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domingo, 18 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 5 - Matrimonio mayor, la puta y la monja


Capítulo quinto.


 
Como
 ya dije en el capítulo anterior, habíamos llegado a la capital, La Esperanza. Era la segunda capital que yo veía. Desde el tren se adivinaba que era enorme; estaba situada en una gran llanura y el fluir de gentes y coches era incesante.
Mi padre, aprovechando que el tren iba a estar parado quince minutos, bajó a comprar tabaco. Era el único vicio que tenía, hacía unos pitillos como estacas y los tenía en la boca hasta que se le quemaba el labio. Y cuando no se quemaba él, yo, que era muy pifiero, unas veces le pegaba mientas dormía un papel de fumar en la mano, o le ponía un palillo en los dedos y les prendía fuego. ¡No veas la mala leche que se le ponía cuando sentía el fuego! '¡Bruto, que eres un animal! ¡Como te coja te vas a enterar de lo que vale un peine!'
Para cuando mi padre subió al tren, se había sentado con nosotros un matrimonio mayor. Ella dijo llamarse Concha y él Josemari. Ella tendría unos ochenta, y él pocos más.
Concha era una mujer fuerte. Su pelo, supongo que teñido, era rubio castaño. Llevaba gafas graduadas muy elegantes, que se apoyaban en una nariz considerable, y aunque no la tuviera, por su temperamento se veía que era una mujer ¡de muchas narices!
Era salada y simpática. Nada más que abría la boca nos tronchábamos de risa. Tenía un lenguaje de pescadera, pero lo usaba de tal manera, que hacía reír a las piedras.
Vestía un traje azul marino con algún detalle en blanco. Lo que me llamó la atención fueron sus piernas. La pobre mujer las tenía hinchadas y deformadas, los pies apenas le cabían en los zapatos; eso justificaba que se apoyase en un bastón con un mango muy elegante.
Se la veía que era muy presumida, pues iba a todo detalle. No daba la impresión de nadar en la abundancia, pero no había perdido la ilusión de prepararse para estar lo más guapa posible.
Josemari era un hombre alto y fuerte, nadie diría que tuviese ochenta años, aparentaba unos diez menos. Era un señor muy callado; no le quedaba otro remedio, pues su mujer no le dejaba meter baza nunca. Tan pronto como abría la boca, ya estaba ella encima, y el hombre lo más que decía era: 'Sí cariño, tienes razón.'
En el departamento de al lado se habían sentado una puta y una monja de clausura. Casi nos dábamos codo con codo, pues el pasillo no tenía más de medio metro.
La puta tendría unos treinta años, era alta y no le faltaba de nada. Por su generoso escote dejaba entrever unos pechos duros y abundantes. Parecía que iban a explotar de un momento a otro. Era guapa de cara, llevaba una mini falda roja que sólo le tapaba media pierna. Las tenía tan largas, que, sin querer, rozaba con sus rodillas el hábito de la monja que iba frente a ella.
La monja llevaba una toca enorme, almidonada, en la cabeza, que cada vez que giraba la misma, le tiraba la boina al señor de al lado. El hábito era negro y de su cintura colgaba un gran rosario que le llegaba hasta las rodillas. Tendría unos cincuenta años, era gorda, y de cara redonda, y mirada de loba. De vez en cuando, la clavaba en la puta y ésta trataba de estirar la mini falda con intención de cubrirse.
Ni corta ni perezosa, en una de éstas le dijo que no tenía vergüenza, que lo que tenía que hacer era comprarse una más larga.
- Oiga señora, yo soy puta, ¡y a mucha honra! Y digo esto porque ustedes, las de clausura, se pasan la vida rezando, para que podamos un día llegar al cielo. Pues yo, les llevo ventaja. Al que se acuesta conmigo, ¡le pongo en el cielo en un segundo! Y no piense usted que es fácil mi oficio; tengo que joder todos los días con ganas o sin ellas, y le puedo asegurar que, al final del día, termino jodida. Lo suyo si que es fácil. Dicen que se casan con Dios..., ¡eso es muy cómodo! hay que casarse con un hombre de carne y hueso, para saber lo que es la vida. O por lo menos, acostarse cada día con uno y con otro como yo.
