(c) 2011. Todos los textos publicados en este blog son propiedad intelectual de Anastasio Herminio González Sánchez.

miércoles, 7 de marzo de 2012

El tren - Capítulo 16 - El señor de los palos y sus hijos.


Capítulo decimosexto.


El jefe de estación tocó el pito como señal de aviso para que subiéramos al tren. Cuando llegamos, estaba sentado al lado de la ventanilla un señor un tanto especial, lo digo por su atuendo.
- Buenos días - nos dijo cuando llegamos - ¿Está esto ocupado?
- No se preocupe - le dijo mi madre - Hay sitio para todos.
Otro que me había quitado la ventanilla, pensé. Bueno, como dice el refrán, ‘El que fue a Sevilla, perdió su silla’.
- Permítanme, me llamo Gervasio, para servirles, y esos jóvenes que están ahí al lado son mis cinco hijos. Tres de las chicas son propiamente mis hijas, y el muchacho y una de las chicas son hijos políticos. No han querido sentarse a mi lado, ya saben cómo son los jóvenes, yo también lo fui. Prefieren ir a su aire, y es natural. Tan pronto como empiezo a hablar me sueltan eso que está ahora de moda, ¡no me des la turre, papá! Yo reconozco que soy un poco pesado y que si me tiran del hilo, tengo carrete para rato, por eso me he puesto aquí. La mayor de las hijas se llama Beatriz, la del medio, como digo yo, Florentina, y la más pequeña, Brígida. El marido de la mayor se llama Timoteo y la compañera de Florentina, Engracia.
- Pues señor Gervasio, yo voy a ser más breve que usted en las presentaciones, aquí mi señora y mis cuatro hijos.
- ¡Encantado!
- ¡Lo mismo le digo!
Yo no dejaba de mirar el palo de por lo menos metro y medio que llevaba en la mano.
- ¿Te gusta? - me dijo.
- Pues sí, señor, es precioso. ¿De qué madera es?
- Es de  aliaga.
- ¡Ah, ya sé! Esos arbustos que hay a la orilla de los caminos, con flores amarillas y muchos pinchos.
- Se ve que te gusta el campo, chaval.
- Sí señor, me encanta.
- Pues ya somos dos.
Era un señor un tanto singular, tenía aspecto, a primera vista, de chiflado. Pelo casi a cepillo, muchas entradas, frente amplia, manos con los dedos muy gordos, ojos de serpiente. Llevaba un jersey de punto hecho a mano, blanco y negro con un dibujo trenzado, unos pantalones de los baratos, tan tiesos que parecían de cartón y unas chirucas muy gastadas. A su lado tenía una mochila.
- ¿Puedo preguntarle qué lleva ahí?
- ¡Mira que eres preguntón, deja al señor en paz! - dijo mi madre.
- No se preocupe, señora, no me molesta. A mí, los niños que preguntan me encantan. ¿Cómo te llamas?
- Me llamo Herminio.
- Vale, pues aquí, Herminio, llevo de todo un poco, esto parece el arca de Noé; un libro, el bocadillo, un machete...
- ¿Puedo cogerlo?
 - No, que está muy afilado y puedes cortarte. Bueno, y algunas cosillas más. Me gusta ser hombre prevenido. Por llevar, hasta una venda elástica y algunas tiritas, nunca se sabe, y un silbo.
- ¡Qué bonito! ¿Me lo deja? ¿Y el silbo para qué lo quiere?
- Pues por si me pasa alguna vez algo. Para coger palos me meto por cada sitio, que algún día me va a pesar.
- ¿Y por qué se mete?
- ¡Y yo qué sé! Voy un rato por el camino y me aburro enseguida. Como dijo aquél: ‘Si vas por camino hecho, a lo sumo llegarás adonde otros ya han ido’. A mí me gusta abrir brecha. ¿Qué sacan los alpinistas jugándose el tipo? Pues una sensación al ir subiendo, salvando obstáculos y luego llegando a la cumbre, que no sabrán jamás lo que es, los que se pasan el día en la taberna.
- ¡Papá!
- ¿Es su hija?
- Sí, es la mayor, Beatriz.
- Pues es muy guapa.
- Sí que lo es, y muy buena hija, que es lo principal. Desde chiquitina la he llevado siempre pegada a mí. Era también muy curiosa, como tú, me cosía a preguntas y yo la gozaba respondiéndole. Además, son las tres muy inteligentes, ¡lástima que no hayan podido estudiar! Trabaja en una charcutería, y como tiene mala circulación, cuando llega el invierno se le llenan las manos de sabañones, y a veces los pies, derivando en unas pequeñas llagas. A mí se me cae el alma al verla. No le digo nada, porque siempre les he enseñado a ser duras, pues la vida lo es y mucho, y los que son de mantequilla lo tienen claro Hace un año que se ha casado, su marido es el que está a su lado. Se llama Timoteo, es profesor en una universidad.
