(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

domingo, 22 de enero de 2012

La muerte burlada

Como cada día, tras un levísimo descanso, la muerte despertóse sobresaltada: se había dormido más que de costumbre. Miró angustiada al reloj:
- ¡Oh! He dormido medio segundo, tengo que darme prisa.
- ¡Eh!, no seas tan lista, Petra, ¿por qué empiezas sin que saque la abuela la papeleta? ¿no ves que se ha dormido?
- ¿Y que más da? - le dijo Agapito.
- Haya paz - dijo Pío - déjala que siga, ya que ha empezado.
- Pues bien, como iba diciendo, la muerte se asustó de lo tarde que era. Ella era muy laboriosa, no paraba un momento. Por más que hubiese crisis de trabajo, ella nunca estaba en paro. Cuando veía a las colas que se formaban en las oficinas de empleo comentaba:
- Lo que hay es mucho vago, ¿cómo pueden decir que no hay trabajo? A mí siempre me sobra. Si no es aquí, allá, y si no, acullá. ¡Lo que hay que tener son ganas, como las tengo yo!
Acarició el esqueleto de su perro, puso agua en una palangana, metió en ella sus manos óseas, se las llevó a su pulida y dura cara, cogió una toalla y se secó de mala manera. Se miró al espejo:
- Pero ¿seré tonta? ¿Pues no que estoy llorando? 
No eran lágrimas lo que caía de las cuencas de sus ojos, lo que había sucedido es que al no secarse bien, salían de ellas gotas de agua. Cuando se dio cuenta dijo:
- ¡Ya se me hacía raro a mí que estuviera llorando! Yo no lloro nunca, si acaso un poco al principio. Lo mío es hacer llorar y no siempre, que algunos parientes de los que visito hacen como que lloran, pero por dentro se están riendo. ¡Si lo sabré yo, que estoy todo el día en este oficio! ¡Pero qué digo todo el día! ¡Y toda la noche!
Miró por el balcón y pudo ver que el día era radiante.
- No sé si ponerme hoy la túnica. Bueno, la llevaré por si acaso, que al atardecer hace un frío que cala los huesos y tengo que cuidarlos, es lo único que me queda.
Cogió su guadaña, la afiló en el cúbito izquierdo, abrió la puerta y toda estirada y marchosa bajó las escaleras.
- ¡A ver si haces menos ruido, que parece que llevas puestos cascabeles!
- ¡Cállate, payaso! Un día de éstos me vas a calentar y te voy a llevar conmigo.
El vecino se calló en secó y cerró la puerta diciendo:
- Abusa porque es quien es si no, ¡ya veríamos!
- Un poco de razón ya tiene ese gilipollas, a ver si me acuerdo y compró tres en uno, así no haré tanto ruido cuando vaya a por alguien, bastante miedo pasan algunos cuando me ven como para metérselo antes a causa de estos huesos que cada día chirrían más. Hoy no tengo ganas de ir a los hospitales, allí el trabajo es agotador y lo malo es que me vuelvo loca de andar de un lado para otro, a ver si cae alguno, y cuando parece que están casi dispuestos a venirse conmigo, vuelven a recuperarse y me dan con la puerta las narices. Y la culpa la tienen esos matasanos, que con sus medicamentos matan a muy pocos, aunque a muchos los dejan ya para pocos trotes. Me voy a ir hoy al parque, así tomo un poco el solillo, que me viene de perlas para los huesos.
Era un parque precioso, lleno de árboles grandes y pequeños, con setos cortados con figuras muy distintas y alrededor flores de todos los colores y aromas.
Nada más que la muerte hizo su aparición, niños, jóvenes, en fin, todos los que disfrutaban de buena salud, corrían que se las pelaban.
- ¡Corred, corred! - dijo la muerte -, ya sé que a vosotros no os soy nada simpática, y es natural, tenéis a vuestro lado a mi mayor enemiga, la vida. Pero ya se cansará de vosotros y entonces os daré alcance con facilidad.
