(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

jueves, 15 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 8 - El asilo y la guardería.


Capítulo octavo.




H
abíamos llegado a un pueblo llamado La Paz, y mientras la máquina cogía agua, parte de los viajeros bajamos a estirar las piernas. Hacía un día espléndido y apetecía dar un paseo por el andén.
La verdad que me hubiese gustado adentrarme por aquellas choperas que estaban a un palmo.
El viento acariciaba levemente las hojas de los chopos, que estaban dispuestos en filas, muy próximos los unos de los otros, de modo que por efecto de aquella suave brisa, daba la impresión de acariciarse con sus ramas, que emitían un susurro semejante a campanillas. Los pajarillos salían de entre las ramas, y se situaban de modo que les dieran de lleno los rayos de sol. Al principio se ponían regordetes, pero a medida que  se iban calentando empezaban a revolotear de un lado para otro. Se diría que chopos y pajarillos, con sus movimientos, daban gracias a su creador por el nuevo día.
Nosotros hacíamos algo parecido. Nos parábamos cara al sol y dejábamos que sus rayos y el viento acariciaran nuestros rostros. ¡Qué maravilla! ¿Acaso hay algo mejor que sentir el sol y el aire en la piel?
La máquina dio un silbido de aviso y subimos a tren.
En nuestros sitios se habían acomodado un anciano y una señora muy estirada de las que llaman ‘de gente bien’, con un niño de unos tres años. Al vernos entrar, el anciano se levantó y pidió disculpas.
- Perdonen, no sabía que estuviese todo ocupado. Ya me voy.
- ¡No, por favor! - dijo mi padre - Hay sitio para todos.
La señora no dijo ni palabra, se había colocado en la ventanilla donde tenía que ir yo, y no se movió. Así que me puse donde pude, y como era costumbre mía, empecé a observar a los recién llegados.
El anciano tendría unos setenta y cinco años, era alto y muy delgado y vestía un traje gris muy gastado, y que posiblemente le estaría mejor al que se lo había regalado, pues le estaba estrecha la chaqueta y corto el pantalón. El hombre tenía la mirada perdida, no sé dónde, pero estaba a mil leguas de allí. Como todo equipaje llevaba un paquete envuelto en un papel de periódico, que sostenía encima de sus rodillas.
La señora parecía tener unos treinta años, iba como se dice, conjuntada. No le faltaba un detalle ni en su ropa ni en sus joyas. Apenas se le veían los dedos. llevaba una sortija en cada uno de ellos.
Como he dicho tenía un hijo como de tres años, pegado a su lado, y cada dos por tres le daba un guantazo, pues no paraba quieto, y no le dejaba empolvarse y mirarse la cara, que no había hecho otra cosa desde que subió al tren.
A mi madre le dio pena el anciano y quiso sacarle de su ensimismamiento.
- ¿Puedo preguntarle a dónde va usted, señor?
- Sí, señora, voy al asilo. Vengo de pasar el fin de semana con una de mis hijas. Tengo cinco más, pero hace mucho que no las veo. Suelen ir a verme en Navidad al asilo, me llevan un poco de turrón y se van, como si la vida se pudiera endulzar con unos turrones...., en fin, ¿qué quiere usted que haga? Pese a todo, estoy deseando que llegue el día, para verlos, aunque sólo sea un momento. ¿Qué no ha hecho uno por ellos, Dios mío, para verme ahora así? Mientras vivió mi señora, nos íbamos apañando, de mala manera, pero, estábamos en nuestra casa. Ella hacía la comida, sentándose a cada momento, pues tenía artrosis en las rodillas, y yo hacía las compras y la limpieza de casa. Como cobrábamos dos pensiones, no es que fuera mucho, aún nos visitaban todos los hijos una vez a la semana, y un día uno, y otro día otro, les echábamos una mano. Pero, al morir ella, me quedó a mí una miseria, de modo que, las visitas se fueron espaciando. Ya le digo, ahora vienen en Navidad, y no siempre todos. ¡Qué mundo éste! ¡Cómo ha cambiado! Qué cariño teníamos nosotros a nuestros mayores, y ¡qué gozo tenerlos en casa hasta el fin de sus días! Porque mire usted, por mucho que digan que se está muy bien en los asilos, donde mejor se está es en casa, con el calor de los tuyos. Lo que llaman progreso, o civilización, a mí modo de  ver, no lo es tanto, y me explico. No es que esté mal el progreso, máquinas que nos faciliten el trabajo y otras comodidades por el estilo...., pero, si nos hace olvidar eso que somos humanos, que necesitamos a los demás, un día u otro, si por llenar la casa de cosas nos vamos nosotros quedando vacíos por dentro, ¿qué hemos progresado? La verdad, pienso que nada. Estamos en un mundo donde sólo prima el tener, a costa de lo que sea, aunque al final, no nos tengamos ni siquiera a nosotros mismos. Eche usted, señora, una mirada a su alrededor. Nunca la gente ha tenido tantas cosas como ahora, pero se les ve angustiados, frustrados, ... Llega un domingo, se ponen encima lo mejor que tienen para que les vean los demás, y ya tiene el día hecho. ¡Qué pena! ¿A quién engañan? Se pasan la vida engañándose unos a otros, pero, en lo que no reparan, es en que no se pueden