palo sacaba alguna de las piedras, la hacía girar un poco sobre el hielo y luego se calentaba las manos con ella; cuando se enfriaba la echaba de nuevo el fuego y cogía otra, de este modo podía soportar el frío.
Tan pronto como salía el sol, la escarcha se iba diluyendo; los pajarillos muy regordetes salían de sus escondrijos y tan pronto como recibían los primeros rayos del sol, cambiaban de aspecto y se hacían más delgados. Comenzaban a cantar sin cesar, alegrando el nuevo día.
- ¡Qué, hijo! ¿Tienes frío?
- No padre, ya he entrado en calor.
- ¿Has cogido ya todas las aceitunas del suelo?
- Sí padre.
- Pues ahora juega un poco por ahí, mientras yo termino.
Lo que más le divertía al hijo era matar a todo bicho que se le ponía por delante; como en ese momento por efecto del frío casi no veía ninguno, Herminio comenzó a levantar piedras.
En una de ellas se encontró un sapo y ni corto ni perezoso comenzó a darle palos. Ya sabéis que los sapos tienen en la parte superior unas pequeñas vesículas llenas de un veneno muy activo.
Pues bien, al darle con el palo rompió esas vejigas y el veneno le saltó a los ojos.
- ¡Padre, padre! ¡Me he quedado ciego!
- Pero ¿qué has hecho muchacho? ¡No te tengo dicho que dejes a los animales en paz! Te está muy bien empleado, ¡eres un bruto! Los animales también son criaturas de Dios y tienen el mismo derecho que tú a la vida.
Por suerte había cerca una fuente, allí le llevó el padre y le lavó los ojos con agua abundante. Aún así le seguía doliendo mucho, por lo que se fueron al pueblo a toda prisa.
Una vez en casa del médico, éste le vendó los ojos y así tuvo que permanecer durante una semana. Parecía que aquella lección del sapo le habría hecho cambiar de actitud a Herminio. Pero ni por esas.
Tras el duro invierno llegó la primavera y ahí era cuando él se ponía las botas. La tierra vomitaba vida por todas partes, así que tenía bichos para dar y tomar. Casi me da vergüenza ponerlo, pero era así: cogía lagartijas y las metía en un frasco y luego lo enterraba. Al cabo de algunos días iba a comprobar cómo estaba. ¡Cómo iba a estar! ¡Muerta! Y volvía a hacer de nuevo el experimento.
En otros casos cogía los pajarillos de un nido, aún sin plumas y sirviéndose de un agujero de la pared, los metía a todos de culo, los sujetaba con barro dejando sólo a la vista sus cabecillas. Después él y otros niños se entretenían matándolos con el tiragomas. No acabaría nunca de contar pifias de este tipo, lo cierto es que casi todos los niños actuaban de un modo parecido, no valoraban la vida, ni la suya, ni la ajena..., la tenían de sobra.
No había maldad en sus actos, era inconsciencia e incultura y sobre todo, oportunidad. Estaban en el campo y aún no habían aprendido que dependían de él, por eso abusaban y no lo respetaban.
Cuando Herminio cumplió veinte años su madre le regaló un libro titulado "El maravilloso mundo de los animales". Bendita idea. Eso iba a cambiar por completo la mentalidad de Herminio.
Lo leyó con mucho interés y atención. Aquello era nuevo para él. Con cada página que leía se sentía más maravillado y a la vez, más avergonzado de su comportamiento anterior.
Se estaba dando cuenta de que todo ser tiene derecho a la vida, que formamos todos una cadena y que aunque a veces nos cuesta entender el por qué de ciertos animales, todos somos necesarios y vivimos en la misma casa que es la tierra, por tanto, debemos respetarnos.
El libro maravilloso le hizo dar un giro de ciento ochenta grados y se convirtió en un hombre incapaz de matar una mosca, salvo los mosquitos caseros de verano y los tábanos. Si no se metían con él, no se metía con ningún animal.
Ya empezaba a darse cuenta que el más animal de los animales es el ser humano. Mata por placer, por envidia y egoísmo mata a sus semejantes. Eso no lo hace ningún animal. Ellos sólo matan para sobrevivir, sin odio y sin ensañarse; aún en ese momento hacen sufrir a su presa lo justo para que muera en el acto, luego siguen su camino hasta que tengan hambre otra vez.
Pasaron los años, muchos años, Herminio ya se había casado. Tenía tres hijas y una esposa, pero cayó enfermo, una enfermedad muy grave.
Si bien es cierto que tanto su mujer como sus hijas se volcaron para darle apoyo moral, el no tenía, a veces, ganas de ver a nadie. Se metía en sí mismo, en su problema e incluso en algunos momentos odiaba a quienes más quería.
El no le encontraba explicación, ni los suyos tampoco; pero la había, como para todo. Lo que reclamaba era una mayor atención, que todo el mundo estuviese a su lado en todo momento, y eso, naturalmente, no era posible.
Su esposa tenía que hacer las labores de casa; sus hijas tenían que trabajar y aunque bien las hubiera gustado estar siempre a su lado, no les era posible. Pero eso, un enfermo, aunque lo vea, no lo entiende. Lo que cuenta para él es que está necesitado de mucho cariño y comprensión. Lo demás, no es que no le importe, pero es secundario.
Puede parecer egoísmo, pero no lo es. Es que somos muy frágiles; aún los que parecen más fuertes, ante una situación como aquélla, se sienten desvalidos y necesitan imperiosamente a los demás.
Y su reacción, si no tienen todo el apoyo que necesitan, es convertir su cariño anterior en odio: "te quiero tanto que no te puedo ni ver", y así se encontraba Herminio en aquella ocasión.
Era duro para él y para su familia, estaba muchas veces agresivo, otras taciturno.
Pero un buen día, su hermana Conchi le trajo una pequeña gata persa azul. Era preciosa, tenía el pelo gris oscuro y la piel azulada, los ojos eran preciosos, la pupila grande y negra, unas veces redonda y otras como una raya vertical, alrededor un círculo amarillo.
                                                                                         
