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domingo, 15 de enero de 2012

Teatro de marionetas

Luciano y Petronila formaban un matrimonio un tanto singular, tenían tres niños de corta edad y vivían en el extrarradio de la capital en unos pisos humildes; pero que en cualquier caso eran mejores que las chabolas donde vivían anteriormente.
Era el día de San Isidro, se celebraban con este motivo las fiestas del barrio, las calles estaban engalanadas con banderitas multicolores y serpentinas, por doquier había pequeños puestos de golosinas para los niños. Incluso habían puesto una churrería, un barquillero se paseaba por la calle de arriba a abajo con su bombo: “ ¡Barqui! ¡Barqui!”.
Por primera vez en su vida los tres niños del matrimonio iban a tener la oportunidad de disfrutar de lo lindo. Hasta entonces nunca habían tenido otra oportunidad de diversión que no fuese tirar piedras a las ratas de las que estaban llenas las chabolas. O entreteniéndose despiojándose uno a otro. Luciano, con dos botes de leche condensada atravesados con una cuerda por la parte superior de una de sus bases les hacía una especie de chanclos, atándoselos al pie.
Pues no iban ellos orgullosos sorteando los charcos con aquel artilugio. En otras ocasiones, aprovechando el aro de los cubos de hojalata y con un alambre un poco grueso como de medio metro con una pequeña curva en un extremo, servía para que los niños se lo pasaran bomba al guiarlo por la carretera. O bien, con cajas de zapatos a las que practicaba un orificio pasando por él una cuerda, le servía a los niños como si fuese el mejor camión, pues ellos lo llenaban con tierra u otras cosillas que pillaban por la calle. Una vez lleno lo arrastraban y disfrutaban como enanos.
Pues bien, Petronila les puso a los niños aquel día sus mejores ropas, los peinó con esmero, luego pasó revista uno por uno y a Cirilo trató de humillar con saliva el remolino indómito que tenía en la coronilla.
- ¡Es inútil! - comentó tras comprobar que no lo conseguía por más que lo había intentado.
- ¡Hala! Vamos ya, que se van a acabar los churros. ¡Yo hace ya dos horas que estoy listo, pero vosotros no acabáis nunca! - dijo Luciano, a lo que Petronila respondió:
- ¡No me extraña! Así, cualquiera. Yo tengo que preparar a los niños y luego arreglarme yo, ponerte a ti todo a morro y aún dices que terminas antes. ¡Qué morro tienes, Luciano!
- ¡Venga, venga! Que siempre estamos con lo mismo.
Por fin salieron a la calle, el barullo era enorme; una pequeña banda se encargaba más que de hacer música, de generar el mayor ruido posible. Pero, ¡qué importaba eso!, a pocos les importaba lo que tocaban; pero lo cierto es que con cada nota conseguían arrancar de sus corazones esa necesidad de diversión, ahogada por el duro trabajo de cada día. Todo el mundo se contoneaba al son de la musiquilla, que si bien no era una sinfonía ni falta que les hacía en ese momento, no precisaban relajarse hasta dormirse,sino todo lo contrario.

Gran parte de los niños del barrio iban tocando cada uno su trompeta de una peseta, hacían un ruido infernal; otros lucían con orgullo su reloj de cartón multicolor, a cada momento lo ponían en la hora correspondiente, era un reloj manual, eso exigía que estuvieran siempre pendientes de ellos. Pero poco les importaba, eso hacía que fuesen más interesantes que el mejor Omega de oro.
Al fin y al cabo, lo esencial de las cosas no es el precio, sino el interés que consiguen despertar en nosotros. Cuántos niños, con los mejores juguetes, se aburren como muermos y por el contrario otros, con cosas simples, se lo pasan pipa.
Estos últimos tienen ilusión, y eso no está, ni se vende en las tiendas, nace dentro, generado por la necesidad y no por la abundancia.
- ¡Yo quiero una trompeta!                             

- ¡Y yo un reloj!
- ¡Y yo, quiero churros!
Gritaron a coro los tres niños.
- Bueno - dijo Luciano -, un día es un día.
-¡Bieeen!
- Tranquilos, ¿eh?, no perdáis los modales.

