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jueves, 22 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 1 - El pastor de almas y el pastor de ovejas


Capítulo primero.

El pastro de almas y el pastor de ovejas


La  máquina del tren empezó a resoplar echando humo por todos los lados, apenas se la veía. Pitaba como una condenada y tuvimos que cerrar las ventanillas para no ahogarnos.
Por fin se puso en marcha, muy lentamente. Yo miré por el cristal desde el último vagón, y más que un tren parecía un gran gusano que, a duras penas, se arrastraba por la tierra. Poco a poco fue cogiendo velocidad y nosotros a zarandearnos de un lado para otro, dándonos sin querer con los hombros unos contra otros.
Mi padre, con el vaivén del tren se quedó dormido, al instante. Mi madre se puso a hacer ganchillo, hacía unos tapetes preciosos, y nosotros lo pasábamos bomba con el traqueteo del tren.
Al poco rato vimos aparecer por el pasillo a un cura. Era pequeño y regordete, tendría unos cincuenta años. Lucía una hermosa calva, y vestía una sotana negra y el sombrero que llevaba en la mano, tenía un cordón que rodeaba la parte superior y terminaba en una borla que colgaba hasta el ala del sombrero. Su cara era redonda y colorada, la nariz pequeñita y chata. Los ojos también eran redondos, yo diría que verdes, su mirada era noble y aguda, muy penetrante y regordetas las manos. En una de ellas llevaba un maletín negro. Todo el mundo se levantaba a su paso y le besaba la mano. Los niños hacían cola entre risitas, le besaban deprisa y se iban corriendo a su sitio.
Mi padre, que momentos antes estaba roncando, se despertó con el barullo, y cuando pasó por nuestro lado, le invitó a que se sentara con nosotros. A mí no me hizo ninguna gracia, pues íbamos a ir como sardinas en lata. El cura aceptó y se puso a mi lado.
- ¡Buenos días nos dé Dios!
- ¡Buenos días!-, contestamos todos a un tiempo.
- Permítanme que me presente. Soy el padre Lucas, tengo mi iglesia en un pueblo de Cuenca llamado El Corral. Allí estoy ejerciendo mi ministerio desde que me ordenaron hace veinticinco años. Sólo tiene cincuenta vecinos, que viven todos del campo. Yo les echo una mano de vez en cuando, cuando hay que segar, o recoger las aceitunas... Unos días voy con unos, y otros con otros. Pienso que no todo está en rezar, ¡a Dios rogando y con el mazo dando! Además, de ese modo, nos conocemos mejor, ¿no les parece?
- Desde luego - dijo mi madre - así deberían ser todos. Es más, tenían que casarse. Mi madre decía que ‘los curas, o casaos, o capaos’.
Mi padre le pegó con el codo a mi madre para que no siguiera, pues cuando se ponía a decir verdades, no tenía pelos en la lengua. En cambio, mi padre era más cortado para eso. Para él, el cura, el médico, el alcalde, el sargento de la guardia civil, etcétera, eran como dioses. A mi madre le importaba un pepino el lugar que ocupaban las personas; respetaba a quien se lo merecía, sin más, desde el rey, al último ciudadano. Para ella éramos todos iguales, respetaba a las personas por sus hechos, sin tener en cuenta nada más.
El padre Lucas, echó una sonrisita y no dijo una palabra.
En ese momento el tren se paró bruscamente, las ruedas echaban chispas. Estábamos en un pueblo llamado El Redil. Como era de noche, y había caído una gran nevada, sólo se veían las chimeneas echando humo y unos ventanucos por donde se veía una luz tenue, producida por el fuego de leña que había en las cocinas. Entre las sombras, pude ver a un señor que se dirigía al tren. Por fin subió, y fue derecho a sentarse al lado del padre Lucas.
-¡Buenas noches a todos! ¡hace un frío de la hostia! ¿no les parece?
- Pues debe hacerlo - dijo mi padre - porque aquí estamos helados, ¡imagínese fuera!
- No tengo que imaginármelo, ¡lo llevo metido hasta los huesos!
- ¿Cuál es su gracia? - le dijo el padre Lucas.
- ¿Mi gracia? Yo no soy nada gracioso, padre.
-¡No, si le pregunto que cómo se llama!
-¡Ah!.., Canuto, para servir a Dios y a usted.
- Y, ¿a qué se dedica, señor Canuto?
- Soy pastor de ovejas.
- ¡Vaya! - dijo el padre - Los dos somos pastores, usted de ovejas y yo de almas.
- ¡Pues nadie diría que somos del oficio, padre! Se ve que a usted le va mejor que a mí. No hay más que vernos a los dos. ¡Se ve que usted está bien cebao! En cambio, yo, estoy como un palo seco y arrugado, quemao por el sol y, siendo más joven que usted, parezco mucho mayor. Yo salgo de mi casa después de ordeñar, sobre las cinco de la tarde, y no regreso hasta las doce del mediodía, pasando frío o calor,  según se dé, procurando llevar a mis ovejas a los mejores pastos, aunque estén en el quinto coño. No crea usted que es fácil. Y usted padre, ¿qué hace?
- Bueno, ..., yo no tengo que llevar mis ovejas, perdón, a mis fieles quiero decir, a ninguna parte, ..., vienen ellos solos a oír mis sermones, a rezar para ganarse el cielo....
-¡Qué cosas tié usted, padre! ¡pues no están lejos los cielos como para llegar a ellos con oraciones! El carpintero de mi pueblo hizo una escalera grande, muy grande, para subir al cielo a ver a su mujer que murió el año pasao, y por más que lo intentó, lo más que consiguió fue romperse los morros en el suelo. ¡Miá que suben alto los aviones! pues ni por esas. Cuando se les acaba la gasolina no les queda otro remedio que volver al suelo. ¿Y usted pretende llegar rezando? ¡Ja ja ja!
