(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

domingo, 11 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 12 - Parada para paridera.


Capítulo duodécimo.




El
 andén de La Colmena, estaba lleno de puestos llenos de tinajas chiquitinas. En su boca tenían puesto un papel de celofán amarillo, y a un costado atada con un cordel de colorines, colgaba una cuchara pequeña de madera. En un papelote situado en un costado, ponía: Miel de La Alcarria.
- ¡Cómprenos una! - dijimos todos a un tiempo.
- Sí, para que os pongáis perdidos - dijo mi madre - La tenéis en casa, y no hacéis caso de ella, y ahora se os antoja, ¡miá que sois!
- ¡Cómprenosla, cómprenosla!
- Comprar no os voy a comprar - dijo mi padre - ¡pero se están vendiendo unas tortas, y a vosotros os las van a dar de balde!
En tanto que discutíamos, se sentó a nuestro lado un matrimonio maduro con una hija de unos dieciocho años. La cara del padre no era de buenos amigos. La madre en cambio, parecía una bendita, y la hija era como una bola de sebo, todo tocino. Era pequeñita, regordeta, por no decir gorda, cara de hogaza, que apenas dejaba ver los ojos, pelo largo, rizado en las puntas y pegado en el cuero cabelludo, rubio. No sé si tenía tetas, culo y cintura, pues todo era una masa, como un saco lleno de gatos. Para aliviar la cosa, llevaba unas gafas con montura amarilla y cristales como culo de vaso.
Sacaron una tortilla española con abundantes pimientos. La madre la hizo cuadros, que no hacía falta, pues menudo cuadro formaban los tres. Y alternando pimiento y tortilla, se la zampaban como si fueran pastillas juanolas, sin disolverlas.
No llevaríamos de viaje más de dos horas, cuando la chica comenzó a dar gritos como una loca. Yo pensé: no me extraña, se ha metido medio pan, y casi toda la tortilla. Le dolerá el estómago.
Un señor de al lado le ofreció un poco de orujo.
- Tome y verá cómo se le baja lo que ha comido.
Pero ni por esas, ella seguía gritando como una condenada, retorciéndose por el suelo.
Mi padre, asustado, tiró de la alarma. El tren se paró en seco, no sin desplazarnos a todos por el suelo. Afortunadamente no nos hicimos más que algunos moretones.
Apareció el interventor. Todo asustado y de mala leche.
- ¿Quién ha parado el tren? ¿quién ha sido?
Mi padre, más cortado que un café con mucha leche, le dijo que había sido él.
- ¿Y por qué lo ha hecho usted?
- Pues porque esta muchacha está mal, parece poseída por el demonio.
- ¡Vamos a ver, chica!, ¿qué te pasa?
Ella no respondió, pero su madre le dijo que estaba muy mala.
- Pues lo siento, señora, el pueblo más cercano está a treinta kilómetros. ¿hay por aquí algún médico?
Nadie respondió.
- Tendremos que solucionarlo como mejor podamos.
Retiraron a la gente de uno de los bancos y tendieron a la muchacha en él. La gente se arremolinó alrededor. Unos decían:
- ¡Suéltenle la camisa y quítenle los zapatos!
Otros:
- ¡Pónganla de el lado derecho!
Otros:
- ¡Pónganla de el lado izquierdo!
- ¡Abran la ventanilla! Pobrecita, se va a morir.
- ¡Qué morir ni qué leches! - dijo el padre - Lo que tienen que hacer es sentarse en su sitio y dejarla en paz.
La muchacha no paraba de chillar y llorar, echándose las manos por debajo del ombligo.
- ¡Qué será, dios mío! - dijo su madre.
- ¡Qué será..., será..., lo que sea ya sonará...! - canturreó el padre, sospechando algo en lo que nadie había pensado.
Con mala leche le preguntó a la hija:
- ¿No estarás preñada?
La hija puso cara de terror y con la cabeza dijo que sí.
- ¿Y quién ha sido ese hijo de perra que lo mato? ¿Quién, quién?
- No lo sé, papá.
- ¿Cómo que no lo sabes? ¿Es que te has acostado con cuarenta?
- ¡Por favor, Federico, no trates así a la niña! ¿no ves lo que está pasando?
- ¡Lo que no sé es lo que va a pasar aquí si no me dice ahora mismo quién ha sido! Te lo repito por última vez, ¿quién ha sido?
- Ha sido el amor.
- ¡Qué!, ¿y quién es ese?
- Lo que te quiere decir la niña es que ha sido por amor, por cariño, cariño.
- ¡Quiero un nombre de hombre! ¿cómo se llama?
La hija lo pensó un momento, y dijo:
- Se llama Ruperto.
- ¡Ruperto! ¡Pues ya es hombre muerto!
En estas, se acercó una señora muy educada y les dijo a los padres que no era momento para hacer reproches, que a lo hecho, pecho.
- Pongamos manos a la obra, y ayudemos a esta pobre criatura.
- Bueno, yo voy a poner el tren en marcha - dijo el interventor - Porque el tren está parado, pero esto no hay quien lo pare.