Cuando le daba el sol de lleno, eran sus ojos como anaranjados, amarillo intenso. Sus orejas eran pequeñitas, tiesas y llenas de pelillos.
Su naricita por la parte frontal era totalmente negra en la parte de las fosas, pero encima era de un gris claro, grandes bigotes, cuerpo con un pelo abundante y largo y la cola lo mismo.
Tan pronto como Herminio la vio, cambió su carácter agresivo. La cogió en sus brazos y le puso por nombre Estrella.
Otras veces ponía su dedo índice en la nariz de Estrella y decía:
- ¡Estrellita, eres un regalo de Dios. Parece ser que cuando Dios te creó, le pareció que le había salido un poco oscura, puso su dedo en tu nariz y de ahí ese tono más claro que tienes alrededor.
Otras veces le decía:
- ¡Ella lo sabe todo, todo! ¡Ella es, Estrella!
Nada más que Herminio se levantaba por la mañana, Estrella salía a su encuentro mayándole, él la acariciaba un poco la cabeza y se metía al baño.
Estrella se quedaba al otro lado de la puerta, sin decir ni mú, hasta que Herminio terminaba su aseo personal. Y entonces empezaba el baile.
Tan pronto como abría la puerta, Estrella le seguía mayando a todas partes, le había enseñado a cepillarla nada más salir el del baño. Herminio se arrodillaba al lado del sofá, ponía un cojín encima y al lado de una de las almohadillas cogía un cepillo apropiado y pegaba con él unos golpecitos sobre la almohadilla.
Estrella, que estaba en el suelo, de un salto como un rayo subía al sofá y se tumbaba para que la cepillase. El la ponía de todas las posturas para que no quedase ni una parte de su cuerpo sin cepillar.
Sin querer algunas veces, parece ser que le hacía algo de daño y Estrella le sacaba de dudas, sacando sus uñas y dándole un cariñoso zarpazo. Y digo cariñoso porque se quedaba sólo en un intento, al que Herminio cuando alguna vez se sentía dañado, respondía con un cepillazo.
Ella se quedaba quieta y no volvía a intentarlo. Desde un principio, cuando Estrella hacía algo que no debía, le había enseñado a dejar sus pretensiones al grito de ¡¡¡noooooo!!!.
Y casi siempre con esto era suficiente para que Estrella desistiera.
Es como todo, y es más, aprenderán antes los animales que los niños. El ser humano es más torpe y más cabezón, le dices cuarenta veces las cosas y aún así muchas veces, tropiezan en la misma piedra.
Defienden este comportamiento diciendo que el ser humano está destinado a ser mucho más que un animal; pero lo cierto es, que lo consiguió con creces, siendo  al final el más animal de los animales... ¡ya quisiéramos llegarles a los animales al talón!
Ellos jamás harán nada que les perjudique como fumar, beber en exceso, drogarse, etc...
En cuanto a aprender muchas cosas, ¿de qué nos sirve, si no aprendemos a respetarnos más a nosotros mismos, y a los demás?
Ellos saben lo elemental y con eso les sobra. ¿Para qué más?
¿De qué nos sirven los conocimientos de matemáticas, geografía, sicología, historia...? ¡Dejémonos de historias!
No sirven para nada si no nos vamos haciendo cada día más personas, más humanos, más animales, que en definitiva es lo que somos.
Y digo más animales, no en sentido peyorativo, sino en el mejor. Aprendiendo de ellos, a ser nobles, agradecidos, cariñosos, y a defendernos sólo cuando sea imprescindible, y no estar siempre en guardia unos contra otros.
No debemos avergonzarnos de ser animales, sí de ser el único animal que trata de ser otra cosa y así se convierte en cualquier cosa...
Estrella contribuyó en gran manera a que Herminio superase su enfermedad. En ella encontró lo que rara vez se encuentra en los seres humanos, correspondencia al cariño que él le daba y respeto cuando no tenía ganas de historias.
Ella era muy lista, ella era... Estrella.

Moraleja:
Ya quisieran los humanos,
ser como los animales,
fieles, sinceros, honestos.
¿No lo creéis? Observadles.

 

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