(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

sábado, 21 de enero de 2012

El preso y su canario



Después de haber sido interrogado durante toda la noche por dos policías desalmados, Felipe, un hombre de treinta y dos años, víctima de la droga, fue conducido en un furgón policial a la cárcel de mayor seguridad del estado.
Como estaba bajo los síntomas del síndrome de abstinencia, iba como un zombi.
Se le acusaba del robo de una joyería y asesinato del dueño. Él sostenía que lo del robo era cierto, pero que la muerte del joyero había sido un lamentable accidente al querer éste defenderse.
- ¡Lo tienes claro, mamón! - le dijo uno de los policías. ¡Te vas a pudrir en la cárcel!.
- Yo no era dueño de mis actos - respondió Felipe. Estaba bajo los efectos de las drogas, necesitaba imperiosamente el dinero para mi dosis diaria de heroína.
El policía sacó la porra y le dio como respuesta un golpe en la cabeza, mientras le decía:
- ¡Basura, que sois una basura! ¡Teníais que estar todos muertos!
Felipe aún sacó fuerzas para contestarle:
- Yo soy una víctima de una sociedad que me negó el derecho una educación, de padres divorciados, cuando aún era muy niño; mi padre era un alcohólico y madre prostituta. En un total abandono, me fui criando, sin cariño de nadie, sin escuela, robando cada día para poder comer y por si esto fuera poco, pronto me convertí en presa de los que del árbol caído hacen leña... y así es como llegué a la situación en la que ahora me encuentro, en la que la droga se ha apoderado de mi y me ha convertido en su esclavo.
Al oír este relato, el policía agachó la cabeza y le dejó en paz el resto del camino que faltaba para llegar a la prisión.
Tras dos horas de viaje, pudieron divisar a lo lejos lo que en otro tiempo había sido una fortaleza.
Estaba situado en la cima de un monte y rodeada por una gruesa alambrada electrificada. Al llegar el furgón policial, se abrieron las puertas automáticas, flanqueadas  por dos  policías armados  hasta  los dientes, y acompañados por dos perros que mostraban sus grandes colmillos babeando por la comisura de los labios  abundantemente,  al  tiempo  que jadeaban ansiosos de cualquier presa.
Entró el furgón y las puertas volvieron a cerrarse. De él salieron dos policías, Felipe y seis presos más. Fueron conducidos inmediatamente ante el alcaide de la prisión.
Era un hombre con cara de pocos amigos, fornido y robusto y con el cerebro de un busto. Para la labor que tenía que desempeñar no se requería ser un filósofo, allí imperaba la fuerza bruta, los sentimientos de la mayoría de los presos habían sido asfixiados por sus circunstancias y su comportamiento carecía ahora de toda ética, lo único que importaba era sobrevivir y hacerlo entre personas que por una u otra causa se comportaban mucho peor que los animales. De ahí que para controlar a esa gente lo que hacía falta, no eran las hermanas de la caridad, sino gente que si bien no fueran iguales, fuesen capaces en cualquier momento de parecerlo.
- Pueden marcharse - dijo el alcaide a los policías.