Apartaron a los niños, salvo a la señora que antes he mencionado y la madre. Todos se sentaron. La muchacha tenía ratos que no decía nada, pero, de pronto, daba unos gritos tremendos.
El interventor trajo agua caliente y toallas limpias, que cogió de los que iban en primera.
La madre y la señora controlaban las contracciones, que cada vez se producían en períodos más cortos de tiempo.
- ¡Tú, hija, cuando te vengas los dolores, aprieta!
- Sí, madre, como que es tan fácil, no es lo mismo apretar para afuera con estos dolores, que dejarse apretar para adentro con mucho placer.
- ¡Tú calla y haz lo que te digo! Y habla bajo, que como te haya oído tu padre, después de que paras, él no va a parar de darte golpes.
- ¡Ya, madre, ya!
- ¡Aprieta, Dolores, aprieta!
De pronto, se oyó el llanto de un niño.
- ¡Ingaá, ingaá, ingaá!
- ¡Vaya!, ya está señora, gracias a Dios que ha salido. ¡Y qué guapo es! Se parece a su marido.
- ¡Cállese, señora! Ni en broma le permito que me relacione con el desgraciado de su padre.
- Cálmate, Federico, por favor. Quieras o no, es tu nieto, y ya verás, con el tiempo, cómo llegas a querer al padre, al hijo ...
- ¡Sí, y al Espíritu santo! ¡Lo que tú digas, tapadera, a ti todo te parece bien!
- No es que me parezca bien, pero ¿qué vamos a hacer? ya está hecho.
- Y tú, Dolores, ¿cómo has podido ocultarlo durante tanto tiempo sin que tu madre y yo nos diéramos cuenta?
- Como estoy tan gordita, y a partir de los cinco meses me puse una faja, es más, como mi novio me decía: ‘¡Igual no sale, mujer! ¿Tú crees que saldrá?’. Yo llegué a creérmelo y hasta que no me ha empezado a doler pensaba también lo mismo que él.
- ¿Pero tú la oyes, mujer? ¡Esta tía es gilipollas!
- Yo pensaba, papá, que como siempre los hijos los traían las cigüeñas, o venían de París ...
- ¡Pues a ver si te enteras ahora, no vienen de París, vienen de parir! ¡La culpa la tiene tu madre, por no ponerte al corriente en su momento!
- Perdone usted que me meta en lo que no me llaman, pero es responsabilidad de los dos el educar a los hijos, no sólo de la madre.
- ¡Eso es cosa de mujeres, señora!
- La vida, señor, no es cosa de mujeres solamente por que tengan que dar a luz. ¿Piensa que su responsabilidad termina cuando después de hacer el amor pone ojos de carnero mareado? Pues no, señor, le repito que es cosa de los dos.
- De acuerdo, pero si ni mi mujer ni yo hemos podido ir a la escuela, ¡qué vamos a saber de esas cosas!
- Pues sin ir a la escuela, fueron capaces de traerla al mundo, así que con que le hubiesen enseñado lo que hicieron para conseguirlo, era más que suficiente.
- Y a usted, ¿quién le ha dado vela en este entierro?
- Vela no me han dado, pero con toda humildad, he de recordarle que si no hubiese sido por mis luces, su hija no hubiese dado a luz.
El tren recobró de nuevo la calma, el niño se quedó dormidito en brazos de su madre, que ya no parecía la misma de antes, se la veía iluminada, como un ser nuevo. Era madre, y con eso está todo dicho.
En todo el tren se corrió la voz de que había nacido un niño y aún las caras más ceñudas, se pusieron alegres. ¡Era la vida!, que se manifestaba en un cuerpecito frágil como el cristal, pero que con el cariño de sus padres un día se convertiría en un hombre robusto, capaz de hacer, cuando llegase el momento y a través de su amor, que la vida siguiera con vida en otro cuerpecito como el que un día fue el suyo.
Hasta el tren parecía más alegre que nunca, la máquina pitaba en cada curva. Su humo, casi siempre negro, ahora era blanco. Daba las curvas con tal alegría, que a mí me divertía de lo lindo.
De pronto entró en un túnel y nos quedamos a oscuras, sólo con una pequeña luz. Mi madre comentó entonces:
- ¡Qué tendrá la luz, qué alegría da y qué triste es la oscuridad!
No acabó de terminar la frase, cuando salimos de nuevo a campo abierto, con un sol radiante y campos alfombrados de florecillas silvestres de todos los colores.
Al cabo de un rato llegamos a La Vida, así se llamaba aquel pueblecito. Descendieron el matrimonio maduro, su hija y el recién nacido. Todo el mundo asomados a las ventanillas, saludaban a los cuatro con caras de felicidad.
Por unas horas, ellos nos habían permitido estar cerca, muy cerca, del mayor milagro que se pueda desear: ver nacer a un niño, en este caso, o en otros, la más humilde violeta.
¡Qué mas da!, vida o milagro.
En cualquier caso, ¡gracias, señores!, pensé yo, y ¡gracias vida, por mi vida y por todo lo que tiene vida!

No hay comentarios:

Publicar un comentario