- ¡Vaya! Pues ha tenido suerte, ¿no?
- Pues sí que la ha tenido, aunque ella se la merece. Aunque tienes razón, vamos a llamarle suerte, pues hay quien vale y la suerte pasa por su lado sin mirarle a la cara. Timoteo es un chico majo, trabajo me ha costado reconocerlo.
- ¡Y un tiarrón! - dije yo.
- Sí, pero eso es lo de menos. Lo que cuenta es que, siendo de familia humilde, a base de hincar los codos, ha sacado la carrera de empresariales. De momento no ha podido colocarse en ninguna empresa, pero hizo oposiciones y por méritos propios, sin recomendaciones, sacó el puesto que ahora tiene. Te decía antes que me costó trabajo aceptarle, no porque tuviese ningún motivo objetivo, sino porque, al ser la mayor con quien, por la edad, no por quererla más que a las otras, estaba más apegado, le veía y no podía evitar el considerarle algo así como un ladrón. He sufrido mucho y les he hecho sufrir, espero que sepan perdonarme y comprenderme cuando tengan hijos.
- ¡Apaaa!, ¡apaaaa!
- ¿Y esa, cómo se llama?
- Florentina.
- ¡Qué cara más bonita tiene también! Tiene cara de persona noble.
- Y lo es, es un pedazo de pan. Pero eso no siempre es recomendable, Herminio. No digo que no esté orgulloso de tener una hija tan buena, sino que tiene que aprender a serlo, pero no con todo el mundo. Hay un refrán que dice: ‘haz bien, y no mires a quién’. Pero yo estoy con el otro: ‘haz bien, pero mira a quién’. ¿Quieres que te cuente una fábula que viene a cuento?
- Sí, me gustan mucho las fábulas.
- Pues mira: Había una vez un señor que era muy bueno, muy bueno; tanto, que un día iba por el campo, levantó una piedra y encontró una víbora que estaba aletargada. Como era tan bueno, la tomó en sus brazos para darle calor. ¿Y sabes lo que hizo la víbora cuando recuperó la temperatura normal?
- Pues no sé.
- Picarle y matarle. Por eso te digo que es bueno ser bueno, ¡ojalá todos lo fuésemos! Pero como hay de todo, hay que andarse con mucho ojo por la vida.
- Y la chica de pelo rizado que está a su lado, ¿quién es?
- Se llama Engracia, y es su compañera.
- ¿Querrá usted decir su amiga?
- No, quiero decir lo que he dicho; pero esto creo que es demasiado complicado para que tú lo entiendas.
- Le está dando la lata, ¿verdad?
- No, señora, lo que pasa es que hemos llegado a un punto en la conversación en el que no puede entenderme, es muy joven aún. Pero la verdad es que me gustaría comentarlo con alguien, si a usted no le importa.
- No señor, ya me estaba aburriendo de hacer ganchillo.
- El tema es delicado, y aunque es natural, como vivimos en una sociedad llena de tabúes, hay que esconderlo, como si fuera algo malo. Eso pasa con muchas cosas aún, por desgracia, y de nada sirve. Es como pretender esconder un leño encendido entre la ropa, al final sale el humo. Pues bien, señora, Florentina y Engracia eran muy buenas amigas, desde la adolescencia y su madre y yo, lo veíamos como es, natural. Pero en cierta ocasión, Engracia tuvo que ausentarse y tenían que mantener correspondencia. Mi señora, ya sabe usted cómo son, leyó una de aquellas cartas. Y cuál no fue su sorpresa al comprender por lo que allí ponía, que aquella relación no era una simple amistad, sino que se querían, como se quiere un matrimonio, ¿me comprende?
- Sí, siga usted, por favor.
- Habló mi mujer con mi hija y entre llantos, por temor a ser rechazada, le confesó que sí, que lo que sentía hacia Engracia era amor. La madre, aunque sorprendida, la apoyó desde el primer momento. Y cuando el terreno entre ellas ya estaba abonado, un día me lo dijo a mí mi mujer. Sinceramente, lo primero que se me pasó por la cabeza fue el rechazar el hecho. Hablé con Florentina, y vi que aquello era de verdad, que se necesitaban una a la otra como mi mujer y yo. Al principio, a regañadientes, tuve que aceptar el hecho, ya no soy un niño para escandalizarme. En lo que pensaba era en que por qué no se casaba como las demás. Tendría un marido, unos hijos, en fin, una prolongación de sí y un apoyo el día de mañana. En eso pensaba, no me importaba en absoluto que su amor lo hubiera puesto en brazos de una mujer. Mas luego, reflexionando durante mucho tiempo, he llegado a preguntarme: ¿y quién me asegura a mí que si se hubiera casado iba a ser más feliz? Nadie.
