(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

sábado, 10 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 13 - El muerto, el vivo y el enterrador.



Capítulo decimotercero.


Paradojas del destino, del pueblo La Vida, había subido el enterrador.
- Buenos días, señores, me llamo Dionisio, aunque en el pueblo todos me llaman el topo, pues soy el enterrador.
Oír aquella palabra, y a todos se nos puso carne de gallina. Mi padre se puso a mirar por la ventanilla, haciéndose el despistado, pues cuando oía algo relacionado con la muerte se ponía enfermo.
Mi madre, en cambio, no es que gozase con el tema, pero como no huía de nada, iba de frente, pues tampoco lo hacía del hecho impepinable de que teníamos que morir.
Recuerdo algunas de sus frases lapidarias:
“Desde el día en que nacemos, a la muerte caminamos, no hay cosa que más se olvide, ni que más cerca tengamos”.
O bien esta otra:
“Lo que tú eres, yo fui, lo que yo soy, tú serás, todo en la vida es mentira, sólo la muerte es verdad”.
Pues como decía, una vez que el enterrador puso su maleta en su sitio, se sentó a lado de mi madre. A mí me cambió el sitio mi padre y me puse frente al recién llegado.
Por un lado, como niño que era, tenía curiosidad por saber de viva voz qué sentiría un enterrador desempañando un oficio tan desagradable. Pero la verdad es que su sola presencia me daba un poco de miedo.
- ¿No le da a usted, señor Dionisio, miedo cuando está enterrando a alguien?
- Pues mire usted, señora, al principio sí que me daba mucho miedo. Antes de ver al muerto, cuando estaba haciendo la sepultura me costaba hincar el pico en la tierra, pensando por un lado en el muerto de aquel día y por otro, en que un día me tocará a mí. Pero, con el tiempo se hace uno a todo. No es que me haga mucha gracia, pero tengo una familia y hay que comer todos los días, ¿no le parece?
- Le entiendo, señor. No es usted sólo el que, para ganarse el pan, tiene que desarrollar en el curso de su vida un trabajo que le desagrada. Pero como bien dice, hay que comer, aunque para poder hacerlo se tenga uno que comer, muchas veces, los hígados.
- Llevo ya muchos años de enterrador en este pueblo y la experiencia me ha enseñado que no hay que tener miedo a los muertos, sino a los vivos. ¡Qué te puede hacer un muerto! En cambio hay mucho vivo, que por envidia o egoísmo, te puede ir matando poco a poco.
- ¡Es que no podéis hablar de otra cosa más agradable! - dijo mi padre - ¡Me estáis revolviendo el estómago!
- Tú siempre lo mismo - le dijo mi madre - De espaldas a la realidad. No en esto, en todo; huyendo, si puedes, de todo lo que entrañe dificultad. Mi marido, señor Dionisio, tiene un simple catarro y ya cree que se va a morir. Yo prefiero ir de frente. Es, pienso yo, la mejor manera de solucionar cualquier problema y no dándole la espalda o girando en redondo, ¿no le parece a usted?
- Pues sí que me parece, señora. Pero cada cual es cada cual y es difícil cambiar.
- ¿Cree usted que yo no tengo miedo? ¡Pues claro que lo tengo! A la muerte, a la enfermedad, al dolor, a la guerra, al fuego,..., en fin, tengo todos los miedos del mundo, pero lucho con todas mis fuerzas para no ser esclava de ellos. Y le puedo asegurar que ante cualquier situación, por mucho miedo que tenga, dándole la cara, al final se me pasa. Y pienso que de hacer lo contrario, me pasaría toda la vida angustiada y no solucionaría el problema.
- Es usted una mujer envidiable.
- ¡No!, nací, como le digo, con esa predisposición y luego la he ido cultivando en el curso de mi vida. No es que siempre salga airosa, pero lo intento y eso me tranquiliza, más que si huyera de la realidad.
Mi padre, con disimulo, se salió al pasillo. Yo noté que aquella conversación no le iba.