A lo lejos vio un banco en el que había tres personas.
- Voy a sentarme con aquéllos, son los únicos a los que parece que no les doy miedo.
- ¡Buenos días!                                                                                      
- Buenos días - contestaron un joven drogadicto, un enfermo de cáncer, como de cuarenta años, y una señora de unos 80, que hacía punto bobo.
- ¿Puedo sentarme?
- Sí, pero no se acerque demasiado - comentó la señora.
- ¿Cómo va la vida? 
- Pues ya ve usted, señora, acabándose - dijo el enfermo de cáncer, y siguió:
- Hay días que preferiría estar muerto, tengo dolores por todo el cuerpo y me pregunto ¿qué hago yo aquí? Pero tan pronto como se me pasan, me agarro con todas mis fuerzas a la vida.
- Pues la verdad que no entiendo - dijo la muerte. ¿Cuántos días tiene buenos?
- Unos seis al año.
- Y, ¿no sería mejor que vendría conmigo?
- ¡Y una leche! Para eso tengo tiempo. De momento, aunque sea a trancas y a barrancas, prefiero estar vivo.
- Y tú, chaval, ¿cómo lo ves? - le dijo la muerte al joven.
- Pues... a días tronca, pero conmigo no te enrolles, ¿vale?
- Como quieras, si a eso le llamas estar vivo, yo creo que tú y yo poco nos llevamos.
- ¡Que no me des la vara, tía!
- ¡Vale, vale! - dijo la muerte.
- ¡Qué, abuela! ¿Cómo va el punto? - le preguntó la muerte a la señora.
- Bien hija, bien.
- La veo muy achacosa.
- Ya, ¡peor estás tú! que no tienes más que el esqueleto.
- Sí, pero a mí no me duele nada, ¿y a usted?
- Me duele todo, menos haber nacido, hija. Apenas oigo ya, casi no veo, pero aun así, oigo más de lo que quiero y no quisiera ver tanto.
- ¡Vamos, que está usted ya harta de vivir! ¿No es así? 
- ¡Eso ni hablar! Puede que esté harta de mal vivir, pero no de vivir... y no creas que te tengo miedo, la naturaleza o Dios son muy sabios, no nos morimos cuando tú vienes, lo vamos haciendo poco a poco así que, cuando se llega a una edad como la mía, no es que uno quiera morirse, pero si llega el día tampoco nos preocupa tanto. A ti te tienen miedo los ricos, los niños, la gente sana, en una palabra. Pero los pobres, los ancianos, los enfermos, pasan de ti. Hay algunos de estos que también te tienen miedo y no se por qué, mientras estén vivos no te van a ver, y cuando ya se hayan muerto, tampoco.
La muerte hizo su último intento para ver si alguno de los tres quería acompañarle.
- ¿Qué, chaval, te vienes conmigo?
El drogadicto sacó la mano derecha del bolsillo, plegó todos los dedos menos el llamado corazón, y se lo puso erguido en las narices a la muerte.
- ¡Ahí vas tú, majadero! - le dijo ella.                                               
Luego se dirigió al enfermo de cáncer.
- ¿Y usted qué, se viene?
El enfermó la miró de mala leche y le hizo un corte de mangas.
Por fin le dijo a la señora mayor:
- ¿Me acompaña?
- ¡Y un huevo! - al tiempo que le sacaba la lengua.
Viendo que allí no tenía nada que hacer, la muerte se levantó, se puso bien su túnica, y se marchó con pasos precipitados.
Todo el mundo a su paso corría despavorido. 
- No sé por qué me temen tanto. Tenían que irse haciendo la idea de que un día u otro por esto o por aquello, vendré a por ellos y les alcanzaré con facilidad. Es echar piedras a mi tejado, pero lo que deberían hacer no es pasarse la vida temiendo que llegue yo, sino vivir hasta entonces intensamente. En fin, voy a ver si me como algo que me he quedado en los huesos. Alguno habrá por ahí que me sirva de alimento...

Moraleja:
No tengáis miedo a la muerte,
porque es inevitable,
y vivir intensamente,
que la vida es agradable.

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