Después echó una mirada a los presos con mucho detenimiento. Calló unos segundos tras los cuales les dijo:
- Vamos a poner las cosas en claro desde el principio ¡Aquí mandan mis cojones, y nada más! ¿Lo entendéis? Cualquiera que se salte las normas tendrá que vérselas conmigo, y eso, os lo aseguro, no os lo recomiendo ¿Lo habéis entendido? ¡He dicho que si lo habéis entendido! ¡Contestad, hijos de puta!
Con un gesto de cabeza los presos asintieron.
El alcaide tocó un timbre, aparecieron los policías de antes y se los llevaron en dirección a sus celdas. Había tres pisos, con largos corredores, como el anfiteatro de cualquier teatro elegante. Al paso de los nuevos presos los ya veteranos exclamaban:
- ¡Capullos! ¡Beee, beee! - y otros insultos e insinuaciones obscenas, que no son dignas de ensuciar el presente cuento, por eso no las cuento....
Por fin llegaron cada uno a su celda. A Felipe le metieron en una como de dos metros cuadrados en la que había una taza de W.C. que chorreaba suciedad por todos lados, un lavabo gemelo de suciedad y un camastro, en el que había un colchón renegrido, semitapado por una manta mugrienta.
La puerta se cerró bruscamente. Felipe volvió la cabeza y pudo ver por su mirilla la cara socarrona de uno de los perros humanos, que de ahora en adelante se iban a ocupar de su custodia. Se dejó caer en la cama, si es que así se podía llamar a aquello. Estaba rendido y pronto se quedó dormido.
A las seis de la mañana, cuando Felipe estaba en el mejor de sus sueños, un gran griterío procedente del corredor, le hizo saltar de la cama. A los pocos segundos se abrió la puerta de su celda:
- ¡Vamos, gandul! Ya es la hora de ir a asearse.
Aquello parecía un enjambre de abejas, todos apelotonados y corriendo desnudos en la misma dirección. Iban entrando en las duchas colectivas como ganado al matadero.
El agua era fría, y esto hacía que los presos se movieron sin cesar, bromeando al principio y en algunos sectores terminando en trifulca. Cuando esto ocurría, los guardianes con sus perros y sus porras pronto ponían orden.
Era curioso, porque al ver los perros, todos ponían sus manos en sus partes nobles, pocos se cubrían la cabeza, y era difícil de entender para Felipe, que era uno de estos últimos. Pensó:
- Se ve que aquí les han hecho un lavado de cerebro, por eso le dan más importancia al sexo que al seso...
Pasaron varios años. Por su buen comportamiento, Felipe había conseguido trabajar en una gran huerta que tenía la prisión. Él estaba encantado, plantando todo tipo de hortalizas y viendo con gran admiración cómo, en principio, la planta asomaba tímidamente su cabecita, como mirando alrededor con cierta cautela, pero cuando era acariciada por el sol y por el aire, se empeñaba a toda prisa por salir del agujero, teniendo, eso sí, siempre los pies en el suelo, pero la cabeza lo más cerca posible del cielo.
Cuál no fue su sorpresa un día, para Felipe, cuando mientras estaba cavando vio en uno de los árboles frutales un canario precioso, color butano.
                                                                                              
