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miércoles, 21 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 2 - El rico y el mendigo

Capítulo segundo.

El rico y el mendigo


Chinchilla era un pueblo bastante grande, tendría unos trecientos vecinos. Eran las siete de la mañana y por las calles había gran movimiento de gente que iba cada uno a su trabajo. Los hombres del campo salían con sus yuntas unos, y otros con sus rebaños de ovejas o de cabras.
Había una fábrica de armas donde trabajaban hombres y mujeres. Cerca del tren, que aún estaba parado, pasó un grupo de ellas, todas con su mono azul y con la canariera en la mano. La canariera era una cesta pequeña donde llevaban la comida; a las mujeres el buzo les estaba muy ancho y llamaba la antención verlas con pantalones. Por cierto, que un viajero comentó:
- No sé los líos que habrá en este pueblo, siendo así que en casa llevan los dos los pantalones.
A lo que un señor mayor contestó diciendo que no fuera iluso, que desde que el mundo es mundo ha habido mujeres que llevaban los pantalones cuando en casa tenían un marido que era un bragazas.
- Mire usted, yo no estoy a favor de que nadie avasalle a nadie, la mujer, mujer, y el hombre, hombre. Ninguno, a mi juicio, es más que el otro, son complementarios; por tanto, deben colaborar, pero sin perder ninguno su personalidad y su propia esencia.
Todos nos preguntamos qué hacíamos ahí tanto tiempo parados, y de pronto llegó un coche de esos antiguos, muy bonito; de él bajó un señor gordo, con sombrero de ala, y un traje beis y zapatos de charol. En la mano llevaba un bastón con mango dorado, yo diría que era de oro, con una figura como la cabeza de algún animal.
Hay mucha gente que gustaba y sigue gustando de llevar la cabeza de un animal. Yo, personalmente, pienso que es mejor llevar la de uno, pero claro, si no la tienen o la tienen de cemento, hay que llevar alguna en su lugar, para disimular.
El chófer empezó a meter bultos de todas las clases al tren. El señor cogió un pequeño maletín de cuero y subió al tren. Se puso frente a mí, al lado de mi padre. Antes, con una gran sonrisa como la de esos que comen bien todos los días, nos saludó cordialmente a todos.
¡Lo que hace la ropa! Nosotros íbamos vestidos de pobretones, y, la verdad, ante alguien así uno se sentía avergonzado. Le pones a un asno un traje, y ya no parece tan asno. Lo malo es que cuando abra la boca, pues por muchos esfuerzos que haga, no hará otra cosa que rebuznar.
Cuando estaba a punto de arrancar el tren, se puso a mi lado un señor mayor de unos sesenta años. Era un hombre delgado, sin afeitar, el pelo grasiento, manos y uñas negras de suciedad. Llevaba unos zapatos por los que enseñaba parte de los dedos, llenos de heridas, y sucios los pantalones. Un abrigo lleno de agujeros, ¡seguro que le estaba mejor al difunto que a él! Olía a todo menos a limpio, y no hacía más que rascarse por todos los lados sin parar.
Yo me apreté lo que pude contra mi hermano Paulino, pensando que así evitaría llenarme de piojos.
El tren arrancó, yo diría que con alegría ante el nuevo día, pues hacía un sol espléndido, y aunque estaba todo cubierto de nieve el espectáculo era maravilloso.
Los tejados tenían como medio metro de nieve que, con el sol, se iba derritiendo, junto con los carámbanos de casi medio metro, que colgaban de los aleros. Los árboles parecían de cristal. Al impacto de la luz solar, sobre sus ramas, se producían unas irisaciones preciosas.
-¡Ya podía dejar de nevar, que estamos ya en mayo!-, comentó el rico.
A lo que el mendigo le contestó:
- ¡Dígamelo a mí, señor, estoy que me muero de frío y de hambre!
El rico le miró con desdén, y comentó:
- Yo no comprendo cómo hay gente en el mundo que pase hambre, lo que hay que hacer es trabajar. Mire..., ¡míreme a mí, si no! yo empecé de la nada, y unas veces con el sudor de mi frente,  y las más con el sudor del de enfrente, lo cierto es que nunca me ha faltado de nada, si acaso vergüenza.
Echó una carcajada sonora y nos miró a todos con aire de suficiencia, casi con desprecio.
