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viernes, 23 de marzo de 2012

Prólogo novela "El tren"

A partir de ahora iré publicando capítulos de la novela de mi padre titulada "El tren".
Espero que os guste y tenga tanta aceptación como los cuentos.
Un saludo.
Mari Cruz.







Era un día de noviembre de 1952. La mañana era fría, aún no había salido el sol en el pueblo de Peñalver, cuando Agustín, su esposa Eustaquia y sus cuatro hijos Conchi, Dori, Herminio y Paulino esperaban en la carretera  a que llegase la camioneta que los conduciría a Guadalajara con destino a Bilbao.
Por fin se la vió venir por el calvario. Así se llamaba la curva que desde el monte permitía ver el pueblo, que estaba en un valle. Dio la vuelta a la entrada y subimos lo seis y pocos más. Era la primera vez que yo, Herminio, montaba en un coche y como era muy sentimental, antes de hacerlo había cogido de un carro que tenía un toldo, un trozo como recuerdo de aquella partida. Aquella camioneta me arrancaba de mi tierra, de mi infancia, de mis amigos, de mis juegos infantiles, canicas, clavo, etcétera. Rugió por unos momentos, tiritando, como si acusase el frío del exterior, y por fin, se puso en marcha.
Aquello para mí era extraordinario.
-¡Madre! ¡mire cómo corren los árboles! ¡el sol nos viene siguiendo!
En fin, todo me asombraba. Alguien dijo una vez: “Vivir es como viajar en un tren, solamente los niños y los que son como niños llevan la nariz pegada al cristal, contemplando el paisaje, soñando despiertos. Los demás, o van dormidos, o como si lo fueran, porque van absortos en sus problemas, de tal modo que no les dejan vivir”.