- ¿Qué le pasa, padre?
- Escúchame, hijo, quiero que entiendas esto. Yo no soy ningún cobarde, soy como soy. Sé que tu madre tiene razón y la admiro, pero a mí estos temas me sacan de quicio. Ya sé que tengo que morir, como todos, pero no puedo evitar que su solo recuerdo me ponga enfermo. Y es porque amo tanto la vida, que la sola idea de perderla me entristece. El pensar que un día pueda perderos o dejaros, me produce tanta pena, que por eso no quiero ni hablar de ello. Anda, vete con tu madre que yo me quedo aquí echando un pitillo y contemplando el paisaje. ¡A mí dame la vida y déjame de muertes!
Volví a mi asiento, y el enterrador seguía hablando con mi madre.
- ¿Quiere usted decir que no sólo los entierra sino que los amortaja?
- ¡Qué remedio! Así gano unas perrillas más. ¡Si viera usted lo cómicos que resultan algunos velatorios! Porque aquí en el pueblo nos conocemos todos y sabemos de qué pie cojea cada uno. Ayer, sin ir más lejos, presencié uno que si no hubiera sido por respeto al muerto, me hubiera tronchado de risa, ¡qué hipócritas! La mayoría de los que allí había, se habían llevado con el difunto en vida a matar. Pues tenía que haber oído usted las gansadas que decían. Y es que a los muertos todo se les perdona, como ya no pueden dar la lata. ¡No somos nada! ¡Para cuatro días que estamos aquí y que seamos tan malos! ¡Pobre hombre, con lo bueno que era! ¡Hay que ver cómo nos quedamos! ¡Quién lo diría, un hombre tan fuerte y de la noche a la mañana...! ¡Tenía el hombre sus cosillas, pero en el fondo era bueno!......¡Será falsa, la tía!, pensé yo. Esto último lo dijo su mujer. Todos sabíamos que se llevaban a matar. El era un bendito, pero ella era una víbora, que le traía a raya.
- ¡Qué! ¿Aún seguís dándole a la lengua? - dijo mi padre.
- Ya veo señor, que a usted mi sola presencia le pone cara de cera. Lo siento, no era mi intención molestar, pero soy lo que soy y sin ánimo de herir, y en un sitio como éste, que estamos como enjaulados, más tarde o más temprano tenía que salir a relucir el tema. Yo, como pueden ver, soy muy parlanchín, les ruego me perdonen si les he molestado.
- No señor - dijo mi padre - Si yo no tengo nada contra usted, cada cual vive de lo que puede aunque sea de los muertos, como es su caso. Pero sí es verdad que el tema no es mi plato favorito.
- ¿Quieren ustedes que les cuente una broma que me gastaron los mozos el año pasado?
- Si no es de muertos - dijo mi padre.
- Bueno, sólo sale uno. Los demás estaban vivos, y menudos vivos que fueron resulta que habíamos subido al muerto al cementerio. Eran ya las dos de la tarde y, la verdad, no me apetecía para nada enterrarlo a esa hora. El estómago me pedía y me bajé con los demás al pueblo, dejando al muerto en una pequeña capilla que hay en el cementerio con el ánimo de enterrarlo por la tarde. Era el mes de diciembre, y no sé cómo me descuidé echando una partida en el bar, y se me hizo un poco tarde, pues eran ya las cinco de la tarde. El cementerio está como a un kilómetro del pueblo, así que subí rápido, porque casi ya era de noche. Abrí la verja y me fui a por el muerto, lo puse en el carrito y lo llevé a la fosa. Até la caja por los dos extremos, dejando cuatro puntas fuera. Dos de ellas las até a un ciprés próximo y yo cogí de las otras dos para irlo bajando poco a poco. No me había pasado nunca, pues ya había cogido maña, pero cuando menos lo esperaba, la caja se puso de costado, y cuál no fue mi sorpresa al oír como un quejido. Solté las cuerdas y me puse a correr hacia la verja, ya era totalmente de noche. Cuando iba a abrirla, alguien me agarró de la chaqueta. Yo me quedé de piedra, no podía ni moverme, todo el cuerpo me temblaba.