- ¡Escúchame, hijo de puta! - le dijo el mendigo - Yo he trabajado en tu fábrica treinta años, haciendo escopetas. Entraba a las seis de la mañana y salía a las seis de la tarde. Así un día y otro durante treinta años. Caí enfermo y tú, por más que te supliqué, me echaste a la calle. Sabías que tenía tres niñas, y una mujer, ¡y poco te importó dejarme tirado en la calle! Es más, no soy el único, has hecho siempre lo mismo, has exprimido a la gente como a limones, ¡hasta la última gota! y cuando ya no te servían, les has dado una patada en el culo, ¡y aún tienes la poca vergüenza de presumir de que no la tienes!
El rico cambió de actitud. Agachó la cabeza y con una voz débil, que en nada se parecía a la de antes, dijo:
- Perdóneme usted, señor, yo ignoraba que había sido uno de mis empleados, por eso hablé así. Le puedo asegurar que ser empresario no es nada fácil. Si eres bueno, te comen las moscas, porque no me negará usted que, si bien hay empleados ejemplares, hay otros que no merecen el pan que comen, por ser unos irresponsables. Lo cierto es que pagan justos por pecadores, tanto si hablamos de empresarios como si hablamos de obreros. Los seres humanos somos muy majos todos; todo depende del lugar que ocupemos y las oportunidades que tengamos. Con esto no estoy justificando el mal. Debemos luchar contra las malas acciones empezando por las nuestras, y luego, las de los demás y dándonos y dando a los demás, por enésima vez, la oportunidad de rectificar. Todos somos capaces de lo mejor y de lo peor, que admiramos o despreciamos en los demás. Así que, señor, le ruego que me perdone y le aseguro que no olvidaré la lección que me acaba de dar. Procuraré de ahora en adelante que mi comportamiento sea más humano y más justo. Sé que no me va a ser fácil, pero quizás vivir no sea otra cosa que caer y levantarse y seguir adelante aprendiendo de nuestros errores, pues ¡somos tan asnos que no aprendemos con los de los demás!
Sacó de la cartera una tarjeta y se la ofreció al mendigo.
- Hágame el favor de presentarse a esta dirección de mi parte, yo hablaré en su favor, para que de ahora en adelante, todo le sea más favorable.
El mendigo tomó la tarjeta, le dió las gracias, y se disculpó por los insultos aunque siguió reafirmándose en que, si bien no sería un canalla, lo que había hecho era una canallada. Pero al menos ambos comprendieron que hay que saber separar los hechos de las personas, a quienes siempre debemos dar una nueva oportunidad, teniendo en cuenta que nosotros también lo somos pues, ninguno somos del todo buenos o malos, sólo somos mejores o peores, obedeciendo a nuestros genes y a nuestras circunstancias.
- Por otro lado, ¿quién es rico y quién es pobre? Pienso que teniendo lo necesario, y es menos de lo que pensamos, podemos ser muy felices, y con todo el oro del mundo, unos desgraciados, pues sólo tenemos lo que somos capaces de retener.
Esto lo dijo mi padre, que parecía que estaba dormido, y añadió:
- Lo más grande de este mundo no se compra con dinero, la inteligencia, su buen uso, la sensibilidad ante lo bello, la capacidad de amar..., en una palabra, el grado de humanidad; la capacidad para aguantar lo que venga siendo dueños de la situación. Porque cuando todo va bien, bien va todo. Eso lo hace cualquiera. Lo difícil es no soltar el volante y aguantar cuando estamos al borde del precipicio.
El tren discurría por un valle lleno de patatales. Era una hermosura, todo verde y salpicado de flores blancas con el centro amarillo. Por fin llegamos a un pueblo que se llamaba Melón, un gran cartel colgado en la estación así lo anunciaba.
Mi hermana Dori le dijo a madre:
- En este pueblo todos son melones, ¿no?
- ¡Cállate chica, que te pueden oír!
El rico y el mendigo se bajaron y nosotros también para estirar un poco las piernas. Fue por poco tiempo, pues el jefe de estación, con su pito, nos anunció que el tren iba a salir, así que subimos y nos acomodamos en nuestros asientos.
Yo me puse con las piernas estiradas hasta el asiento de enfrente, lo que me valió un tortazo de mi madre. A mi hermano Paulino se lo dió mi padre por bajar la ventanilla de golpe. Cuando estábamos en éstas, subieron una pareja de recién casados y una señora alta y delgada que, al parecer, viajaba sola.

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