- ¡Hijo mío...! ¿tú crees en Dios?
- A veces, padre; cuando tengo miedo, cuando se secan los pastos y no puedo dar de comer a mis ovejas, cuando estoy enfermo, cuando pienso en la muerte, o cuando se me muere un ser querido. Por esas cosas así, me acuerdo de él. También cuando veo las flores, los animales, los árboles en flor en primavera, que luego en verano dan esos frutos tan ricos..., cuando la tierra se cubre de nieve y poco a poco va empapándose... Cuando después del crudo invierno, la tierra en primavera vomita vida por todas partes, cuando veo nacer un cordero, o cuando de un huevo tan débil sale un pajarillo... En fin, cuando contemplo la vida, creo en Dios y le doy gracias por vivir, aunque a veces, la vida sea un coñazo, pero eso ya no es cosa de Dios, sino cosa nuestra, que por envidias o egoísmos nos hacemos unos a otros la puñeta. Mire usted, yo no sé si habrá Dios o dios sabe quién, pero la vida está ahí, eso no hay quien lo dude. ¿Quién? ¿qué? ni lo sé ni me importa, estoy vivo y es lo que cuenta. Que después hay un dios esperando...., ¡de maravilla! Que no hay nada.., ¡no me voy a enterar! Lo importante es vivir y dejar vivir, ¿no le paice, padre?
- ¡Me deja usted alucinado, señor Canuto! yo pensaba que la gente del campo no pensaba.
- Eso es algo, padre, que no podemos evitar. Luego, pensemos bien o mal es cosa nuestra. Lo que yo tengo muy claro es que si pienso bien, me siento bien, y si hago el bien, también. Y si hago lo contrario, me encuentro mal. Usted perdone, padre, yo no creo en los curas, ni voy por tanto a misa, mi iglesia es el campo, ¡allí me parece tocar a Dios con los dedos! En la ciudad me cuesta más verlo, aunque ustedes dicen que está en todas partes, ... ¡y pué que así sea! pero con tantas prisas, egoísmos, envidias, ambiciones, odios, ... la verdad que cuesta ver algo de Dios en alguna parte. Hay gente buena, pero ni siquiera pueden parecerlo, porque se los comerían. En cambio, en el campo, todo es puro, tal cual, todo camina como si alguien muy sabio lo llevara de la mano. El hombre parece en cambio que está dejado de la mano de Dios, y no es Dios quien se ha soltado, es que, por ser libre, se agarra o se suelta de su mano cuando quiere.
- ¿Por qué no cree usted en los curas?
- Pues porque predican una cosa y hacen lo contrario; no todos, pero una gran mayoría. ¡Es que no casa! Hablan de Cristo, que estaba siempre al lado de los más necesitados, y ellos se arriman a donde más hay. Dicen que cuando le estaban crucificando dijo: ‘¡Perdónalos, porque no saben lo que hacen!’, y cuando la Inquisición, ¡no perdonaron ni a su madre por defender su poder económico y social!
-¡Pero hombre, Canuto, esos fueron unos pocos, no puede usted juzgar a todos por ellos! Yo estoy de acuerdo que hay curas, como de otras profesiones, que no merecen tal nombre; pero hay otros que queman su vida por los demás, pasando privaciones.
- De acuerdo, padre Lucas, ¡si yo no niego eso! Sólo le reprocho que dependan del Estado, ¿por qué no trabajan? Hablarían con más libertad, sin tener miedo a nadie; y no así, que tienen que estar al sol que más calienta. También tengo manía a las beatas, ¡esas sí que son como ovejas! Se tragan todas las hostias que les dan ustedes sin preguntarse nada por su cuenta. Eso puede que sea bueno para ustedes, pero no para la sociedad, que debe estar hecha de hombres libres, y no ser un rebaño. ¿Que uno cree libremente, tomando de aquí y de allá? ¡Estupendo, pero que no sea una oveja! Mire usted, yo tengo tres mil ovejas. Con dos perros y yo, las llevamos donde queremos. Y eso es lo que pretenden, no sólo la mayoría de los curas, sino todos los gobiernos. ¿No cree usted padre, que sería mejor para todos que nadie tratara de aborregarnos? ¡No es justo que pa bien de unos pocos tengan que sufrir tantos! ¿No le paice?
- ¡Claro que me parece, hijo! Pero en la viña del Señor hay de todo, bueno sería que todo el mundo tuviera cultura para ser más libre. Y no hablo de universidades, hablo de preguntar y de preguntarse. Eso, está al alcance de todos, pero hay mucha gente cómoda, prefieren que piensen por ellos; y los otros, ¡qué más quieren!
Estaba amaneciendo, el sol asomaba su rostro anaranjado por el horizonte. La gente se desperezaba por todos los pasillos. Tenían las ropas arrugadas; unos se echaban las manos a la espalda, y los otros al cuello con gestos de dolor. La mayoría sacaron sus tarteras y se pusieron a desayunar con ganas.
- ¡Bueno, padre, yo me bajo en la próxima!
- Yo también, hijo. Me alegro de haberte conocido.
- Lo mismo digo, padre, ¡y perdone si le he ofendido en algo!
- ¡Hombre, la verdad duele, hijo, pero, purifica!
El tren se paró en Chinchilla. El padre Lucas y Canuto despidiéronse de nosotros y se perdieron por el andén. Un señor de al lado comentó: -¡Vaya par de pelmas! se han pasado toda la noche cascando, supongo que cada uno de sus ovejas... ¡Esto no tié arreglo! Mientras haya ovejas, habrá pastores.... ¡Allá ellos! yo, ¡soy un lobo!

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