(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

jueves, 8 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 15 - La suegra y la nuera.




Capítulo decimoquinto.



MIra
 que somos burros los seres humanos, pensé yo, viendo el letrero de la estación de Aguasclaras y mirando a una fuente con un gran pilón y doce caños, de los cuales salía un agua transparente. Parecía que echaban cristal, de no ser porque por uno de los lados se derramaba el agua, lamiendo la piedra gris hasta el suelo e introduciéndose en una rejilla, no sin antes chapotear con lo que podrían ser sus pies, tratando de jugar un poco con los niños, que se divertían tapando la boca de los caños y viendo que no conseguían gran cosa, pues al soltar salía con más fuerza que antes.
Como decía, pensé, qué pobres diablos somos y qué cabezotas, no hay mejor bebida que el agua; pero tenemos que hacer cosas que o bien son peores o son muy dañinas para nosotros a la larga.
- ¡Luisitooo! ¡Luisitooo! ¡Sube al tren, que se va a poner en marcha!
Los gritos los daba una señora que estaba en la escalera. Llamaba la atención por su atuendo.
Rayaría por los cincuenta y cinco, era más bien alta, pelo color zanahoria chillón, lo digo sólo por el flequillo que dejaba ver un gran sombrero, que más bien parecía una cesta de Navidad. Por la parte delantera asomaban sus cabezas dos perdices casi de tamaño natural y el cesto lo conformaban unas espigas de trigo, unas amapolas y un par de manzanas.
Su cara era ovalada, de pómulos anchos, con una nariz de narices, ojos inquietos, labios que hacían todo tipo de gestos al impulso de un tic nervioso; iba pintada como un papagayo.
El cuello lo tenía largo, y de él hasta la cintura, estaba proporcionada; pero al llegar allí, la cosa se anchaba, dando lugar a unas enormes caderas que sujetaban unas hermosas piernas como las patas de un elefante.
Para mayor irreverencia con el buen gusto, vestía un traje chaqueta de color verde muy ceñido.
Mientras yo observaba a esta señora, ya había tomado asiento a nuestro lado un matrimonio joven.
- ¡Buenos días! Permítannos, yo me llamo Ramón y mi señora Petra.
En eso apareció la señora de antes con un niño que berreaba en la mano y del que tiraba sin compasión.
- ¡Tenéis un cuajo! ¡Aquí sentados mientras yo tengo que andar como una loca de aquí para allá con este muñeco que no me deja en paz! ¿Dónde me siento ahora?
- Mira, allá atrás hay sitio para ti y para Luisito. Es mi mamá - dijo Ramón - Es un tesoro, siempre pendiente de nosotros.
- ¡Y tanto, Ramón, es como una lapa!- dijo la señora Petra.
- No te quejes que a ti te viene de perlas.
- Si no me quejo, pero a veces es tan pesada que me pone enferma.
Antes de ponerse en su sitio la señora dijo llamarse Urraca. Sacó de un gran bolso un peine, y, para sorpresa mía, no era para peinar al niño, sino a su padre.
- ¡Acércate, Ramoncín, que llevas unos pelos que da pena verte!
Ramón, como si tuviese cuatro añitos, se dejó hacer. Pero no se conformó con peinarlo, le hizo levantar, le puso bien el nudo de la corbata y le quitó puestas y supuestas pelusas del traje.
- ¡Siéntate y ten cuidado no te arrugues el pantalón!
Petra la miró con cara de mala leche e hizo un gesto a mi madre como diciendo, ¡ya está bien!
Luisito quería sentarse al lado de sus padres, pero su madre le dijo que se fuera con la abuela.
- ¡Quiero hacer el viaje tranquila, así que no me des la coña y vete con la abuela!
- ¡Ven Luisito, no llores! ¡Ven con tu abuelita, cariñín!
A mí todo aquello me daba un poco de envidia, pues no había conocido a ninguna de mis abuelas. Mi abuela materna murió joven, de una pulmonía, y mi abuela paterna murió en la guerra civil, como consecuencia de una bomba que cayó en su casa, muriendo ella, cuatro hijos pequeños, y una nuera embarazada de ocho meses.
Así que, viendo cómo a aquel niño le mimaba la suya, sentía, como digo, cierta envidia; porque una abuela, por lo que veía, era como una segunda madre. ¡Pero qué digo como una madre! ¡Mejor!, pues le daba todos lo caprichos. Mi madre me daba cariño, sí, pero también me daba un cachete de vez en cuando.
- ¿A dónde van ustedes? - les preguntó mi madre.
- Vamos a pasar unos día de vacaciones en un pueblecito donde tenemos una casa pequeña pero muy confortable. Se llama el pueblo La Tranquilidad, y se ajusta a nombre. No tiene nada que ver con la ciudad. Allí, nada de coches, humos, gente apiñada, ni prisas. Todo lo contrario, sólo hay cuatro casas, nos llevamos como si fuésemos todos familia. Y da gusto levantarse con el canto del gallo, mirar por la noche el cielo estrellado y oír el canto de los grillos..., es una bendición, de verdad.
Este comentario lo había hecho el marido, pero nada más terminar, su mujer le miró a la cara, casi con ira, y le dijo:
- Todo eso está muy bien, suena a música celestial, si no fuera por la latosa de tu madre, que no se despega de nosotros nunca, vayamos a donde vayamos.
