(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

viernes, 27 de enero de 2012

La hacienda




Todos los fines de semana, Prudencio y su nieto Aniceto cogían sendas cañas y se iban a pescar al río del bonito pueblo donde vivían. 
Abuelo y nieto, más contentos que unas castañuelas, recorrieron los dos kilómetros que les separaban el río y por fin llegaron. El abuelo, un poco cansado y el nieto, que sólo tenía diez años, más fresco que una lechuga.
- ¿Cómo es que te cansas tanto, abuelo?
- Porque yo ya he andado mucho, hijo...
- ¿Cómo que mucho? Si has andado lo mismo que yo.
- Yo no me refiero, Aniceto, a lo que hemos andado ahora, sino a lo que he a dado en toda mi vida.
Se colocaron en un recodo del río, alfombrado de yerba con alguna florecilla silvestre. Aniceto desplegó su pequeña caña y se puso manos a la obra. De una cajita de plástico cogió una de las lombrices y con mucho cuidado la colocó en el anzuelo.
Ya se disponía a lanzar Aniceto, cuando vio que su abuelo aún no había empezado a encarnar el anzuelo.
- ¿Qué te sucede, abuelo?
- Que no veo ni tres en un burro, hijo, y el caso es que tengo dos problemas...
- ¿Qué te pasa, abuelo? Cuéntame .
- Pues mira Aniceto, cuando tenía tu edad creía que veía mucho, por tener buena vista. Pero ahora que la tengo mala, cuando quiero ver no veo y cuando no quiero ver, veo más de lo que quisiera...
- ¡Qué rollo abuelo, no te entiendo nada!
- Ya lo entenderás cuándo llegues a mi edad. No verás y verás más de lo que quieres y no oirás y no quisieras oir tanto...
- Déjame que te ayude con lo del anzuelo, abuelo.
Cuando las dos son cañas estuvieron listas, lanzaron los dos a un tiempo, las clavaron en la tierra y a esperar. Mientras los peces picaban, el abuelo y el nieto se pusieron a picar de una tartera que contenía una sabrosa tortilla española, tapada parcialmente por unos ricos pimientos verdes.
- ¡Abuelo, abuelo! ¡Están picando en la mía!
Aniceto pegó un salto, cogió la caña enseguida y con sumo cuidado fue rebobinando. En éstas estaba, cuando en la superficie pudo ver una enorme trucha que luchaba con todas sus fuerzas por desembarazarse del anzuelo.
- ¡Es una trucha enorme, abuelo!
- Tranquilo Aniceto, no tires de golpe, ve cobrando el hilo suavemente hasta que esté en la orilla, luego ya me encargo yo recogerla con el redeño.
Tras unos minutos de inquietud lograron sacarla del río.
- ¡Qué hermosura, abuelo!
- Sí hijo es preciosa, por un lado da alegría cogerla y por otro pena, pero ya tenemos la cena.
Recogieron todo y más contentos que unas pascuas se dirigieron a casa. Cuando sacaron del zurrón la trucha, los padres de Aniceto se quedaron boquiabiertos.
- Bueno padre, mientras Juana prepara la trucha, a mí me gustaría hablar con usted, ahora que no nos oye. Ya sabe usted padre, que a mí el dinero me importa un pito, con lo que yo gano y con la ayuda de su pensión a mí me basta para vivir. Pero mi mujer no está de acuerdo con que usted no nos dé el dinero que le dieron cuando murió madre y vendió las tierras. Ya sé que la mitad la repartió entre mis hermanos y nosotros, me refiero a la parte que se quedó usted, que en vez de meterla en el banco la debe tener escondida en alguna parte de la casa. Pues bien, Juana quiere que nos la dé a nosotros, todos los días me está dando la tabarra y yo ya no puedo más, padre.
- Pero hijo, cómo comprendes que puedo hacer eso, ya os doy la pensión por cuidarme, el otro dinero es de todos vosotros. Ya sé que tus hermanos no lo merecen, porque se han desentendido de mí, pero qué quieres hijo, yo, aún así quiero morirme sin hacer distinciones entre vosotros, espero que tú lo entiendas.
- No, si yo lo entiendo padre, la que no lo comprende es mi mujer. No puede hacerse idea de lo mal que me siento hace días, porque no me atrevo a decirle que, sintiéndolo en el alma, le tengo que pedir que se vaya de casa, si no accede a lo que quiere Juana.
- ¿Vas a echar al abuelo de casa, papá?
- Tú calla, hijo, que éstas son cosas de mayores y tú no entiendes...
- ¡Claro que no os entiendo! Yo sólo sé que quiero mucho al abuelo y eso que no es mi padre, y que si tú le quisieras como yo, nunca le echarías a la calle.
Aniceto se abrazó a su abuelo que estaba llorando amargamente.
- ¿Crees que a mí no me da pena, hijo?
- Pues no se nota, padre.
- ¿Qué quieres que haga? Es cosa de tu madre.
- No papá, es cosa tuya, es tu padre, no el de mamá, lo que sucede es que eres un calzonazos.
No tuvo tiempo Aniceto de pronunciar la última palabra, cuando su padre le puso de un guantazo la cara al revés.
- ¡Pégame lo quieras, pero seguiré diciéndote lo que todo el pueblo te llama a escondidas! ¡Eres un calzonazos!
De no ponerse el abuelo por medio Aniceto hubiera salido mal parado.
- ¡Baja a la cuadra y sube la manta del mulo, para que el abuelo no pase frío mientras encuentra cobijo!
Aniceto clavó sus ojos de odio en su padre y bajó a la cuadra a por la manta. Para sorpresa de su padre, subió sólo la mitad.
- Pero, ¿qué has hecho, muchacho? ¿Por qué has roto la manta?
Aniceto, seguro de sí mismo y mirándole de frente le dijo:
- Tranquilo, lo he hecho pensando en ti.
- ¿Cómo que en mí?