engañar a sí mismos. De ahí esas caras de angustia e insatisfacción. Un mundo donde la gente consume, consume, y donde al final, todos terminan consumidos.... Pero, ¿qué vamos a hacer? Dicen que hay que seguir al son que nos marcan, si no, te quedas atrás. Un buen piso, un cochazo de lujo, salir a cenar, ir de fiestas.... y no está mal, si se puede. Me refiero, a quienes por mimetismo o esnobismo siguen como borregos la moda, aunque el precio que pagan al final sea, el de haber dedicado toda su vida a tener, y habiéndose olvidado del recipiente que son ellos, y luego les asfixie al no poder retener. Donde esté un hogar, que hogar viene de hoguera, que huela a cocido, a nenuco, que sus miembros desprendan calor y amor por todos sus poros, con tiempo para dialogar, para amarse, que se callen los de ahora, que sólo los utilizan como si fuesen fondas, para comer y dormir, y todo en pro de tener, y tener, aunque estén que no se tengan. ¡Qué pena, qué pena!.. Y si no tienen tiempo, para ellos, ¿cómo lo van a tener para dedicarlo a sus padres? Al fin y al cabo, ellos ya vivieron su vida, ¡ahora que les dejen vivir la suya en paz!:
‘- Abuelo, ¿qué va a hacer usted sólo en casa? Le vamos a llevar al asilo, ¡verá qué bien está usted allí, con otros señores como usted!
- ¡Y una mierda! Los que vais a estar bien sin mí, sois vosotros, un trasto menos.’
Y así fue, señora, cómo me metieron aquí, y digo aquí porque el asilo está ya a un palmo.
- Perdonen ustedes si me meto en su conversación, pero no he podido evitar el oírles - dijo la señora del niño - Usted señor, es un anticuado, no va usted con los tiempos, con la vida moderna. Mire mi niño, tiene tres años, y va ya a la guardería desde que tenía uno, ¡y bien contento que está! Lo llevo a las ocho de la mañana y lo recojo a las ocho de la tarde. Sí que siempre llora cuando le dejo, pero, ya se le pasará. Tiene que hacerse duro, un hombre moderno, si no mañana se lo comerán. El mundo es una selva, señor. Además, es la única forma que tengo para poder hacer la casa y distraerme un poco con mis amigas, hasta que viene mi marido de trabajar a las siete.
- Señora, usted es muy dueña de hacer con su hijo lo que quiera, pero le prevengo que si le lleva sin necesidad a la guardería, mañana, él la llevará a usted al asilo.
- ¿Y qué me importa a mí el ir al asilo? ¡Que me quiten lo bailado! No, como los de antes, ¡vengan hijos como conejos! y sin tener tiempo para disfrutar de nada, ¡aquello se acabó, señor! Ahora, sabemos vivir, que para eso hemos venido aquí. Los hijos al final son todos iguales, los de antes y los de ahora, sólo van a lo suyo, y es natural, la vida sigue. Y el que quede atrás que arree. Qué mejor ejemplo que usted para seguir en mis trece, ¿de qué le ha servido tanto sacrificio? Al final, yo, como usted dice, al asilo, pero usted también.
- No todos los hijos, afortunadamente, son iguales, señora, ni todos los padres. Por fortuna hay muchos hijos que no olvidan nunca a sus padres y que con su ejemplo preparan su camino para el día de mañana. El mundo podrá cambiar lo que quiera, señora, y así debe ser, todo cambia. Lo que no debe cambiar, si acaso para aumentar, es la solidaridad entre nosotros. Primero en la familia, luego en el resto de la sociedad. Si perdemos nuestra calidad humana, nos convertimos en simples máquinas, ni nos queremos, ni somos capaces de querer a nadie, y así, ¿a dónde vamos?
- Siga usted con su rollo, señor, pero a mí, no me pilla el toro. Antes de que llegue a su edad, pienso disfrutar de lo lindo.
- Pero señora, ¿llama usted disfrutar a tener un hijo y perderse sus risas, sus llantos, el verle dormidito, el oírle decir mamá, mamá, sintiendo que no son dos, sino uno? Respondiendo con amor a sus miles de preguntas, estrechándole en sus brazos y tener la sensación de que se funde su cuerpecito con el suyo... El orgullo de verle crecer, educado en el amor a sus seres queridos, y verle caminar por la vida, no vacío, sino pletórico de sentimientos hacia todo cuanto le rodea. ¿Y llama usted disfrutar a ver a su marido con mala cara, por la noche, pedirle que le haga el amor, pues él malditas ganas que tendrá? Pero qué digo el amor, a joderse el uno al otro puesto que es lo único que pueden hacer dos que están jodidos.
- Mire, señor, con usted no hay  quien pueda, así que, usted con la suya y yo con la mía. Por mucha mala suerte que tenga, mi hijo me llevará al asilo, pero insisto, que me quiten lo bailado.
El tren llegaba en ese momento a una ciudad llamada El Progreso, y allí se bajaron el anciano y la señora con el niño. Yo pensé, curioso, El Progreso, ..., y en este progreso comparten la vida a regañadientes, en un asilo los que lo dieron todo a cambio de nada, pero que aún se tienen a sí mismos, y los que no pensaron más que en sí, y aun teniéndolo todo, ni se ven, ni por supuesto son capaces de ver a nadie.
¿Quién sale ganando? No hay que ser un lince para adivinarlo.

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