Tan pronto como cada uno tuvo lo suyo se tranquilizaron y así, todos contentos iban recorriendo las calles con los ojos abiertos como platos; todo les causaba asombro y todo lo querían.
Al doblar una esquina el matrimonio y los niños, su sorpresa fue mayúscula: en un pequeño teatrillo al aire libre, estaban dando una función de marionetas.
- ¡Mamá, mamá! ¿Qué es eso? ¡Queremos verlo!
- ¡Vale! - dijo Petronila.
Se acercaron y se sumaron al semicírculo que ya formaban otras personas, la mayoría niños. Por sus risas sonoras se podía deducir que se lo estaban pasando de maravilla.
- ¡Mamá, mamá!, esos muñecos se mueven y hablan, ¡qué maravilla!
- Sí, hijo, es maravilloso y muy divertido verlos.
- Qué hermoso ser niño - dijo un anciano que estaba al lado. Todo lo ven de color de rosa, no se paran a entrar en la trama de las cosas, no se complican la vida como nosotros, buscando siempre tres pies al gato.
- Y que lo diga usted, señor - dijo Luciano. Es envidiable, luego con los años vas abriendo los ojos y las ilusiones se van marchitando; es una verdadera pena que no seamos siempre niños.
A lo que el anciano le respondió:
- No podemos evitar crecer, señor, pero sí, el envejecer hasta el punto de perder las ilusiones. Debemos conservar el niño que todos en el fondo fuimos y somos, y eso depende de nosotros, no dejándonos anular por los problemas de cuando somos adultos.
- No es tan fácil - dijo Luciano.  En el fondo señor, somos como esas marionetas, no digo que todo esté para nosotros de antemano determinado; pero sí creo en el destino, que viene a ser como los hilos de las marionetas. Queramos o no, nacemos, nadie nos pregunta por nuestro parecer, y queramos o no, de un modo u otro, o por edad, morimos. Sin poder evitarlo respiramos, vemos, pensamos, oímos, olemos. Nuestro corazón se mantiene en movimiento, del nacimiento a la muerte, nuestro estómago nos reclama alimento, nuestro cuerpo necesita cansarse y descansar, los cambios atmosféricos nos influyen. ¿Qué diferencia hay entre nosotros y esas marionetas? Llámese Dios, naturaleza o destino, un elevado porcentaje de nuestras actos son reflejos, involuntarios. Alguien o algo, se empeña en que la vida continúe, por encima de nuestros deseos. El instinto de querer vivir es más fuerte que el de morir. Y yo me pregunto señor, ¿qué soy yo, realmente, por mi voluntad, siendo así que las funciones más elementales, no dependen de mí, sino de alguien o algo?
El anciano esbozó una leve sonrisa y respondió a Luciano con estas palabras:
- Se ve que es usted un hombre muy reflexivo Luciano, y eso, como ya le apunté antes, es bueno y es malo. Y me explico, es bueno ahondar en uno y en lo que nos envuelve; pero es malo hacerlo en demasía, al fin se vuelve uno loco y para nada. No estamos capacitados para respondernos a todas las preguntas que nos hacemos, no somos dioses, sino seres humanos limitados. En cierta medida es como si fuésemos marionetas, alguien o algo mueve nuestros hilos, es cierto; pero se le olvida a usted un pequeño detalle.
- ¿Cuál? - dijo Luciano.
- Que disfrutamos del libre albedrío.
- ¡Eso es un cuento chino! - dijo Luciano.  Ya le he dicho antes que queramos o no, la mayoría de nuestros actos son reflejos.
- Cierto - dijo el anciano. Pero hay un pequeño margen, donde gobernamos nosotros con nuestra voluntad. Pequeño, pero real, y eso nos diferencia de las marionetas, le repito, no somos dioses pero tampoco maderos. Se nos ha dado un cuerpo perfecto, una máquina maravillosa, regida por una mente extraordinaria. De nosotros en gran medida, depende que esa máquina funcione mal o bien, dependiendo del uso que hagamos de ella. En nuestro cerebro se van acumulando las cosas negativas y las positivas del curso de nuestra vida. Luego entra en juego la inteligencia, para sacar provecho de ambas. Esto será determinante para que seamos felices o desgraciados. Nuestra voluntad, no debe bajar nunca la guardia, hay que luchar cada instante por hacer lo que debemos, porque si hacemos lo que queremos siempre, sin tener en cuenta si nos hace daño o beneficia, al fin quedará anulada nuestra voluntad y nos convertiremos en simples marionetas o plumas a merced del viento. Mire usted, para terminar le voy a poner un ejemplo: imagínese que una tierra buena de labranza la partimos en dos mitades y se la damos a dos señores. El primero la cultiva con esfuerzo y al fin recoge de todo. El segundo se echa a la bartola, y allí no crecen más que zarzas. Es la misma tierra, pero una ha sido labrada y la otra no. Y eso es cosa nuestra. Bien decía aquel: “somos como un huerto, nuestro hortelano es nuestra voluntad, y recogemos lo que sembramos”. ¡Y no hay más cáscaras!
Luciano se le quedó mirando, entre asombrado y escéptico, mientras le contestaba con estas palabras:
- Lo pinta usted muy fácil, pero, ¿qué me dice del gitanillo que nace debajo de un puente y del príncipe que lo hace en un palacio? Por el hecho de nacer ya tienen sus vidas condicionadas.
- Tiene usted parte de razón - reconoció el anciano -, pero aún en ese caso extremo, cada uno, el príncipe para llegar a ser rey y el gitanillo para ser gitano, tendrán que hacer uso de su voluntad. De no ser así, el príncipe, dejándose llevar, se convertiría en esclavo de sí mismo, aunque fuera rey de los demás, y el gitanillo poniendo empeño podría convertirse en un ciudadano ejemplar. No le dé usted más vueltas al tema, la vida es lucha y no olvide el cuento de la cigarra y de la hormiga...
La función había terminado, a los niños les supo a poco.
Luciano se despidió del anciano agradeciéndole sus consejos y con el firme propósito de llevarlos a cabo.





Moraleja:
La vida es como un teatro
nosotros las marionetas
lo triste es que más de cuatro
ni siquiera se dan cuenta.
Unos manejan los hilos
otros se dejan mover
solamente hay unos pocos
que son, lo que quieren ser.

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