- Sí papá, la otra mitad la he dejado para cuando te eche yo a ti fuera de casa...
Su padre agachó la cabeza avergonzado, con llanto en los ojos se abrazó a su padre y le pidió perdón una y mil veces sin consuelo.
- Tranquilízate hijo mío, yo sé que tú eres un buen hijo y comprendo tu comportamiento, aunque me duela en el alma. Ya dijo alguien una vez: 'Si una mujer que pide que saltes por un balcón pídele a Dios que no sea muy alto'.
Cuando se fueron a la cama después de cenar, Juana le preguntó a su marido:
- Qué, ¿ya le has cantado las cuarenta a tu padre? Porque te lo repito una vez más, ¡o se va él o me voy yo!
- Puedes hacer lo que te venga en gana, Juana. Mi padre estará aquí hasta que muera, aunque no quiera su nuera y si no estás de acuerdo, ¡fuera!
Puso tal ardor en sus palabras, que Juana se quedó de piedra y no dijo otra cosa que:
- Hasta mañana.
- Adiós, Juana - contestó el marido.
Pero como las mujeres son como la carcoma, Juana no se dio por vencida.
Al poco tiempo empezó a darle a la abuelo la carga cuando no estaba su esposo.
Una mañana del crudo invierno, cuando Prudencio se levantó, Juana fue todo amabilidad para con él:
- ¡Buenos días, querido suegro! ¿Qué tal ha descansado?
Prudencio, todo mosqueado, contestó:
- Bien hija, bien, ¿y tú?
-
Aniceto, deja que se siente la abuelo al lado del fuego. ¿Quiere usted un par de huevos con jamón?
- Esto sí que tiene huevos - pensó Prudencio. Ayer sopas con pan duro y hoy huevos con jamón, ¿que querrá esta arpía?
- Abuelo, ¿por qué no nos da el dinero, si a usted no le hace falta? ¡Mientras esté aquí, no le faltará de nada!
El pobre Prudencio no pudo más y se rindió.
Fue a su cuarto y le dió los cuartos, aunque de buena gana le hubiera dado una patada en los cuartos traseros.
En mala hora, pues al día siguiente el trato fue muy diferente.
Cuando el abuelo se fue a sentar al lado del fuego, la nuera le apartó bruscamente:
- ¡Cómo tiene usted tanta cara, quitar al niño del sitio!
- ¿Me pones los huevos con jamón, por favor? - dijo Prudencio  - que ayer me sentaron muy bien.
- ¡Siéntese ahí y tome estas sopas de leche! Con eso va que chuta  ¡Total, para lo que hace!
Después de desayunar, Prudencio, hundido y preocupado, se fue a hablar con el cura del pueblo. Le contó con detalle todo lo sucedido y el cura, que serán lo que sean pero de tontos no tienen ni un pelo, le dijo:
- ¡Ay, Prudencio, qué imprudente has sido! ¡A quién se le ocurre darlo todo antes de morir! Mira, voy a darte 100 pesetas en monedas de a una. Cuando llegues a casa, te metes en tu cuarto, cierras la puerta y vas echando las monedas sobre un plato, una a una, haciendo el mayor ruido posible. Cuando hayas terminado, vuelves a empezar, y así una y otra vez, hasta que el resultado de la cuenta sean millones.
Así lo estaba haciendo Prudencio, cuando la nuera, que había estado con la oreja puesta, llamó a la puerta. Cuando Prudencio abrió, Juana le dijo:
- ¡Abuelo, pillín, no nos diste todo!
- ¡Qué va mujer, sólo te di una pequeña parte...!
- ¡Aniceto, deja que se siente el abuelo al lado del fuego! ¿Quiere usted huevos con jamón?
En fin, la misma canción...
- ¡Abuelo, pillín! Me dará usted algún millón por lo menos.
- Mira, Juana, yo ya soy muy mayor y tú me has hecho ver las orejas al lobo. Tengo más hijos, pero todo será para ti si me cuidas bien hasta mis últimos días, que no están ya muy lejos.
La nuera se desvivía porque Prudencio estuviese lo más cómodo posible. Hasta que un día le encontraron muerto en la cama. Ni siquiera respetó Juana el triste momento.
Buscó y rebuscó por todos los lados, destripó incluso el colchón pero el dinero no aparecía por ningún lado. Por fin, en un rincón tapado con unos libros, hallaron un cofrecito.
Con los ojos desorbitados, llena de ansias y angustiada, Juana abrió el cofre y en él encontró un papel doblado y un canto, una piedra pequeña.
Toda nerviosa se puso a leer, pensando que sería un cheque.
El papelito en cuestión decía:

Aquel que da su hacienda
antes de la muerte
merece que le den
con este canto en la frente...



 La idea original de la entrega de la manta dividida en dos por el hijo a su padre y  la hacienda, es de un cuento popular. La forma de narrarlo y todo lo demás es fruto de mi padre.

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