- ¡Ole tus cojones! - dijo Concha  desde el otro lado - Si volviera a nacer otra vez, no digo que sería puta, pues nunca he valido para ello. Pero lo que sí sé es que no aguantaría a un madero como éste toda la vida. ¡Qué puta vida ha sido la mía! Luchar y luchar para sacar a los hijos adelante, hacer el amor aunque muchas veces no tuviera ganas, y sino, ¡leña! Así que, hija, te envidio. Si volviera a nacer, no digo que sería puta, pero ¡a mí no me puteaba ningún hombre! No van más que a lo suyo, que les pongan la comida, la ropa limpia y por la noche a hacer el amor.... ¡qué amor ni que hostias! ¡qué saben los hombres del amor! Amor, el de una madre, como yo, y como muchas, que aguantan a un cerdo como éste toda la vida, sin pensar en otra cosa que en sus hijos.... Bueno, lo de cerdo es una forma de hablar, él ha sido un hombre trabajador, y a su manera me ha querido,..., no es ni mejor ni peor que muchos. Está una tan quemada de la vida, que ya te digo, hija, si vales para ello, sigue adelante, a nadie haces daño con ello. Y ten mucho ojo, que el mejor de los hombres, colgao, ¡y no digo de dónde! Aquí donde le ves, este mosquita muerta, estando en la guerra, por un rancho mejor se hizo pasar por soltero en Ochandiano. ¡No te rías, zopenco, que te doy una hostia!
Josemari empezó a estornudar estrepitosamente salpicando a diestro y siniestro.
- ¡Ponte el pañuelo, cerdo, que eres un cerdo! ¡Y no te rías que te doy una hostia que te jodo!
- ¡Haya paz, hermanos! - dijo la monja.
- ¡Qué paz ni qué cojona! ¡qué sabe usted de la vida!.. si fuera usted de esas monjas que queman su vida ayudando a los demás, aún,..., ¿pero usted? ¡mejor calladita! Yo he tenido trece hijos, tres abortos y cuatro se me han muerto. Dígame usted si eso no es más difícil que pasarse el día rezando. El mérito de vivir es darle la cara a la vida, día a día, venga lo que venga, y no escondiéndose de ella entre unas rejas.
Todo el vagón estalló en un gran aplauso, y cuando se apagó todos comentaban:
- ¡Vaya mujer salada y con un par de pelotas!
Y lo más bonito es que, aunque le pone verde al marido se ve que le ha querido y que aún le quiere. Y tras la risita que casi oculta el medio bigote del marido, se deja ver que él no puede vivir sin ella.
- ¡Pues claro, señor!- dijo Josemari - A mí me pasa como a aquél del refrán, ni contigo ni sin ti mis males tiene remedio, contigo porque me matas y sin ti porque me muero.
- ¡El que me matas eres tú a mí, cabezón!
Todos se reían y admiraban a la vez a esta pareja tan simpática.
Miré por la ventanilla y a mi derecha, a poca distancia, vi un gran edificio. Era un convento. Tras él se dejaban ver las primeras casas de lo que parecía un pequeño pueblo.
Casi sin darnos cuenta el tren se paró. Había un letrero grande que ponía Santa Fe.
- ¡Curioso nombre! - dijo Concha -, ¿no les parece? Pues aquí vivimos nosotros. Poca fe tengo yo en nada, si acaso la esperanza de que después de esta vida tan jodida nos paguen en alguna parte.... ¡Pero qué otra parte ni hostias! ¡Te moriste, te jodiste!
- Dios la premiará, hermana - dijo la monja -, yo rezaré por ustedes.
- Hágalo, por si acaso, hermana, y discúlpeme si he sido demasiado dura con usted, pero, yo soy así, al pan, pan, y al vino, vino.
Bajaron los cuatro del tren, y aunque yo era un niño aún, pensé que jamás olvidaría lo que había escuchado durante el viaje aquel. En poco tiempo pude darme cuenta de que todos somos aquí como piezas de un gran rompecabezas; que es muy fácil criticar al que no es como nosotros, pero que todos somos necesarios, que lleva cada uno su cruz. Unos colgando del cuello, otros colgadas del cinto y otros a cuestas. Que mientras uno con su conducta no haga daño a nadie, tiene derecho a hacer con su vida lo que quiera, y que gracias a que somos diferentes, podemos aprender unos de otros; como los cantos del río, que con el roce diario se van puliendo.
Desde la ventanilla saludé a Concha y a Josemari.
- ¡Adiós, señores!
- ¡Adiós, salao!
Y se perdieron por el andén.

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