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viernes, 16 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 7 -La tapadera, el marido y los niños.

Capítulo séptimo.



Cuando
 me desperté, el tren pasaba por un largo puente, casi ruinoso. Me asomé por la  ventanilla, y por abajo corría a gran velocidad un río bastante caudaloso. Sus aguas eran de color tierra, a su paso arrastraba la maleza de las orillas, y largos troncos que se habían sumado en otros puntos.
Caía agua a mantas, así que, como el tren era muy viejo, empezaron a caer goteras por todas las partes. Nos alejamos lo que pudimos de ellas, y de este modo, sin proponérnoslo, nos dábamos calor unos a otros. Así pasaron varias horas, hasta que escampó. Era una tormenta de agua y granizos como avellanas.
El tren iba por una gran llanura, no se veía otra cosa que inmensos rastrojos, y algún melonar que otro. Al poco rato, paramos en un pueblo llamado La Paloma.
Allí subió un matrimonio con cuatro hijos. La mujer se sentó en le departamento de al lado con los niños, y el marido se sentó con nosotros.
La mujer era de estatura mediana pero muy gorda, tenía cara de pan de pueblo. Llevaba una barba casi varonil, acompañada de un buen bigote. Un vestido a colorines y un jersey negro muy ceñido, era todo su atuendo. Me fijé sobre todo en su pelo y en sus manos. El pelo, negro, lo llevaba pegado al cuero cabelludo, todo grasiento, y las manos, regordetas, terminaban en unas uñas mal cortadas y negras como la pez. ¡Qué guarra! pensé yo, no se parece a mi madre, que, vestida sencillamente, va como los chorros del oro, y nos lleva a nosotros como la patena.
El marido era un señor delgado, bien afeitado. Los zapatos los llevaba impecables, pero a su camisa le faltaban dos botones, y el pantalón, de mil rayas, hacía honor a su nombre con creces, pues no tenía mil rayas, yo diría que tendría unas cinco mil, de haberlo planchado mal o de no haberlo planchado nunca.
De cómo iban los niños, se lo pueden figurar ustedes, como se dice en El Quijote, si la señora va a la pata coja, qué extraño es que la criada dé un traspiés de vez en cuando.
Cuando llegó la hora de la comida, sacó de un bolso una gran cazuela de pollo guisado. No le dio tiempo a quitar la tapadera cuando los niños se lanzaron como buitres a ver cuál cogía la pieza más grande. Ni que decir tiene cómo se pusieron, las manos de grasa,..., pero qué digo las manos, manos, cara, ropa, etcétera. A un señor que iba al lado le pusieron a caldo, y él puso a parir a la madre y a los niños.
- ¡No se ponga usted así, señor! son niños y ya sabe usted cómo son - dijo la tapadera.
Así llamaba mi padre a mi madre, cuando trataba de tapar algo que habíamos hecho mal.
- Señora, los hijos son, en gran parte, lo que hacemos de ellos. Bien es cierto que en el curso de su vida, las influencias externas les pueden cambiar. Pero lo que se mama en el hogar pesa un montón.
- Pues sepa usted, que a mí, mi madre, me educó muy bien. Era muy limpia, y nos enseñó a serlo. Pero, ¿qué quiere usted que haga? si no puedo con ellos.
- No puede usted con ellos, porque desde pequeños les ha dejado hacer su santa voluntad, y ahora, paga las consecuencias. Los hijos son como los arbolitos, desde pequeños hay que ponerles una estaca al lado, para que no se tuerzan. No olvide que tranquilidad viene de tranca. No le digo a usted que los mete a palos, pero una palabra firme, o sino, un cachete de vez en cuando, no les viene mal.
- ¡A usted lo que le pasa es que es muy delicado!
- Pero ¿cómo delicado? señora, si me han puesto de grasa como un Cristo. ¡Usted es una tapadera y una guarra! ¡Es muy cómodo desentenderse de los niños teniendo el coño bien descansado, y que jodan a los demás! Perdonen ustedes el lenguaje, pero es que esta tía me pone frenético. Les consiente todo, y encima los defiende.... No me extraña, mamá sapo, cuando peina a sus hijos por la mañana dice: ‘¡qué hermosos son mis niños!’, a lo que ellos responden: ‘y tú mamá, eres la más guapa del mundo’. En todo caso, señora, que Dios la ampare; a mí me han echado unas gotas de aceite, pero usted va a echar toda su vida la gota gorda, por no haberlos educado como es debido.
- ¿Y a usted qué le importa? ¡Yo los educo como quiero! Y al que no le guste, ¡que se aguante!
- ¡Qué bonito! a usted le pasa como a aquella puta que para defenderse decía que era una puta de altura, solo porque medía dos metros.
- ¿Qué me está usted llamando? ¿puta?
- ¡No confunda, señora! es sólo un ejemplo, que tiene usted menos luces que una embarcación de contrabando.
Lo que más me asombró fue que, el marido, ante todo aquel jaleo, permanecía impasible. Mi padre, para tirarle un poco de la lengua, le dijo:
- A su mujer la están poniendo verde.
