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martes, 20 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 3 - Los novios y la solterona

Capítulo tercero.



El
 día era radiante, la aurora daba al cielo unas tonalidades rojo, anaranjado, azules, de todos los tonos, y en el horizonte poco a poco iba dejándose ver el astro rey. La hierba escarchada y endurecida, comenzaba a desperezarse con el calorcillo; las flores abrían sus pétalos y las gentes de Melón abrían sus ventanas para que entrase el sol. Los perros correteaban de un lado para otro, y las gallinas, al toque de diana del quiquiriquí del gallo, salían corriendo al corral, a picar lo que pillaban, y cuando no encontraban nada, se picaban unas a otras. La ley del picotazo, el de arriba pica al de abajo.
Mientras yo observaba todo esto, se sentaron con nosotros los recién casados, dieron los buenos días y se presentaron. Ella dijo llamarse Silvia y el novio añadió:
- Y yo Miguel Angel.
Silvia era de estatura mediana, proporcionada de carnes, pelo rubio, ojos azules preciosos, tendría unos veinte años. Aún llevaba puesto el traje de novia que le arrastraba por el suelo.
Miguel Angel no tendría muchos más, mediría uno setenta y cinco, era fuerte, la barba aún por parroquias, cara redonda y con gafas graduadas, que dejaban ver unos ojos oscuros, saltones, como de niño grande que se asombraba de todo. Así como la novia era tranquila, el novio era inquieto. No paraba de moverse, y a veces se mordía las uñas.
¡Daba gusto verlos! Se miraban de hito en hito, se bebían las palabras el uno del otro, ahora se cogían las manos, luego se daban besos, ¡donde pillaban, carne o saliva! y yo me preguntaba, '¡debe estar buena! pues no paran de besarse el uno al otro'. Cuando no se besaban en los ojos:
- ¡Qué asco!- decía yo - ¡van a comerse las legañas!
A lo que una señora alta y delgada respondió:
- Cuando se está enamorado no se tienen legañas, niño, son gotas de rocío. Y la saliva es como la miel más dulce.
Yo no había reparado antes en esta señora. Era, como he dicho, alta, delgada, vestida de negro, con un sombrero grande también negro. Su pecho adornado con un crucifijo y un par de medallas de la virgen.
Como vio mis ojos de asombro, se presentó diciendo que se llamaba Petronila.
- Yo me llamo Herminio, señora.
- No soy señora, niño, ¡soy señorita y a mucha honra!
Lo decía como enfadada. Tenía cara de requemada, de amargada. Cada vez que hablaba estiraba el cuello como una cobra.
- ¿Qué es el amor? - le pregunté yo.
A lo que ella contestó:
- Es un sentimiento que hace perder a dos el conocimiento, y que cuando uno de los dos lo recupera, se acaba. Otros dicen que es ciego, y por eso hay muchos matrimonios que no se pueden ni ver. En fin niño, no me preguntes más, lo han definido de mil formas, pero sólo saben lo qué es los que son incapaces de decir lo que es, aun siendo esclavos de él.
- ¡Bendita esclavitud!- dijeron los novios - estar enamorados es ¡maravilloso! ¿no les parece a ustedes?
- Sin duda. - dijo mi madre - Cuando en una pareja perdura el amor es lo más grande, y lo que ayuda a salvar cualquier obstáculo. Lo malo es que no siempre es así. Yo diría que el amor es como una vela encendida, hay que cuidarla, y abrigarla de todos los vientos. Y eso es cosa de los dos, pues tan pronto como uno la coge para sí, el otro se queda a oscuras. Tiene que estar en el medio de ambos, cada uno debe olvidarse de su amor propio y ocuparse del amor. Lo que vivís ahora vosotros es como la llama que sale cuando se hace una hoguera. Luego se va calmando la cosa, y vienen las ascuas; lo que hay que procurar es que tarde lo más posible en convertirse en ceniza. Para eso hay que alimentarlo, echando leña y ¡no metiendo leña! Y la mejor leña para el fuego del amor es el propio amor entre los que se aman. Que hoy será pasión, mañana cariño, ¡qué más da! lo importante es que no se apaguen los sentimientos de respeto mutuo, comprensión y necesidad de afecto del uno hacia el otro.
