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viernes, 13 de enero de 2012

El rey y el mosquito

Érase un país ni grande ni pequeño, pero lo suficientemente grande como para que en él hubiese artesanos, agricultores, mercaderes, ricos, mendigos, en fin, todos los seres humanos que conforman un país cualquiera.
Por tener, tenían hasta el rey; pero un rey  no de esos que sólo sirven de adorno, sino de los de rompe y rasga. Autoritario y de ordeno y mando; y si alguien se atrevía a contradecirle, por menos de una perra gorda le cortaba la cabeza.
Muchos de sus súbditos le odiaban a muerte, otros se habían acostumbrado al yugo, como los bueyes, pero, todos le temían no a él, que era un pelele, mas como estaba apoyado por el ejército, los curas y los ricos, su poder era inmenso o al menos lo parecía.
Entre el rey y toda la camarilla de alrededor, tenían al pueblo sencillo y llano metido en un puño.
Había que verle en su trono, parecía un pavo real, una corona de diamantes y otras piedras preciosas, un manto enorme de armiño, que sólo dejaba ver unos zapatos negros con unos broches de oro y piedras preciosas. El trono era como una gran butaca de oro macizo labrada con mucho primor.
Cada vez que se terminaba de cosechar alguna cosa, los agricultores, a la llamada real, acudían a palacio para llevar al rey gran parte de ella, que luego se repartían entre los ricos, los curas y el ejército. Con todo el descaro del mundo y sin echar una gota de sudor, arrebataban a aquellos pobres diablos el fruto de su trabajo.
En una casa muy humilde, se lamentaba cada día Dionisio, llorando como un niño, viendo que no podía comer ni dar a su mujer y sus siete hijos.
- ¡Todo el año trabajando duramente, para que luego me lo quiten casi todo! - se decía Dionisio, entre llantos.
- Y, ¿por qué no os unís todos y hacéis algo? - le decía su mujer.
- Pero, ¿qué quieres que hagamos, mujer? Si se nos ocurre levantarnos contra ellos nos machacan, ellos lo tienen todo, la unión y las armas y nosotros, pese a que nos quejamos, cada uno por nuestro lado, somos incapaces de unirnos todos contra ellos. Ellos son los grandes, los poderosos y nosotros, los pequeños e insignificantes, por eso abusan.   

En ese preciso momento, se puso en la mano diestra de Dionisio un pequeño mosquito.
- ¿Qué te sucede, Dionisio? ¿Por qué éstas tan triste?
- ¿Quién me habla?
- Pero, ¿qué te pasa Dionisio? ¿Estás delirando? - le dijo su mujer.
- Te aseguro que he oído una vocecilla, mujer.
- ¡Calla, calla! Para mí que tener el estómago vacío, te hace oír lo que dices.                                                           

La vocecilla entonces fue coreada por otras muchas semejantes, eran las de toda la familia del mosquito, que a coro repitieron:
- ¿Qué te sucede Dionisioooo?
Fue entonces cuando la mujer pudo oír también las voces. En un primer momento miraban para todos lados asustados, y al no ver a nadie, se miraban uno al otro, como dudando de sí mismos. De pronto sus manos se llenaron de mosquitos. Uno de ellos picó a Dionisio y al propio tiempo los demás repitieron:
- ¿Qué te sucede Dionisioooo?
Fue entonces cuando Dionisio y su mujer se dieron cuenta de que 


eran ellos los que hablaban.
- Sí, no os asustéis, somos nosotros, que cada día oímos vuestros lamentos y venimos a ayudaros.
- ¡Ja, ja, ja! - rió Dionisio con ganas- Y, ¿qué podeís hacer vosotros para ayudarnos? Unos simples mosquitos.
A lo que respondió uno que parecía al jefe:
- No te fíes de las apariencias, Dionisio, no hay enemigo pequeño, el secreto está en la constancia y en la astucia, y no siempre en el tamaño del adversario. Vosotros los pobres sois muchos y pequeños, al lado de los grandes y poderosos, pero si fueseis capaces de uniros, no tendrían nada que hacer.
A lo que Dionisio respondió:

- Sí, claro. Pero aún así nos machacarían.
- No seas bobo - le dijo el mosquito. No lo harían nunca, no les interesa. ¿De dónde les vendría luego el pan? Dependen ellos de vosotros más que vosotros de ellos. Vosotros sabéis valeros por vosotros mismos, ellos, puestos a malas, no son más que parásitos. Por tanto vosotros tenéis más fuerza de la que creéis, lo que sucede es que cuando alguien protesta y el rey le corta la cabeza, a los demás les entra cagalera, y de eso se ríen ellos. Pensáis que si seguís adelante os van a matar a todos, pero ya te he dicho antes que eso no les interesa. Si nos lo permitís, nosotros podemos hacer una pequeña demostración de todo lo que acabo de deciros, luego os toca a vosotros dar la cara y defender vuestros derechos a muerte, si es preciso; pero siempre será mejor que muráis alguno, para que el resto viva con dignidad, que vivir de rodillas toda la vida. Mañana - dijo el mosquito jefe-,  hay un desfile militar, con motivo de la victoria contra los duermesiestas, que acaeció hace años. En la tribuna estará el Rey, el papa, con algunos cardenales, algún general y los capitalistas más poderosos. Yo voy a mandar emisarios para que a esa hora se congreguen miles de mosquitos con sus mujeres y sus hijos para hacerles la puñeta.
- ¿Y qué pintan las mujeres en este lío?
- ¿Que qué pintan? Ellas son las que pican, no nosotros, los machos. ¿Es que no lo sabías?
- No - dijo Dionisio-, yo pensaba que eran los machos.
- Pues te equivocas, son ellas. ¿Quién manda en tu casa, Dionisio?
- Yo, cuando no está mi mujer.
- Pues toma nota, lo mismo sucede con todas las especies animales. Como te decía, citaré a todos para que mañana estén a la hora del desfile, vosotros desde las aceras tomar nota de lo que suceda y no lo olvidéis jamás.
Llegó el día siguiente, en la tribuna estaban todos los personajes que supuso el mosquito. Comenzó el desfile y todo discurría normalmente. Pero de repente apareció una nube inmensa de mosquitos, mientras los machos y los pequeñines les distraían posándose en las manos, las hembras les picaban sin compasión en los ojos, orejas etc. Todos los soldados se vieron obligados a soltar sus armas, para defenderse, tapándose la cara con las manos. Aquello era de risa, los campesinos se divertían de lo lindo. El rey mantenía una lucha sin tregua con una hembra, que por fin le metió todo su aguijón en las narices.
- ¡Cómo te atreves, yo soy el rey!
- ¿El rey de qué?
- ¡De mis súbditos!
- ¿Y qué clase de rey serías tú sin ellos?
- Pues nunca lo había pensado - dijo el rey.
- ¡Pues ve pensándolo, hideputa! Tú, sin ellos, no eres nadie, y ellos sin uno como tú, vivirían como dios.
A las voces de esta hembra se sumaron muchas más y le pusieron al Rey la nariz como un pimiento morrón, hasta hubo alguna atrevida que le picó en las pelotas y que cuando el rey sintió el pinchazo en dicha parte dijo:
- ¡A mí no me las había tocado nadie hasta ahora, es privilegio mío el tocárselas a todo el mundo!
- Pues, ¡aprende mamón, se acabó el ser un abusón!
Su santidad el papa, elevaba su mirada al cielo pidiendo ayuda y Dios parece que se la mandó: en forma de una nube negra se lanzaron sobre él miles de mosquitos, dando con santidad en tierra.
- ¿Habías visto alguna vez la tierra tan de cerca, santidad? Pues esto es la tierra, lo que al fin somos todos, que la gente honrada trabaja para vivir, y no para que otros vivan del sudor de los que se dejan la piel en ella.
- ¡¡¡Qué queréis!!! - dijeron a un tiempo el Rey y el papa.
- ¿Veis esos campesinos andrajosos y muertos de hambre? Os lo deben a vosotros, de ahora en adelante queremos que les permitáis vivir la mitad de bien que vosotros. ¿No es mucho, no?
- De acuerdo - contestaron del Rey y el papa.  Pero si la culpa no es sólo nuestra, son como un rebaño, ¿a dónde van a ir sin pastores que les guíen?
- De acuerdo, pero una cosa es el guiarles y otra explotarles.
Y mirando el mosquito jefe a los campesinos les dijo:

Vuestro rey ha prometido
que de ahora en adelante
ninguno será oprimido
y que tendrá otro talante.
Pero si deja de hacerlo
cegado por su egoísmo
haced como hemos hecho
les tocáis bien las pelotas
si no, ¡sois unos idiotas!
 

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