- No hables así de ella. Cuando te lleva el niño al colegio y lo recoge, cuando estás enferma y ella viene a ocuparse de todo lo de la casa....¡Y qué me dices del dinero que nos dio cuando nos casamos, aunque no le sobraba! De no ser por eso, aún estaríamos solteros, al precio que están los pisos. Creo que bien le puedes perdonar el que tenga algunas rarezas, propias de su edad.
- ¡A qué llamas tú rarezas, Ramón! ¿A que el día de nuestra boda tuve que enfadarme con ella porque quería acompañarnos? ¿A que cuando viene a casa parece un sargento, todo lo examina con lupa, y siempre encuentra algo para dejarme en evidencia ante ti?: ‘¡Qué mal gusto tienes, Petra, ese cuadro es feísimo, todo lleno de garabatos! ¡Las lámparas están renegridas! Límpialas con sidol.... ¿Ya pasas la escoba? Pues nadie lo diría, tienes polvo por todos los lados. ‘ ¡Y con las comidas! Y de eso tienes tú la culpa: ‘¡Yo quiero la paella como la hace mamá, usa el aceite de mamá...!’ Así que entre mamá y papá, lo digo por ti, no por mi padre que no se mete en nada, me tenéis hasta el moño.
- ¡Tú eres muy maja! Sólo la quieres a tu lado cuando te interesa.
- Por mí nos puede dejar en paz cuando quiera, tengo ganas de estar en mi casa tranquila y dejar de oír todos los días las mismas gansadas: ‘¡Qué guapo es mi Ramoncín! ¿verdad? Tiene el tipazo de su padre y el ¿alma? de su mamá ¡verdad, cariñín! ¡Ven que te dé un abrazo, chiquitín de mamá!’ Y ver cómo tú, como un borreguito le sigues el juego, y lo que es peor, de buen grado, pues estando ella, a mí ni me miras.
- ¡Qué boba eres, Petra! ¿Tienes celos de mi madre?
- ¿Celos yo? ¡Ella es la que los tiene desde que nos casamos, y se muere de envidia cuando nos ve juntos!
- ¡No hables así de mi madre, no lo consiento!
- ¡Tú me consientes lo que yo diga, y si no, te vas con ella!
- ¿Te gusta a ti que hable mal de tu madre? Pues a mí tampoco.
- ¡Vas a comparar a tu madre con la mía! ¡Qué más quisiera, que parecerse en algo!
- Naturalmente, la tuya es una santa.
- Pues claro que lo es, hasta el nombre lo tiene de santa, María.
Parecían dos gallos de pelea. Yo creo que se habían olvidado de que estábamos los demás escuchando cuanto decían.
Por fin se calmaron.
- Disculpen ustedes, no es el lugar más apropiado para discutir, ya lo sabemos - dijeron ambos - Pero siempre que sale este tema perdemos los nervios.
- ¡Luisitoo! ¡Luisitoo!
Era la voz de doña Urraca llamando a su nieto.
- ¿Qué pasa, mamá? - dijo el joven matrimonio saltando del asiento.
- Que me he quedado traspuesta un momento y no sé dónde está.
- ¡Pues menuda gracia, señora! - dijo la nuera - ¿Ves qué confianza puedo tener en tu madre?
- ¡Basta ya, Petra! En vez de estar criticándola, lo que tenías que haber hecho era ocuparte del niño de vez en cuando, que es tu hijo, y no el suyo. Pero eres muy tranquila, por un lado la censuras, y por otro, cuando te conviene, le dejas a ella todo el pastel.
Después de recorrer casi todo el tren, apareció Luisito, hecho unos zorros, roto, sucio y sangrando por la nariz.
- ¿Qué te ha pasado, cariño? - le dijo su abuela.
- Que un niño me quiso quitar el caramelo, y como no se lo di, se lió a tortas conmigo y al final se lo llevó.
- ¡La culpa la tienes tú, Petra! - dijo Ramón - Lo tienes muy mimado y luego no sabe defenderse.
- ¡Bueno, esto sí que tiene gracia! Los mimos se los da tu madre, y no yo.
- ¡Ya empezamos otra vez! Vamos a dejarlo, ¿quieres? Porque así no vamos a ninguna parte.
Estábamos llegando a La Tranquilidad, y falta nos hacía a todos, pues aquel cuarteto nos había sacado de quicio a todos. Mi padre no se enteró, porque iba dormido, y mejor que no lo hiciera, pues seguro que la habría puesto verde a la nuera.
Mi madre no quiso intervenir, pues como dijo después: ‘Entre matrimonio, primos y hermanos, mejor no meter mano’.
Cuando venía a cuento, a nosotros nos recordaba la frase aquella del Quijote: ‘Meterse uno en asunto que no es de su incumbencia, es como coger a un perro rabioso por las orejas, que al final te morderá’.
Así que, tanto mis hermanos como yo, lo seguimos al pie de la letra.
Llegamos a La Tranquilidad. Estos señores se bajaron y nos dejaron tranquilos.
Ojalá, pensé yo, estén en paz aquí, el pueblo y su nombre invitan a ello. Pero me da en la nariz que les va a ser difícil, pues no se trata de trasladarnos a un lugar u otro. Para estar en paz, primero, como decía el cura de mi pueblo, tenemos que estar en paz con nosotros mismos y con los demás. Si no, tanto da estar aquí o allá.
- ¡Parada por quince minutos! - dijo el jefe de estación.
Dimos un salto los cuatro hermanos y bajamos a corretear un poco por el andén. Se nos estaba haciendo el viaje un poco pesado ya.
Detrás bajaron mis padres y se pusieron a dar un paseo sin perdernos de vista.
- ¡Cuidado con pasar la vía!



No hay comentarios:

Publicar un comentario