- ¡Tú de qué vas, tío! ¡eres un gilipollas, te voy a partir la cara! ¡Que no la mires! ¿vale?
Las voces venían del pasillo. Sin apenas darnos cuenta nadie, Miguel Angel salió y se dirigió como una flecha hacia un soldado que estaba fumando un pitillo, y que al parecer había dirigido alguna mirada a Silvia. El soldado, se quedó cortado y tan sorprendido que no pudo reaccionar, tan solo le dijo:
- ¡Vale macho, no te pongas así! yo tengo ojos y miro ¿no?
- ¡Pues mira a otra parte! ¡A mi mujer no la mira nadie! Si vuelves a hacerlo ¡te parto la cara!
- A nadie se le puede quitar lo que de verdad le pertenece - le dijo mi padre - No hay que ponerse así, hombre. La palabra celo significa cuidado, y no está mal cuidar de lo que nos pertenece, pero, con causas justificadas y no por pequeñeces. Mientras Silvia te quiera, no podrá quitártela nadie, y si algún día deja de hacerlo, de poco te serviría tratar de retenerla a la fuerza, así que, tranquilo, muchacho.
- A mí también me defendía mi novio de ese modo - dijo la solterona - 'Cariño, ten cuidado con ese charco', '¿qué le pasa a mi carita de melocotón?', '¿quién se va a comer esa naricita?', ... Tan pronto como alguien se ponía a mirarme, se lanzaba como una flecha. Las horas con él parecían segundos.... Pero, un día comenzaron a cambiar las cosas, y los segundos parecían a su lado horas. Cuando pisaba un charco, me decía: '¡Sapoo! ¡que eres un sapo, todos los charcos pa tí! ¡mira por dónde vas!'. Y la piel de melocotón, pronto se convirtió en lija del cuatro.
- Bueno, señorita, que a usted le haya ido mal, no es motivo para pensar que nos vaya a pasar a nosotros - le dijo Silvia.
- Desde luego, cariñito, a tí no te va a pasar nada de eso. ¡Todo irá sobre ruedas, por un campo florido con mil aromas acompañados por el canto de los pajarillos! ¡Qué ingenua eres chiquilla! Ahora estáis en la luna de miel, ¡luego vendrá la luna de hiel!
- A usted lo que la pasa es que es una solterona amargada y cree que a todos nos tiene que pasar lo mismo que a usted - le dijo Miguel Angel.
Y siguió:
- Yo la quiero con toda mi alma, y ella a mí, y eso será toda la vida.
- ¡Hombre, qué menos!.. ¡Ojalá! os lo deseo de corazón, pero os adelanto que no os va a ser nada fácil. Depende de vosotros el evitar que esa hoguera se convierta en cenizas sin daros cuenta. Así que no os confiéis, y alimentar el fuego de vuestro amor constantemente.
El tren se detuvo en un pueblo llamado La Gloria. Los novios se despidieron de todos nosotros y, al bajar del tren, de poco se rompen los morros. Iban mirándose a los ojos y no vieron la escalera.
- Cariño, ¿te has hecho daño?
- No, mi vida, a tu lado no siento otra cosa que el palpitar de nuestros corazones. ¿Me quieres?
- Te adoro.
- ¡Qué mayor tesoro! - dijo un mozo de estación que contemplaba la escena.
La solterona bajó detrás de ellos.
- ¡Vaya nombre de pueblo, La Gloria! Sólo el nombre me pone enferma, ¡no creo que haya gloria ni aquí ni en ninguna parte! Para mí sólo existe el infierno, y aunque a esos chicos les he dicho esas cosas, me muero de envidia al verlos tan felices. Sin amor somos como una planta sin agua, nos secamos, y así estoy yo, seca por fuera y por dentro. ¡Ojalá encontrara yo un día el amor! que aunque no fuese siempre un paraíso, ¡sería mucho mejor que vivir en este infierno!

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