‘¡Dionisiooo! ¡Dionisioooo! No tengas miedo, somos almas del purgatorio, traemos un recado feliz para ti y para todos los humanos’
Me di la vuelta lentamente y cuál no fue mi asombro cuando vi cuatro figuras blancas, muy blancas y luminosas, que estaban a un palmo de mí. Llevaban la cabeza tapada con un capirote, como esos de Semana Santa, así que no veía más que sus manos.
‘¡No tengas miedo, Dionisio! Somos tus amigos, a todos nos enterraste tú un día. Pero no te guardamos rencor, porque tú creías que estábamos muertos. Pero no era así, Dionisio, lo que tú entierras no es más que la funda de lo que parecemos aquí en la tierra. Tan pronto como por la vejez o por una enfermedad u otra causa, la energía que en realidad somos, ya no puede estar en ese cuerpo, sale de él y se transforma en lo que ahora estás viendo. En seres incorruptos que vivimos eternamente al lado del Señor, felices y contentos como cuentan los cuentos, comiendo perdices, saltando por las nubes y sin trabajar, todo aquí se nos pone a morro.’
‘¡Menudo morro!’, dije yo, que ya había cogido cierta confianza con aquellos seres de luz. ‘La verdad es que oyéndoles a ustedes se me ha quitado el poco miedo que tenía a la muerte, casi dan ganas de morirse’.
‘No es tan fácil, Dionisio, la vida en la tierra es como un aprendizaje, para que nos demos cuenta en libertad que, sin Dios, ni hubiéramos sido, ni somos, ni seremos nada después. No temer a la muerte porque se teme a la vida, no tiene mérito. hay que amar la vida hasta el último día, por muy amarga que sea, y luego tendrás la recompensa de la que ahora disfrutamos nosotros’.
En una de éstas, vi que a uno de ellos se la había caído una linterna en los pies, y que al tratar de cogerla se le cayó el capirote. ¡era el hijo del Nemesio, el que hacía las cajas de los muertos!
‘¡la madre que os parió, de poco me matáis del susto!’
Todos se pusieron a echar grandes carcajadas mientras se quitaban las ropas. de cada una de ellas, por la parte interior colgaban más de una docena de pequeñas linternas.
‘¡Ahora comprendo, granujas, lo del cuerpo luminoso! ¡Sois la leche!’
Poco a poco me puse a reír con ellos.
‘¿Y quién ha sido el que estaba en la caja?’
‘Yo’ - dijo el hijo del Nemesio - ‘ le mangué una caja a mi padre y me metí en ella. Escondimos la del muerto, y aquí me tienes. No creas que sólo tú pasaste miedo, yo también pasé el mío, pensando que éstos no llegaran a tiempo’.
Y aquí termina la historia, ¿qué os ha parecido?
- Pues hombre, oirla contar es divertido - dijo mi padre - Pero si me pasa a mí, me cago por las patas abajo.
- Tranquilo, hombre, no hay que tener miedo a la muerte, entre otras razones porque mientras esté usted vivo no va a venir, y cuando venga, ya no la verá.
- ¡Calle, calle! No quiero ni que me la nombre.
Mi madre, mis hermanos y yo, nos echamos a reír. Nos habíamos divertido de lo lindo con aquel señor.
Estaba tan familiarizado, por su oficio, con el hecho impepinable de que un día u otro se tenía que morir, que casi se lo tomaba a guasa, sólo le preocupaba la vida. Y mi madre estaba con él.
¡Cuántas veces nos decía!: “Hijos, si amáis la vida con gran fuerza e ilusión, la muerte no tendrá nada que hacer con vosotros; hasta que venga, poco os habrá importado, y cuando os llegue, como no la vais a ver, menos. Así que, ¡a vivir, que son dos días! Coged los días por los pelos y vivid cada uno de ellos como si fuera el último”.

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