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lunes, 12 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 11 -Miel de La Alcarria.


Capítulo undécimo.



La 
Luz era una capital situada en una inmensa llanura. Por lo que pude ver al ir llegando a ella y lo que veía desde el tren, tenía la mayoría de los edificios bajos y muy viejos. Su calles eran estrechas, sus gentes, casi todos de estatura mediana, vestían de una forma humilde. Por estos detalles se podía adivinar que eran la mayoría, gentes que afluían de los pueblos de las proximidades para hacer alguna gestión o bien para comprar algo en la feria, que coincidía con aquel día, que era domingo. Ya se iba a poner el tren en marcha, cuando subió y se instaló en nuestro departamento un mielero, que no sé lo que llevaría por dentro, pero por fuera iba el hombre cargado a más no poder.
Mediría un metro setenta, más o menos, de estatura; llevaba una visera negra, y una blusa amplia que le rebasaba las rodillas, de color gris oscuro.
En uno de los hombros colgaban unas alforjas también grises, con alguna rayas blancas. Las llevaba llenas. De uno de los lados asomaba la cabeza un queso y del otro, chorizos. Por el ruido que hacía un saco que depositó en el suelo, supe que allí llevaba nueces.
En el brazo derecho portaba un barrilito, como una cuba pequeña de las del vino, sujeto con una correa. La tapadera, por uno de los lados tenía una abertura que permitía la entrada a una gran cuchara de madera.
Ni corto ni perezoso, yo le pregunté:
- ¿Qué es eso, señor?
- Se llama cubeto, chaval.
- ¿Y qué tiene dentro?
- Pues llevo miel. ¿Quieres un poco?
- ¡Hombre!, a nadie le amarga un dulce.
- Pero antes de todo, voy a colocar todo esto y a presentarme. Me llamo Agustín González Sedano, para servirles, y me dedico a la venta de miel, queso manchego, embutidos, nueces, etc., en fin, todo lo que sale.
- Pues ya es casualidad - dijo mi padre - yo me llamo igual y me dedico a lo mismo. Esta es mi familia.
- ¡Mucho gusto! - comentó el recién llegado.
- Bueno, ¿puedo darle un poco de miel a su hijo?
- ¡Cómo no! ¿Sabe lo que pasa? es que yo vendo en Bilbao y tengo allí mis cosas, por eso no había visto el chico a un melero con todo el equipo puesto. Es la primera vez que sale del pueblo.
Mientras me dejaba que metiera el dedo en el cucharón, yo miré con detenimiento a aquel hombre. Era más bien delgado, el pelo rizado y abundante; nariz un poco respingona, manos pequeñas pero fuertes. Y me llamó la atención que al dedo índice de la mano derecha casi le faltaba la uña, parecía una cachiporra. ¡No, no!, no era la mano derecha, era la izquierda. Sus ojos eran de color verde claro, nobles. Ellos y todo su porte, eran el de un hombre sencillo, sincero, sensible, y se veía que le encantaban los niños.
- ¡Mete, mete el dedo, chaval! ¿Está buena?
- Está de perlas - dije yo.
- Pero no comas mucha, que esta miel es muy fuerte y puede darte ardor de estómago, hay que tomarla en pequeñas dosis.
Cerca de mi madre se había sentado una señora, más o menos de su misma edad, pero nadie lo diría. Iba bien vestida, la piel como si fuese marfil y tersa, sus manos y cabellos bien cuidados. Por primera vez, y no sé por qué, miré a mi madre y empecé a compararla con aquella señora. Evidentemente, lo que se veía por fuera, no tenía comparación.
Así, mi madre, para ser mujer, llevaba una vestimenta muy humilde, limpia, ¡eso sí!, pero muy sencilla. Su vestido, largo por más abajo de las rodillas, medias negras como los zapatos y un jersey negro también, de un tono distinto al del vestido. Sus manos eran grandes, nada de pintadas, cortas y limpias. Su pelo era negro castaño oscuro, recogido hacia atrás, terminando en un moño, sujeto con una peineta de color marrón, algo transparente. Tenía una frente muy amplia, signo evidente, como dicen algunos, de inteligencia. Que no siempre será así, pero en este caso sí.
¡Lástima que no pudo ir a la escuela! Pero no le hizo falta para educarnos como es debido. Era muy observadora, reflexiva, preguntaba cuando no sabía y, sobre todo, se escuchaba y escuchaba. Con estos ingredientes y el curso de la vida, se podía decir de ella que daba cien mil vueltas al mejor universitario.
Nunca faltaba en su cestillo de costura un libro y le gustaba leernos siempre que tenía tiempo al calor del fuego de leña de la cocina.
Sigo con su descripción. El rostro era ovalado, su piel fina, pero aunque tenía sólo cuarenta y un años, por efecto del sol y el viento se diría que tuviese sesenta. Su ojos, bueno, ojos, más bien parecían dos focos que te deslumbraban tenían una gran fuerza, pero de una gran dulzura y a la vez firmeza.
Volví a mirar de nuevo a la otra señora y pensé, no sé cómo será usted por dentro, pero me apuesto que mejor que ella, imposible.
- Y qué, ¿cómo van las ventas? - le preguntó mi padre al melero.
- Pues a días, ya sabe usted, unos días mucho, y otros me tengo que volver con toda la carga a cuestas. Rabia me dio el otro día una señora. Cuando iba voceando por la calle, me llamó desde un séptimo piso. ¡Sube todas esas escaleras! Y cuando llego arriba, con las tripas fuera, me dice que quiere cuarto kilo de miel. Me da una jarra grande de cristal, que voy llenando con lo que me pide. Llega la tía, y me dice que es muy oscura, que no la quiere. ¡Que no la quiere! Mire, me dio tanta rabia que tiré jarra y miel por la escalera. ¡La bruja de ella pretendía que sacara la miel! Por más que lo hubiese intentado, se hubiese quedado con la mitad. Esto es muy duro, todo el día dando voces para ganar unos cuartos. Además, ahora con esto de los supermercados, nos han hecho polvo, no sé en qué vamos a parar. Y eso que vamos vendiendo miel, ¡imagínese, si fuéramos vendiendo vinagre!
- ¡Qué me va usted a contar a mí, señor! Ya ha habido veces que me he puesto a vender cacharros y en otras ocasiones he hecho jabón en casa. Luego, al amparo de la noche, pues estaba prohibido el contrabando, cargado como un mulo, y con la nieve a la cintura, salía a los pueblos de la sierra y lo cambiaba por garbanzos, lentejas o aceite, jugándome el tipo, pues si te pillaba la guardia civil, estabas apañado.
- ¡Pero qué has hecho, muchacho!, ¡como te pille te vas a enterar!
En un descuido del mielero, mi hermano Paulino, enredando con el cucharón, tiró de él, y puso perdida de miel a mi hermana Dori, y él se puso también como un Cristo.
Dori, que llevaba un vestido estampado ceñido a la cintura y unos zapatos blancos. Al verlo todo pringado, dejó caer de su bello rostro, pues era muy guapa, unas lágrimas como melones.
- ¿Y ahora qué hago yo? - dijo mi madre - ¡Ven aquí, enredador, que eres un enredador! ¿Por qué has hecho eso?