- Pero, ¿cómo es posible? - se dijo. Si me parece mentira, se habrá escapado de alguna casa.
Con sumo cuidado se quitó la camisa, la ató a un palo largo haciendo una rudimentaria bolsa y se acercó sigilosamente hasta donde estaba el canario.
Con un movimiento seco y preciso, consiguió cogerlo a la primera.
Mientras estaba maniobrando apareció uno de los guardianes:
- ¿Qué es lo que escondes ahí?
Felipe enrojeció como una granada, tenía miedo de que se lo quitara.
El guardián insistió:
- ¡Qué tienes ahí!
Al fin Felipe le enseñó el canario, no el otro...
El guardián, al verlo, quedó maravillado por su hermosura.
- Por favor - le dijo Felipe -, permítame que me lo quede.
- Vale, Felipe, en estos años has demostrado que eres una buena persona, víctima como muchos de las circunstancias, y por mí, no estarías aquí, pero así son las cosas. Como decía aquél: ‘Cuántos están en la cárcel que tenían que estar fuera, y cuántos hay en la calle siendo unos hijos de perra’. Pero así es la vida Felipe. 'No son todos los que están, ni están todos los que son'.
Llegados a la prisión, el guardián comentó el hecho con el alcaide, quien dio su aprobación y además una jaula que había usado en otro tiempo. Felipe se puso loco de contento, dio las gracias al alcaide y se fue a su celda.
En varias ocasiones, le habían propuesto compartir su celda con otro preso. Pero Felipe se amparaba en el dicho aquél de: "Más vale solo, que mal acompañado". Y no es que fuese un hombre misántropo, no, pero pensaba que de no estar con alguien como es debido, lo único que podía esperar de él era, o que le estorbara o que le desviara... así que de momento y viendo la gente que allí había, prefería estar solo.
Con suma delicadeza ató la jaula a las rejas de la ventana.
- ¡Qué, chiquitín! ¿Te gustan las vistas que hay aquí?
El canario, como si le entendiera, emitió un sonido, tímido al principio; pero que poco a poco se hizo más sonoro y armonioso.
Felipe le observaba con la boca abierta y el corazón henchido de gozo.
- ¡Gracias Ángel mío, gracias!
Sin darse cuenta ya le había puesto nombre, Ángel, y así lo llamaría en adelante.
Hasta ese momento la soledad le pesaba, a veces, como una losa. Desde ahora la cosa era diferente, ya tenía un amigo con quien hablar y a quien escuchar. Al fin y al cabo en eso se basaba cualquier amistad como Dios manda.
Felipe, por pura experiencia sabía que rara vez encuentras un ser humano que te escuche: "¿Adónde vas? Manzanas traigo". Con su canario era diferente. Podía desahogarse, no le ponía límites, ni a los problemas, ni al tiempo, siempre le escuchaba o al menos a él se lo parecía. Por lo menos no le interrumpía  mientras  hablaba,  o  cambiaba  de conversación cuando se aburría como hacemos los humanos.
Pasaron muchos años juntos, Felipe contándole sus penas y Ángel suavizándoselas con su canto.
Pero Felipe era un ser generoso, sin egoísmos de ningún tipo, y cada vez que contemplaba a su canario, se daba más cuenta de lo triste que era estar preso.
- Este ser - se decía - ha nacido para volar, para rasgar los aires con sus alas, cantando sin cesar, como un modo de dar gracias a Dios por estar vivo. Me hace muchísima compañía, pero no veo justo que él esté preso.
Ni corto ni perezoso, metió con cuidado la mano en la jaula, cogió a Ángel y le dijo:
- ¡Chiquitín mío! ¡Compañero del alma querido, cómo me has acompañado durante estos años! Te lo agradezco de corazón, pero pienso que no es justo que tú estés preso. Gracias por tu compañía, jamás te olvidaré, amigo mío. Yo no puedo salir de aquí, de momento, pero tú... ¡Vuela, vuela!
Mientras decía esto, aflojó su mano, al tiempo que le daba un beso en su cabecita, y lo soltó. Pero Ángel parecía que se resistía a salir, a dejarle solo, y se puso a dar vueltas por la celda.
- ¡Vuela, vuela hacia libertad, por favor!
Por fin Ángel salió por entre las rejas y Felipe, con lágrimas en los ojos, lo vio elevarse hacia el cielo.
-  ¡Adiós,  amigo!  Espero  que  un  día  nos encontremos en otro mundo mejor. Yo me quedo aquí preso, pero no del todo, porque amo la libertad, porque soy capaz de amar y de soñar despierto. Como decía alguien: "El ser humano que ama la libertad, y lucha por ella, nunca será esclavo, seguro que no. Se puede estar entre rejas, amaniatado de pies y manos, y ser libre; y en plena libertad, ser esclavo de uno mismo, de los demás o de las cosas..." No es cuestión de dónde nos encontramos, sino de si nos hemos encontrado a nosotros mismos...
Felipe, con estos pensamientos se quedó dormido y en sueños vio cómo su Ángel revoloteaba a su alrededor, cantando sin cesar y dando sentido a su vida, pues al menos en sueños, en forma de canario, veía a la libertad, que no era poco...




Moraleja:
Salvo raras excepciones
a igual de oportunidades
de cultura y de comida
en el curso de sus vidas
pocos habría entre rejas,
por tanto sólo son, víctimas
de una sociedad injusta
egoísta y arribista.
Ella genera estos seres
que luego mete en las cárceles
así ellos son los mejores
y los otros los peores.
¡Qué les parece, señores!

"Las leyes son como telas de araña, los simples mosquitos y las mariposas se prenden en ellas. Los grandes tábanos malhechores, las rompen y pasan a través de ellas."
F. Rabelais

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