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martes, 13 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 10 - El maestro, el campesino y su hijo.


Capítulo décimo.



Dejamos atrás El Reposo, era un pueblo con cuatro casas viejas y ocho nuevas, situado en un montículo. En el centro, una iglesia pequeña, todo hecho con piedras un tanto rojizas, que el tiempo, el viento y la lluvia, habían ido descarnando poco a poco.
De él habían subido al tren el maestro del pueblo, un campesino y su hijo. Se sentaron con nosotros.
El maestro tendría unos cincuenta años, vestía sencillamente, tanto que por su aspecto, nadie diría que lo era.
El campesino era más o menos de su edad. Corpulento, estatura mediana, llevaba una gorra comida su color por el sol, traje negro de pana, unas abarcas y una garrota en la mano.
Su cara era redonda, ojos hundidos, cejijunto, labios gruesos y prominentes que sujetaban un puro barato que olía a demonios.
El hijo, con el tiempo prometía, por la pinta, ser la copia de su padre. Como decía mi padre: ’De padres musiqueros, hijos cantores’.
No bien se puso el tren en marcha, como entre ellos se conocían, empezaron a charlar. El único que saludó y se presentó fue el maestro, padre e hijo no dijeron ni mu.
- ¿A dónde va usted, señor Ceferino?
- Voy a la capital, a ver si me cogen a éste en un buen colegio. Quiero que el día de mañana sea un hombre de estudios, y no como yo, que soy un ceporro.
- Ya le he llamado yo a usted más de una vez la atención, porque no iba a la escuela.
- Ha ido cuando el campo lo permitía, pues la tierra da, pero exige al propio tiempo mucho cuidado. Desde que yo empecé mis primeros pasos, mis padres me llevaban al campo, no quedaba otro remedio. Yo afortunadamente, con el tiempo he hecho algunas perrillas y puedo permitirme el lujo de que Lucio pueda estudiar, si quiere. Pero, mire qué cara lleva, parece que lo llevo a la horca.
- ¡Ya le he dicho, padre, que yo no quiero estudiar! ¿Para qué? Con lo que me ha enseñado don Dimas en el pueblo tengo suficiente. Estoy harto de nombres de ríos y montañas, mapas que hablan de sitios donde yo nunca voy a ir, de la tabla de multiplicar, números y números... Pa contar el ganao y el dinero que tenemos, me arreglo con los dedos, y lo de leer, ¡qué me importan a mí las cosas de los demás! ¡A mí sólo me interesa lo mío! El pueblo, el día, la noche, la lluvia y el sol, los animales y la tierra. Con eso tengo suficiente.
- ¿Lo ve usted, señor maestro? Es una mula, no hay quien le haga entrar en razón.
- Mira, Lucio - le dijo el maestro - Yo no digo que esté mal dedicarse al campo, pero las cosas han cambiado mucho desde que el ser humano pisó por primera vez la tierra. Primero se dedicaba a la caza y a la pesca y comía los frutos de cada estación. Cuando en el entorno en que se movía se acababan las cosas, tenia que desplazarse a otro lugar. hasta que se dedicó al cultivo de la tierra y a la cría de animales, así ya, le era más fácil.
- ¡Qué mal huele! - dijo mi hermano Paulino.
- Habrá sido este madero. ¿Has sido tú, Lucio?
- No, padre, yo no he sido.
- ¿Cómo que no, cerdo? ¡Si me viene un olor de tu lado que apesta! No hay quien pueda con él, ¡no tiene ni la más mínima educación! Luego dices que no quieres ir a la escuela. ¿A que usted señor maestro, no se tira pedos en público?
- Hombre, procuro no hacerlo, pero a veces no me ha quedado más remedio que buscar el ángulo adecuado y dejarlos caer.
- Pero si no sólo es eso, cuando le viene en gana bosteza como un hipopótamo y se mete los dedos en la nariz, saca su bolita, juega un buen rato con ella entre los dedos y cuando cree que no le ve nadie, la pega en el pantalón A la menor oportunidad se estira todo lo largo que es, esté donde esté.
- ¡No voy a ser tan tacaño como usted, que no se estira nunca! Al menos eso dicen sus amigos de la taberna
- ¡Eres un zopenco! Yo no hablo de ese estirarse, mejor que te calles y dejes hablar al señor maestro.
- Pues bien, como te decía, Lucio, la civilización llegó con el tiempo, el campo se mecanizó. Ya no hacía falta tanta mano de obra, y así llegamos al día de hoy. Las tierras, hoy, las pueden llevar entre cuatro gatos con sus tractores y demás maquinaria. Es decir, que podemos dedicar menos tiempo a llenar el estómago y más a llenar el cerebro.
- ¿Qué es eso?
- Pues, una masa gris que tenemos en la cabeza.
- ¡Ah, ya sé! ¡cemento!
- ¡No hombre, no! Para que me entiendas, es carne que sirve para pensar y que guarda los conocimientos que vamos aprendiendo.
Yo me estaba tronchando de risa oyendo a aquella gente. Mi padre me puso mala cara, yo me mordí los labios y así pude evitar el echar una carcajada.