Mi hermano se acercó lentamente, con más miedo que uno que llevasen a la cámara de gas. Cuando le tuvo a mano, mi madre le arreó un guantazo de padre y muy señor mío.
- ¡Mira cómo te has puesto! ¿Y cómo me las apaño yo ahora?
La señora que comenté entes, se acercó y le dijo a mi madre que no se preocupase.
- Tranquila, mujer, da la casualidad de que yo tengo una chica y un chico más o menos de las edades de los suyos.

Bajó una gran maleta y de ella sacó un vestido para Dori y un traje para Paulino. No se lo podían creer, con el percance habían salido ganando, les estaban que ni pintados.
- Son ropas viejas que llevo a la parroquia.
¡Viejas!, pensé yo, en mi vida había visto algo tan bonito. ¡Lo que es la vida, unos, a duras penas vamos tirando y a otros en la vida todo se les pone a tiro y les sobra para tirar!

A Paulino le habían puesto un traje azul marino y unos zapatos de charol a juego. Con su peinado a raya impecable que le hacía mi madre, aquella cara de angelito, con sus ojos vivarachos, daba gusto mirarlo. Estaba más chulo que la pana.

El pobrecito parecía yo ahora, con mi chaleco de cotón verde marrón, un pantalón corto que de uno de mi padre, de pana, me había hecho mi madre, perfecto, por cierto, pues cosía a mano y a máquina de maravilla; unos calcetines blancos y unas sandalias de cartón piedra granates. No es que estuviera mal, pero Dori y Paulino iban ahora a la moda, con ropas de marca, ¡qué morro!, casi me daban ganas de tirar del cucharón y pringarme yo también.
Miré por la ventanilla, el terreno era casi una gran llanura, salvo algunos pequeños cerros. Por todos los lados había gran profusión de tomillos, espliego..., entraba un olorcillo que resucitaba a los muertos. En las pequeñas hondonadas, aquí y allá, se veían grupos de colmenas. En una de ellas vi un señor vestido como un astronauta que merodeaba por allí.
- ¿Qué hace ese señor?- pregunté al melero.
- Pues posiblemente, sacando los panales para extraer la miel. Hay que protegerse, si se enfadan las abejas, son peligrosas. Con un fuelle se mete humo en la colmena. De este modo salen, y aprovecha uno para coger la miel. Bueno, perdonen ustedes, estoy llegando a mi pueblo, La Colmena, ha sido un placer compartir el viaje con ustedes. Si alguna vez quieren algo de mí, ya saben dónde me tienen.

- ¿A cómo tiene usted la miel?
- A diez pesetas el kilo.
- Pues puede que le haga un día una visita - dijo mi padre - Hasta la vista.
- Adiós, señores.

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