- No le dé usted más vueltas, señor Gervasio. Yo, como madre, lo aceptaría sin más, es mi hija, la quiero y se acabó. ¿Hacen daño a alguien? Pues al que no le guste, que se aguante, que trate de ponerse en la piel de ustedes, a ver lo que harían si son unos padres como es debido.
- Lo que sucede es que la sociedad hoy por hoy no está aún preparada. Y no porque sea algo nuevo, siempre ha existido, pero en secreto, tal y como tenían encerrados a los locos, a los leprosos, a los tontos, por temor al ridículo o a la marginación. Pues ya va siendo hora de sacar las cosas a la luz, ¿no le parece, señora?
- ¡Claro que sí, señor!
- Vivimos en una sociedad hipócrita, que viene a ser como un gran iceberg. Sólo asoma en la punta lo que creen que es mejor, pero hay debajo nueve décimas partes de cosas de las que avergonzarse en público, que arrastra consigo, quiera que no, a las que hay que dar la cara y no la espalda. Yo quiero a mi hija, con toda mi alma. No hace daño a nadie, y lo que siento es que tengan que llevar, casi escondido, un amor que les hace felices. pero no importa, señora, ellas saben que aunque todo el mundo les diera la espalda, tiene a sus padres y a sus hermanas, que las quieren y aceptan como son.
- ¡Viejete! ¡Hola!
- Esa es la pequeña, ¿no, señor?
- Sí Herminio, esa es la más revoltosa.
- Pero, ¡qué cara más bonita tiene! ¡y qué tipillo!
- ¡Hombre! De tal palo tal astilla. En lo morena se parece a la madre, y en el tipo a su padre. Aquí donde me ves, yo de joven era como un junco, me las traía de calle. Digo lo de revoltosa en plan cariñoso. Sí que es muy rebelde, pero eso no es malo con medida. Es muy buena, ya se irá templando con los años, aún es muy joven. Por ser la más pequeña se le ha consentido un poco más que a las otras. Yo estoy delicado, y los años no pasan en balde para nadie. Lo que quiero ahora es tranquilidad, y claro, ella a veces abusa un poco; pero sólo de palabra, sabe que si se pasa en obras malas, me tiene al momento atizando leña aunque el disgusto me cueste la vida. Pero hasta ahora no ha hecho falta, ni espero que la haga. Es inteligente, pero tiene un carácter, a veces, del demonio. Yo espero que con los años cambie, tiene buena madera.
- Cómo se ve que es usted un padrazo - le dijo mi padre - Se le cae a usted la baba hablando de ellas.
- ¡Y qué quiere usted! Las adoro, con sus virtudes y sus defectos, son mis hijas. Hablando de Brígida, la pequeña, recuerdo con emoción que una vez cuando venía del hospital de practicarme una biopsia, ya saben ustedes cómo funcionan los hospitales de la seguridad social, me abrieron y en el acto me mandaron a casa. Una vez en casa, casi no podía ni andar, nada más llegar a la sala, Brígida me trajo las zapatillas, con una carita asustada y con tanto amor, que no lo olvido nunca. De estos detalles que han tenido las tres para conmigo, empezaría a contarles y no acabaría nunca.
- Y, ¿adónde van ustedes? - preguntó mi hermano Paulino.
- Vamos a pasar el día en el monte. La Tranquilidad, de donde somos, está muy bien, pero yo prefiero lo salvaje, andar por caminos de cabras, eso es lo mío. Ya me tienen todos, por las cosas que digo, por una cabra..., pues no quiero defraudarles. Al fin, ¡a ver quién tiene razón, el que tira al monte masticando el aire o el que no sabe por dónde tirar!
- Es usted un filósofo - dijo mi hermana Dori.
- ¡Bueno! Si filósofo es el que ama el saber, aunque sabe siempre que le queda mucho para llegar a saber, sí soy filósofo, desde pequeño. Pero si filósofo es aquel que presume de que lo sabe todo, prefiero que me llamen tonto del pueblo. ¡Hala, chicos!, que tenemos que bajarnos en el apeadero. Voy a decírselo al interventor, no sea que se le pase, pues aquí no para, a menos que baje alguien. He tenido mucho gusto en charlar con ustedes.
- ¡ Dirás papá, en charlar tú! Seguro que no les has dejado meter baza - dijo Florentina.
- Nosotros hemos disfrutado también con su conversación. Que pasen un buen día.
- ¡Gracias!
- ¡Adiós!
Por última vez me fijé en Gervasio. Ya no me parecía el chiflado del principio, y me acordé del maestro que nos decía: ‘Para saber si una naranja es dulce o amarga, antes hay que pelarla’.

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