- ¡Me da igual, señor! ella me tiene a mí, ¡negro! No puedo con su manera de ser, yo tiro, y ella afloja. ¿Dónde vamos a parar así? Los niños se dan cuenta, y hacen lo que les da la gana. Si yo digo ‘so’, ella dice ‘arre’, y naturalmente, así, el burro, pues no anda. Sé que lo ideal para educar a los hijos es hacer un frente común, y jamás delante de ellos mostrar nuestras diferencias de criterio, aunque a solas luego se discutan. Pero con esta mujer no hay quien pueda, es una tapadera, y tiene una pachorra ¡de padre y muy señor mío! La verdad es que yo llevo una temporada que paso de todo. La mayor se casó hace seis meses, y no acabo de asumirlo. Se les quiere tanto, desde el momento que nacen les vamos siguiendo los pasos, no vive uno más que para ellos... ¡qué lejos de nosotros está el hecho de que un día, sin darnos cuenta, alzan el vuelo y se van!
- Es ley de vida - le dijo mi madre.
- De acuerdo, señora, pero también es ley de vida morirse, y a ninguno nos hace gracia.
- No compare usted, señor. Que su hija se haya casado, no es como si muriera.
- Ya lo sé. Pero en cierto modo, mueren un poco, y uno con ellos. Me explicaré. Yo sé que ella me sigue queriendo igual, y yo a ella, pero ya no es igual. ¿Cómo va a ser lo mismo tenerla en casa todos los días para todo, para discutir, para quererla, para hablarle, para escucharla? No es lo mismo, insisto. Viene cuando puede, está un rato, y se va. Y no sé si me quedo mejor después de verla marchar, que antes de venir.
Mi madre siguió:
- Yo creo que usted, con todos mis respetos, se ha pasado un poco de rosca. Tiene usted que comprender que su hija tiene derecho, como lo tuvo usted en su día, a formar un hogar, a su propia vida, sin que esto quiera decir que ha perdido a su hija. Los hijos no son de nuestra propiedad, como una radio, son hijos de Dios, o si lo prefiere, del río de la vida, y ese río, no hay quien lo pare. Por su forma de pensar se diría que usted quiere detener el curso de la vida. Comprendo su dolor, pero no comparto su idea. La mayor ilusión de ahora en adelante, ha de ser verla feliz, y pensar que, en parte, esa felicidad le corresponde a usted, por colaborar con la vida a darle la vida, y por haberla educado, mantenido y cuidado para que, a su vez, un día ella pueda hacer lo propio y colaborar para que la vida siga su curso hasta que Dios quiera. ¿Que duele? Dígamelo a mí, que soy madre. Nosotras lo llevamos en nuestras entrañas. Son parte nuestra, nos desvivimos por ellos, sin pensar más que en verlos felices, y cuando alzan el vuelo, nos quedamos desgarradas por dentro. Si le sirve de consuelo, lo digo por experiencia, cuando queremos a los hijos más que a nosotros mismos, tanto da que estén aquí o allá, porque en realidad, nunca se van de nuestros corazones.
- Agradezco sus palabras, señora, y estoy seguro de que me servirán para que, de ahora en adelante, me conciencie de que no es perder una hija el hecho de que se case, es compartirla en pro de su felicidad, a la que tiene pleno derecho, como yo lo tuve.
- Ya verá usted cuando le llene la casa de nietos... Se le va a caer a usted la baba, será como empezar de nuevo. Dicen que se les quiere más que a los hijos, o por lo menos, igual. Así que no se preocupe, unos vienen y otros van, ¡y así es la vida, esto no hay quien lo pare! Ni siquiera la muerte, porque los seres que se van siguen vivos en nosotros, mientras vivimos, y ellos, al no estar vivos, ya no pertenecen a nuestro mundo, luego no sufrirán por estar muertos. Si lo están para siempre, como si hay otra vida, espero que un día esto acabe o empiece otra vez, pero hasta entonces, vivamos y dejemos vivir. La vida no cabe duda que es dura, los padres somos como jardineros que cuidan sus rosas con todo esmero, y un día viene alguien, las arranca, y se las lleva. ¿Que duele? Es natural, pero nosotros cumplimos con nuestro deber, ayudándoles a crecer por dentro y por fuera. ¡Cuántas veces nos pinchamos al tratar de podarlos, o al quitar alguna oruga que podría hacerles daño! Si hicimos lo que pudimos, nuestra recompensa será verles crecer en otro jardín, sí, pero con el orgullo de poder decir: ‘yo fui quien contribuyó con mi amor y sacrificio a que esas rosas tan hermosas tengan esa fragancia y sigan adelante para un día devolver a sus hijos la vida que yo di por ellas’.
- ¡Mamá, mamá, el pueblo de la tía Julia! - dijeron los niños a un tiempo.
Y efectivamente, estábamos llegando a La Paz, pueblo pequeño, pero blancas sus casas como el armiño. Estaba situado en la ladera de un monte agreste. Los niños, nada más que paró el tren, querían saltar por la ventanilla. De no ser por su padre, que cogió a uno por las pierna, se hubiera roto los morros. La tapadera, empujando a diestro y siniestro, consiguió salir al fin. El marido salió el último. Se despidió de nosotros, agradeciendo a mis padres sus consejos.
- ¡Adiós, señores!

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