- Yo le digo a mi hijo, señor maestro, que ustedes son como los escultores, que de una piedra en bruto, a base de cincel y martillo, consiguen una bonita escultura, ¿no es verdad?
- Sí, Ceferino, viene a ser algo así, cuando los niños llegan a la escuela digamos que son como piedras sin labrar. Las hay de todo tipo, duras, menos duras y blandas. Nosotros tratamos a cada uno según su idiosincrasia, y con mucho tacto, conseguimos si ellos se dejan, sacar el mayor provecho posible. No todos al final salen unas lumbreras, pero eso no importa, tiene que haber de todo, como en una orquesta, y cada uno en su sitio hace que esta sociedad funcione. Nadie es más que nadie, todos somos necesarios y complementarios.
- ¿Te das cuenta, Lucio, cómo se explica el señor maestro?
- ¡Y a mí qué! ¡No le entiendo nada!
- ¡Pues de eso se trata, pedazo de mula!, de que yendo al colegio llegues un día a entender a los demás, y a ti mismo.
- ¡Déjeme de rollos!
- ¿Que me deje de rollos? ¡Te voy a dar un guantazo que voy a despatarrarte!
- Tranquilo, señor Ceferino, a tortas no se consigue nada.
- ¡Pero si es que es un tocho de madera!
- Tranquilo, hombre.
- Estoy seguro de que me voy a gastar los cuartos y al fin me va a pasar lo mismo que a aquel padre que llevó a la fuerza a su hijo a una fábrica de esas donde se hacen los curas. ¿Quiere usted que se lo cuente?
- Vale.
- Pues resulta que un hombre, también de campo, quería que su hijo fuese algo más que él, y lo llevó al seminario, para hacerse cura. Cuando terminó la carrera, a base de jamones que le iba mandando cada dos por tres, pues de no ser así no hubiera llegado al final, ..., bien, pues como iba diciendo, el día que terminó la carrera fueron unos mozos del pueblo a por él, para que cantara su primera misa allí. Iban todos montados en mula, y yendo por el camino había una gallina escarbando. Cuando la vio el cura, dijo: ‘Gallinan escarbantorum’. Los que le acompañaban decían: ‘¡Qué listo, madre mía, qué listo! Más adelante encontraron una calavera de burro, a lo que el cura dijo: ‘Calavera de burro, que antes rebuznaba y ya no rebuzna’. Los otros se hacían cruces de tanta sabiduría, eran más asnos que él. Llegados al pueblo, hicieron saber a todos la eminencia que traían, así que estaban ansiosos por escuchar el sermón del día siguiente que era San Agustín. La iglesia estaba a rebosar, todo el pueblo, incluido el señor obispo que vino para tan magno acontecimiento. Subió el cura al púlpito y comenzó con estas palabras:
‘Queridos paisanos, autoridades, e ilustrísimo señor obispo. Como todos sabéis, hoy es San Agustín’.
A su madre se le caía la baba al oírle, pero el padre le dijo: ‘No seas tapadera, ya verás cómo al final se destapa el puchero’. ‘¡Calla, calla!, como mi niño no hay dos’. ‘¡Eso seguro!’, dijo el padre. Pues bien, sigo con el sermón del cura.
‘Hoy es San Agustín, y como San Agustín era tan bueno, San Agustín dijo, y dijo y dijo, y lo que dijo, lo dijo. Y como San Agustín era tan bueno, San Agustín dijo y dijo, y dijo.., y lo que dijo, lo dijo, y porque lo dijo, lo dijo. Y como San Agustín era tan bueno, San Agustín dijo y dijo, y dijo..’.
Harto el padre de tanto dijo, le dijo:
‘¿Pero qué dijo, hijo mío, qué dijo?’
‘¡¡¡Mierda, dijo!!!’
‘¡¡¡Esa ya me la tenía yo bien tragá!!!’
Y así termina, don Dimas, el cuento o la historia, que tanto da, pero que viene a cuento. Yo, lo voy a intentar, le voy a llevar a un buen colegio para que aprenda a moverse en este mundo nuevo que nos toca vivir. Más no puedo hacer, en él está el sacarle provecho. ¿Me oyes, Lucio? ¡Si veo que me sacas malas notas, te traigo al pueblo y a destripar terrones! Tu verás.
- ¡Y a mí qué!, eso es lo que quiero. Tanto libro y tanta gaita... Mire cómo terminó el Quijote, loco.
- Es que no hay que pasarse, no todo está en los libros, de acuerdo. Ni te pido, que si no quieres hacer una carrera, la hagas. Elige aquella rama que más te guste.
- ¿Y si se casca y me caigo?
- ¡Contigo si que me ha caído buena a mí! ¡Madero! Te estoy diciendo que aprendas una cultura, ¡no ves que si no, todo el mundo te va a pisar!
- ¡Aquí en la ciudad, con tanta gente no me extraña! Por eso yo quiero el pueblo.
- ¿Usted cree, don Dimas, que hay posibilidades con este troncho?
- Nunca se sabe, señor Ceferino. Su deber como padre es intentarlo, ojalá tenga suerte.
Casi sin darme cuenta, pues no me perdí detalle de la conversación, habíamos llegado a La Luz, la capital.
El señor maestro se despidió de nosotros con cortesía. El padre y el hijo tiraron de las maletas con tal fuerza que cayeron todas de golpe y a poco nos matan.
Ni siquiera dijeron adiós al bajar, y yo, viendo aquel cuadro, me dije a mí mismo que haría lo imposible por estudiar, aunque sólo fuera para no ser como una pluma a merced del viento.

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