La camioneta dio la vuelta al calvario y el pueblo desapareció de mi vista. A trancas y a barrancas subió por la navarrisca hasta llegar a la ermita de San Roque. La ermita era pequeña, a un lado tenía una gran olma (un día un rayo, la partió de arriba a abajo en dos y se sustituyó por estas mas pequeñas). La puerta tenía una pequeña rejilla por donde podía verse un pequeño altar lleno de tazones con lamparillas y encima San Roque con su perro. Tenía una mirada serena, perro y él se miraban con afecto, ¡vamos, que daba la impresión de que se encontraban allí a gusto! Estaba en plena llanura, cuando en mayo los trigos estaban crecidos, verdes, y salpicados de amapolas. ¡El espectáculo era maravilloso! Los trigales, mecidos por el viento, al fin se quedaban dormidos, en respetuoso silencio para que San Roque y su perro pudieran dormir. Luego, al rayar el día, el viento volvía a agitar los trigales, formando como un oleaje en un mar de hierba. Los insectos se desperezaban trepando hasta las espigas, como queriendo contemplar aquella maravilla. Los pájaros jugueteaban en el aire rozando a veces las espigas, pero, al sentir las punzadas de sus barbas, se elevaban de un salto, cantando, y volvían a repetir lo mismo incesantemente.
El trigo, que se empeñaba en darles alcance, no podía, le faltaban las alas, y por más que se revolvía de un lado para otro movido por el viento, no conseguía despegar del suelo. Su misión era quedarse pegado a la tierra, y secarse, y convertirse en pan. La de los pajarillos, juguetear a su alrededor, hasta que granase, y le sirviera de sustento. Por lo tanto, queriendo o sin querer, ambos colaboraban a un fin. El trigo, creciendo un poco cada día incitado por los pajarillos, que con sus idas y venidas le obligaba a madurar deprisa para saborear sus granos. La noria de la vida, muerte aparente, que inmediatamente pasa a formar parte de la vida. Por tanto, ¿qué es la muerte y qué es la vida?
La camioneta siguió dando tumbos por el empalme, camino que la llevaba a la carretera general. A ambos lados de la inmensa llanura se podían ver los viñedos y los melonares, uvas de todo tipo, blanca, negra, de cojón de gallo. Estas últimas me recordaban que una vez cogimos, sin permiso del dueño, un racimo para comerlo. Nos pilló, y nos llevó al ayuntamiento. Allí los colgaron en el balcón para que los viese todo el mundo, hasta que se secasen. Esa era la costumbre.
También las viñas me traían recuerdos de cuando íbamos a vendimiar. Después las llevábamos a las bodegas y en una especie de piscina, las echaban. Luego nos descalzábamos y a pisar, hasta que no saldría una gota. Lo primero que salía era el mosto. Por cierto, echábamos buenos tragos. Después pasaba a unos depósitos, para con el tiempo y tras fermentar, convertirse en vino. Tanto viñedos como melonares estaban guardados por espantapájaros, muñecos hechos con ropas viejas para ahuyentar a los pájaros. ¡Qué melones y qué sandías había entonces! Se les dejaba madurar en la mata, no como ahora, que los cogen verdes y no saben a nada. Aquéllos sabían a gloria. Ahora todo son prisas, ni dejan madurar la fruta ni la gente acaba de madurar. Les haría falta calor humano, pero no hay tiempo para eso, de modo que la mayoría de la gente están verdes; con buena presencia, eso sí, pero, sin esencia. Los que más, se preocupan más de parecer que de ser. Y así nos va. Y que no me digan ¡qué vamos a hacer! El mundo exterior es de todos, pero tu mundo interior sólo te pertenece a tí. Tú tienes que irlo formando y es el que te dará fuerzas para no ser una oveja más del rebaño. Tendrás que caminar por el mundo, pero no es lo mismo ir descalzo que con una buenas botas.
Mientras yo iba con estos pensamientos pasábamos por el pueblo de Tendilla. Era un pueblo pequeño formado por cuatro casas que hacían guardia a ambos lados de la carretera. Mi madre sacó una tartera que contenía una tortilla con unos pimientos fritos encima. A todos se nos abrieron los ojos.
-¡Tortilla!- gritamos, y alargamos las manos esperando nuestra ración. Mi hermana Conchi apenas cogió un trocito, lo miraba por todos los lados para ver si tenía algún bicho. Por fin dijo:
 - Esto que tiene aquí negro, ¿qué es?
Mi madre le dijo que era un trocito de cebolla. Le bastó eso para que ya no quisiera comerla, lo cual le vino de perlas a mi hermana Dori que, como yo, nunca ponía pegas a la hora de comer. A mí me dieron mi trozo, y pronto reclamé lo mismo que Dori. No me fue muy difícil, porque Paulino no quería tortilla que supiera a pimientos ni pimientos que supieran a tortilla. Así que, de maravilla.
Mis padres casi se quedaron sin nada. Era curioso, si nosotros teníamos hambre ellos nunca tenían. Yo, como niño, pensaba, qué raros son los padres, supongo que luego comerán, cuando nosotros no les veamos. Y claro que comían, ¡se comían los hígados! por no podernos dar muchas veces lo necesario. Al ver que nosotros estábamos comiendo, otro matrimonio hizo lo mismo, y curiosamente también llevaban tortilla. Conchi y Paulino le dijeron a mi madre que querían de aquella tortilla.
- ¡Mira que sois, quitaros de aquí que os voy a dar un guantazo!
La señora lo oyó y les dio un trozo a cada uno; se lo comían con verdaderas ansias.
Mi padre dijo:
-Usted perdone, ya sabe cómo son los chicos.
-Los chicos y los grandes, señor. Ya podemos tener la mejor fruta en nuestro huerto, que si por la pared del huerto del vecino asoma una rama con manzanas sabrosas, somos incapaces de pasar de largo sin coger alguna aunque sean iguales o peores.
La camioneta seguía su camino. Pasó por Horche, un pueblo que estaba en lo alto de una montaña, y que ya estaba a un palmo de Guadalajara. ¡Con qué alegría bajaba la cuesta que la llevaba a la capital! Y es que, cuesta abajo, ruedan hasta las piedras.
Por fin llegamos, paró en cocheras, abrió la puerta el conductor y bajamos todos. Luego se subió a la baca y empezó a bajar los bultos. Los nuestros eran dos o tres baúles de madera de unos cincuenta centímetros de alto, lo mismo de ancho, y como un metro de largo. Estaban forrados con hojalata, con dibujos de colores y encima algunas tablas en todos los sentidos. Mi padre cogió su maleta de lona marrón con franjas con la bandera de España y atada con una cuerda por si las cerraduras que llevaba de tres pesetas no funcionaban, y se abrían en cualquier momento. Con todo ese equipaje nos fuimos a la estación del tren que estaba allí mismo. Mi padre facturó los baúles y acto seguido subimos al tren.
Era un tren de madera, movido por una máquina de vapor. Los asientos también eran de madera. Nos sentamos en un departamento donde deberían ir cuatro a un lado y cuatro en frente, pero, según la demanda, podía ser el doble. Mi padre tuvo que quitarse el cinto para poner orden, pues todos queríamos ir al lado de la ventanilla. Por fin acordaron que lo hiciéramos por turnos, y así llegó la paz. No por mucho tiempo, porque mi hermano Paulino tenía que hacer mayores y se fue con el revisor al servicio. Enredando, y sin saber para qué era, tiró de la cadena que había a un lado, y cuál no fue su sorpresa cuando vio que salía agua con gran fuerza. Salió corriendo y vino donde estábamos nosotros.
-¡Madre, madre! ¡que he soltado la presa! ¡que he soltado la presa!
Fueron mis padres corriendo, y cuando vieron lo que era, se echaron a reír. No tenía nada de extraño. Mi hermano, al ver salir el agua pensó que era la presa de regar que teníamos en el pueblo.
Hasta aquí he contado la historia de cómo salimos de mi pueblo con destino a Bilbao. De ahora en adelante, es cuando empieza la novela, que humildemente me propongo escribir. En ella he pretendido reflejar, con distintos personajes, algunos comportamientos sociales, tratados con ironía; pero con realismo y sin rodeos. No pretendo herir a nadie, sólo exponerlos.
Ni me mueve otra cosa que desahogarme, y si puedo ser útil a alguien, tanto mejor.


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